Paul Greengrass demostró su solvencia para trasladar a la pantalla atentados y
tiroteos sin freno en las magníficas Domingo sangriento y United
93. Las situaciones extremas
rebozadas de política o contextos desencajados son la especialidad de Paul, ya
recaigan sobre profesionales (como en Green Zone o las entregas de Jason Bourne dirigidas por él), o sobre
meros currantes, por ejemplo en la ratonera del cuerno de África (la excelente Capitán
Phillips).
La temática de su interés,
prácticamente desde que empezó en el Cine, es la sociedad y sus individuos ante
las violencias modernas incrustadas en el sistema, como dispositivo o como excrecencia. Con ese currículum, resultaba
prometedor su nuevo trabajo, dedicado a reconstruir las atrocidades que un solo hombre
cometió en Oslo y en la cercana isla de Utøya
el 22 de julio de 2011. Narrando los atentados y el después de unas pocas víctimas
(supervivientes y familiares) alternado con el juicio al monstruo.
Los primeros cuarenta minutos,
que se centran en los asesinatos hasta que se produce la detención, resultan
tan vibrantes como todo la acción violenta que rueda Greengrass. Pero si se empieza
la película, como decía De Mille, con un terremoto, más vale que siga subiendo.
Lamentablemente, esto no ocurre,
porque los hechos posteriores se tratan con tono de atestado, además de que las
personalidades y comportamientos de cada actor en escena se entienden
rápidamente y apenas evolucionan. Al menos, no para que queden por delante más
de 100 minutos.
Por supuesto que algo tan brutal
y traumático, para las personas directamente afectadas y para el país entero,
cuenta con aristas suficientes con las que llenar de interés esos 100 minutos y
otros tantos. Pero Greengrass se empapa de frialdad escandinava y deja apuntes
incompletos de demasiados aspectos, de casi todos, mientras la empatía con sus
criaturas, en especial los dos jóvenes supervivientes, se produce casi al
final.
Greengrass no es
Pontecorvo. Una lástima.
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