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jueves, 30 de abril de 2020

Pánico en las calles


Anoche soñé que volvía la responsabilidad

Vi Pánico en las calles, una de las primeras películas de Elia Kazan. Ya saben, el traidor de Hollywood, comunista rebotado y denunciante de más pedrigrí en la Caza de Brujas. Me pregunto de qué lado se pondría en ésta en la que estamos. ¿Denunciando al gobierno? ¿Arrimado a él? ¿Denunciando colegas desafectos que rueden de matute? ¿Rodando Diarios de la cuarentena?

Desde luego, caso de rodar, lo haría con un talento impropio de los tiempos que vivimos. Pánico en las calles es de sus primeras películas y la más a tono para abril de 2020, en cualquier lugar del planeta. El film es un cuasi serie B (yo creo que por eso sucede en Nueva Orleans y no en NY o Washington), en el que se monta gabinete de crisis epidémica al descubrir un solo muerto. 


El político se toma en serio la amenaza, tal y como la explica el médico militar, sin preguntarle si le votó. No obstante, es ese mismo político quien ataja las intenciones de los investigadores de silenciar a la prensa, obligándoles a trabajar contra reloj, o lo que es lo mismo, antes de la siguiente edición.

La policía se entrega a la tarea imposible de encontrar a los asesinos del contagiado, para cortar el brote antes de que lo extiendan, pero previamente se les vacuna a todos. También a los tripulantes del barco en el que llegó el enfermo. También cada recinto que pudo acoger al difunto de peste y bala se pone en cuarentena ipso facto, sin cerrar la ciudad (aunque algunos que saben demasiado, con más tiempo que el resto, sacan a la familia de ella).

Lo menos relevante es focalizar la solución en un par de hombres, al fin y al cabo el espectador necesita empatizar. Tampoco importa mucho el escaso reconocimiento –sobre todo económico- que tiene el médico del ejército, obligado a tirar de su dinero en varios momentos de la pesquisa. Aun cuando las frecuentes facturas de la tintorería tengan que ver con la constante limpieza de sus uniformes por imperativo sanitario. La administración del Estado, ya se sabe… 


El primero en saberlo, claro, es el propio médico. Sin solemnidades, este funcionario tiene que recordarle a otro que en estos casos no hay “comunidades”, sino especie.  

Lo que verdaderamente puede llegar a producirte pasmo, según el país que habites, es el político consciente del problema desde el momento cero. No es que traiga a la guardia nacional, claro, eso lo haría el Hollywood de ahora, pero  despliega sus recursos. Todos y de inmediato. Que pudieran ser insuficientes, es algo que pertenece a otra película. Aquí Richard Widmark y Paul Douglas consiguen evitar el desastre.

Pero esta mañana me he despertado en España, inmerso en una pandemia, con varios centenares de muertos sólo en nuestro terruño (la dichosa comunidad). Y sólo en las últimas 24 horas. No estamos entre los que tomaron nota de la lección, aunque la impartiese un traidor a “la causa”.  Va a ser eso.


viernes, 25 de mayo de 2012

La Perla




Anoche soñé que volvía a Manderley


Anoche era otra la costa donde se desataría el drama del cine clásico. Lo presagiaban las mujeres cubiertas e inmóviles como estatuas al inicio de la película, mirando un mar que decide cuándo se come y cuándo no en un poblado de buscadores de conchas del México profundo. El poblado donde vivían Quino, su esposa Juana y su hijo Coyotito hasta que un humilde alacrán y la Perla del Mundo entraron en sus vidas de forma irreversible.

Después ya se sabe, encontrar un tesoro siendo pobre de solemnidad no es una circunstancia fácil de manejar. El médico que se negó a asistir al niño viene corriendo a atenderle aunque ya no importe su consejo envenenado, el comerciante de perlas busca atajos para quedarse con la perla sin pagar una fortuna, los amigos falsos empiezan invitando a tequila (ahora eres rico) y acaban tirando cuchilladas,… La fuga se hace inevitable y la cacería también. 

La Perla es un clásico universal de 1947, que surgió a partir de una adaptación literaria de las que se estilaban en aquella década definitiva para el arte del cine. Una novela corta del californiano John Steinbeck había tocado el corazón de ese México que por entonces rodaba, mejor que nadie y con un sentido exacerbado del lirismo, el mítico director Emilio “Indio” Fernández. Las leyendas cuentan que el Indio, también actor a ambos lados de la frontera, se había prendado de Olivia de Havilland y la veía en el papel de Juana (con aquel blanco y negro salvaje probablemente tuviera razón, aunque María Elena Marqués luce hermosísima). Pero la coproducción con la RKO no sirvió para ofrecerle ni siquiera el papel, porque la película que internacionalizaría a México a través del relato de un gringo, iba a ser tan auténtica y tan intensa que sólo podía encarnarse por las gentes del país que retrataba.

La Perla sigue el curso de la novela que la inspira con una fidelidad sorprendente, se diría que los minutos avanzan paralelos a las páginas. Por eso es fácil pensar que Emilio Fernández se limita a exponer con sencillez el relato deSteinbeck cuando, en realidad, esa sencillez es sólo aparente, como la felicidad de encontrar una perla en el pueblo más olvidado de México. Basta mirar bien la pantalla para darse cuenta de que la voluntad de belleza lo impregna todo.

Para quien prefiere no volver de vez en cuando a Manderley, es probable que esta película monumental parezca arcaica y enfática. Pero la forma en que Pedro Armendáriz le libera de la carga de leña y de hijo a María Elena Marqués en su primera escena compartida es de una perfección plástica que no se ha vuelto a igualar después del Indio y su insustituible director de fotografía Gabriel Figueroa. Juntos lideraron la edad de oro del cine mexicano retratando los cielos, el mar, el campo y las pasiones del pueblo llano, desatándose siempre en una época sin fechar pero cercana a las revoluciones que derraman la sangre de los ricos y que nunca ganan los pobres.

Las imágenes de los pescadores y sus mujeres frente a la mar brava, la contemplación mutua de Quino y Juana en su choza mientras ella prepara las tortas, el alacrán en la cuerda de la cuna, el médico alacrán o la inmersión en busca de la perla, llenan la primera mitad de la película de una potencia estética que se adorna incluso de una fiesta local de danza, canciones y pólvora. Una fiesta que parece distraernos por un momento de la esencia del relato, pero que en realidad lo completa al resaltar el contraste entre la sincera alegría del vecindario humilde y el interés ponzoñoso de los oportunistas, los avaros y los estafadores.

Todos los personajes, y en especial los malvados, se retratan en las películas del Indio con una economía de planos tan eficaz como feroz. Por eso Steinbeck encontró a un adaptador perfecto en el mexicano (y eso que ya había tenido a Ford para Las uvas de la ira). No se puede filmar una borrachera de un modo más brutal, con la mujer deteniéndose ante cada cantina para sentarse en la calle con el niño en los brazos a esperar a su marido. O con la dignidad de la última cantinera, que después de conocer la pureza sentimental de Quino arroja la moneda de la traición a los pies de los ladrones que la invitaron a engatusarlo.

“La perla nos hará libres”, dice el pescador de conchas cuando su mujer ya presiente que ese tesoro sólo les traerá desgracia y el espectador tiene la certeza de que nada saldrá bien. Es la ley inviolable del drama social de los 40, como en el cine negro al norte de Río Grande: Quino y Juana tienen que huir con su pequeño y la perla maldita, mientras dos rastreadores y un único hombre a caballo armado con un rifle van en su busca, eliminando cualquier obstáculo con la misma concisión y rudeza en pantalla que en las páginas del californiano.

Con un ritmo denso y dramático absolutamente inimitable,  interpretada al borde del mudo y fotografiada con el alma,La Perla es la más fatalista de las películas fatalistas de Fernández y también la más lograda. La que consigue que toda la riqueza y la maldad de una mansión inglesa como Manderley, condenada a las llamas, quepa en una pequeña perla arrojada de nuevo a las aguas de un mar implacable y mexicano.

(Artículo publicado en la revista Culturamas, Mayo 2012)


sábado, 21 de abril de 2012

Los 400 golpes




Anoche soñé que volvía a Manderley…

…Y otro soñador lo hacía en la butaca de al lado, para zafarse de una infancia triste y un futuro al filo de la ley. El tipo, fascinado por Hitchcock mucho antes que yo, embrujado también por las sirenas del Mississippi y por la noche americana, respondía al nombre de François.

Le propuse sustituir la primera película del inglés en Hollywood por la primera rodada en París por él mismo y, como estábamos soñando, aceptó la idea. Acto seguido, la torre Eiffel apareció en la pantalla, detrás de los títulos de crédito, entre los edificios y las calles de la ciudad, perseguida por la cámara a la manera de Rosellini, desde el capó de un coche o la trasera de una camioneta, para demostrar que en París sólo desde la torre no se ve la torre.

La imagen temblaba suavemente, captando con naturalidad la crudeza del aire, los edificios imponentes o ajados, la gran capital triste de un relato triste, con la torre en el centro del encuadre mientras la música de Jean Constantin hablaba de anhelos, inocencia y revancha a través del recuerdo. La película advirtió entonces que todo lo narrado sería en honor de André Bazin, ese gran crítico de cine que reivindicaba la realidad objetiva, la continuidad verdadera, el foco en profundidad, el estilo invisible y que era capaz de comportarse con los mismos principios fuera de su columna de prensa.

Después, un cuaderno escolar y una foto de chavala ligera de ropa pasando de pupitre en pupitre nos trasladaron al primer universo de  Antoine Doinel, nuestro muchacho de París, que podría ser de cualquier parte donde las desgracias fluctúen entre un aula de rancia escuela pública y el deprimente apartamento de un matrimonio que no se quiere.

Siempre llueven los golpes sobre chicos así, autosuficientes en su soledad pero huérfanos de afecto, especialistas en pellas, raterillos y troleros, aunque en el fondo tan frágiles que un chivato de doce años, una madre que los parió a su pesar o un padre de pega pueden trazar ante ellos el futuro árido de quien no deja nada valioso tras de sí. Antoine, como su amigo René (de mejor posición pero igualmente desatendido y rebelde), representaron una generación auténtica de niños franceses de los cincuenta, en un país mucho menos atractivo de lo que Hollywood y sus espectadores creíamos.

Un país, no obstante, que desde aquel blanco y negro y con aquellos niños fue capaz de ponerse en un solo año a la vanguardia del cine mundial, robando una pesada máquina de escribir y recordando a los viejos maestros que plagiar a Balzac tiene un límite.

No podía ser casual que la verdadera felicidad en el rostro de Antoine la produjese únicamente una noche en el patio de butacas, fugándose al fin en la oscuridad de la verdadera oscuridad del mundo. Por contra, fugarse del colegio, de casa o del correccional servía para bien poco, aunque a los espectadores nos haya brindado la secuencia escolar más bonita de la historia, que recorre por las calles de París la alegre huida gradual de todo un aula mientras el profesor de gimnasia trota delante, ajeno a su fracaso. Un fracaso mucho mayor que el de Antoine Doinel.


Dicen que la última escena de Los cuatrocientos golpes propone un final abierto, con el protagonista corriendo por una playa deNormandía, viendo sin demasiadas esperanzas el mar de sus deseos. En mi sueño, el desenlace real, aunque fuera del encuadre, es bastante obvio para un espectador atento: Más allá de nuestro campo de visión hay un crítico de cine paseando la misma playa. Se llama André Bazin y topa con el muchacho, que aún necesita mentir para defenderse del mundo. El adulto, que enseguida percibe el desamparo de Antoine y está pensando en que un par de butacas para  la última de Hitchcock pueden ser un buen modo de superar recelos, le pregunta “¿Cómo te llamas?”. Y Doinel contesta “me llamo François Truffaut”.

(Artículo publicado en la revista Culturamas. Abril, 2012)

miércoles, 29 de febrero de 2012

Matar a un ruiseñor


Anoche soñé que volvía a Manderley

Anoche la mansión entre la bruma, imagen británica del desasosiego romántico, dejó paso a la población inmóvil del profundo sur, imagen norteamericana de la infancia y su relación con la maldad y el amor. Anoche, aprovechando el cambio de tiempo, decidimos regalarnos con el verano en blanco y negro de una pequeña población del Estado de Alabama donde las mujeres se duchaban dos veces antes del mediodía y los juicios en la sala del tribunal se sobrellevaban a golpe de abanico. Un lugar en ninguna parte donde pasó sus primeros años la novelista de un solo libro Harper Lee, algo así como la Lampedusa estadounidense, autora de una única novela convertida en la más popular de la Norteamérica del siglo XX, profusa en grandes novelistas y obras inolvidables.

Con un guiño cariñoso a su amigo Capote y un homenaje explícito a su padre, Harper reconstruyó su niñez a través de la pequeña Scout y su hermano Jem, los hijos de un abogado viudo que comparten calle y aventuras con el sobrino de una vecina y acechan el misterio en el porche donde se intuye al anochecer la sombra de Boo Radley, un ruiseñor silencioso.

Robert Mulligan, ese gran director minusvalorado por pertenecer a la generación televisiva (la de Kramer, Altman y Pakula, nada menos), se envolvió en el guión de Horton Foote, la música de Elmer Berstein y la fotografía de Russell Harlan para dar luz a una de esas obras maestras del cine profundamente queridas por el público, esa donde Gregory Peck se puso las gafas de Atticus Finch para demostrar que la heroicidad no necesita subrayados.

La historia de un vecino inquietante y protector, un caso de supuesta violación que apenas enmascara la venganza racial y unos niños aprendiendo lo que merece admiración, piedad o desprecio, está narrada por una Scout adulta que nunca veremos en pantalla. Y no sólo recorre el juicio más verosímil que se ha filmado en Hollywood, sino la memoria sentimental de alguien que fue niña en tiempos sombríos pero que tuvo la suerte de crecer con el ejemplo moral del mejor tirador del condado.

Gregory Peck construye para Mulligan y para todos nosotros el héroe de a pie más emblemático de América: Atticus, un padre de familia generoso y cortés, aunque demasiado viejo para impresionar físicamente a su hijo Jem. Un hombre honesto, valiente y sin prejuicios. Un señor de una pieza, que es capaz de defender la vida de un hombre frente a sus vecinos más levantiscos interponiéndose entre ellos y el condenado con una simple lámpara de lectura y un viejo libro de leyes.

Quizá por eso, más allá de la bajeza de espíritu que demuestran los acusadores de Tom Robinson, de la afición al linchamiento que gastan los ciudadanos de la Depresión o de los terrores imaginarios y reales que acechan en la noche sureña, Matar a un ruiseñor (1962) es una película luminosa y bella que encierra su autenticidad en ese hueco del árbol donde se guardaban los tesoros de infancia, en los columpios hechos con neumáticos viejos, las escapadas nocturnas por el vecindario y las fiestas escolares de las que tienes que regresar disfrazada de jamón. Porque todo ello se recuerda con nostalgia y orgullo cuando tienes como salvaguardia al entrañable Atticus, ese tipo capaz de caminar con los zapatos de todos los hombres.

(Artículo publicado en la revista Culturamas, Febrero 2012)

jueves, 9 de febrero de 2012

SCARAMOUCHE


Anoche soñé que volvía a Manderley

Anoche soñé que la comedia del arte dieciochesca, la literatura popular decimonónica y el cine comercial del siglo XX podían refugiarse tras una sola máscara y contarnos la historia de una venganza condenada al olvido. Una venganza elegante, a la francesa, de las que dirigían con un aplomo ya extinto los directores de Hollywood expertos en el musical, para actores británicos de vocalización impecable y ágil florete.

Stewart Granger interpretaba a André Moreau, el hijo natural de un noble no identificado del Ancien régime, y disfrutaba sin vacilaciones de una renta secreta, un amigo leal y unos amores sobreactuados por una actriz a la caza permanente de protector. El despreocupado Moreau se dedicaba, en fin, a eso que los alemanes llaman “vivir como Dios en Francia”. La revolución aún no había cortado cabezas, aunque las cabezas principales del país querían cambiarlo a través de la agitación o mantenerlo eternamente anclado al “todo para nosotros, pero sin el pueblo”. Asuntos que nada importarían a un vividor como Moreau mientras no corra la sangre de los que aprecia.

En realidad, André no quisiera pertenecer a ninguna causa, ni cuando su amigo y casi hermano Felipe de Valmorín escribe sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad, ni cuando un apuesto marqués parece encubrirlos en su fuga ante los hombres del rey. Esa fuga curiosamente truncada por la farsa de los únicos personajes interesados en defender sus convicciones sobre Francia: Felipe, oculto bajo la firma del idealista Marcus Brutus, y el marqués, que finge aprecio hacia el joven antes de agraviarlo para que se batan en duelo. Porque -ladino como suelen ser los aristócratas con peluca-, el marqués de Maynes tiene una ventaja sobre él que lo convierte en mortífero: contar con la certeza de que los redactores de libelos no saben esgrima. Su duelo con Felipe es, por tanto, otra farsa que atraviesa de acero el corazón de Valmorín y le enseña a su amigo Moreau una lección imposible de olvidar.

Al calor de aquel odio nuevo, André abandonará por fin la sinceridad del disoluto para convertirse en el mejor de los farsantes, en pos de su venganza, embarcándose en la compañía de su amante actriz y asumiendo en ella el papel de galán bufo y enmascarado, de nombre Scaramouche.

Con Scaramouche actuando en los teatros y Moreau aprendiendo a batirse en salas de armas y amaneceres brumosos, el cine de aventuras se despliega en toda su grandeza, avanzando con soltura y no poco humor entre rencores obsesivos, misteriosas genealogías y novelescos amores. Cualquiera que haya sido niño ante esta película se sintió capaz de triunfar en París como paladín revolucionario y comediante, deseó convivir con (y satisfacer a) una artista incendiaria como Leonor, enamorándose al tiempo de la joven y pura Alina de Gavrillac; quiso aprender esgrima con el maestro del enemigo, perfeccionar las estocadas con el maestro del maestro y batirse con el marqués a vida o muerte, sin tregua y sin máscara.

La mejor película de George Sidney nos regala el mejor duelo a espada con el que se pueda soñar. Esperado pero imprevisto, brioso y colorista, acrobático, sin elipsis, teatral. Dicen que Richard Burton se batía cada noche en su Hamlet de Broadway con una fogosidad y un denuedo que trascendían el dopaje galés a base de whisky. Pero Mel Ferrer y Stewart Granger, dos galanes tirando a petimetres, batiéndose por todo el Ambigú durante casi siete minutos y más de cien planos, no pueden superarse ni con Shakespeare. Ni siquiera la prodigiosa banda sonora de Víctor Young interviene en el duelo –nada como un director de musicales para saber cuándo está de más la música-. Sólo suena el revuelo de los asistentes y el tintineo cantarín y sombrío de las espadas, el desagarro de las telas que tapizan el teatro, el golpear seco y hondo de los sacos terreros que caen sobre el escenario con cada cuerda cortada por los duelistas, la respiración repentinamente detenida de todo el público cuando Moreau agota por fin a de Maynes y coloca la punta de su acero sobre el corazón del empelucado marqués.

De cómo y porqué la venganza no se consuma o la amistad entre dos bellezas es posible o Napoleón rubrica la farsa, no quiero apuntar nada aquí. Son cabos sueltos que cada uno puede atar sin ayuda, volviendo a sumergirse en la comedia del arte, en la literatura popular, en el cine de los tiempos de Manderley.

(Artículo publicado en Culturamas, febrero 2012)

jueves, 22 de diciembre de 2011

Esta tierra es mía


Anoche soñé que volvía a Manderley…

Un aula. Un aula antes de que llegue el maestro. Un aula donde los niños se zurran la badana y preparan un recibimiento lleno de humillaciones a quién debería inspirarles un mínimo de respeto. Un aula que es, sin saberlo, el corazón de un pueblo con su monumento al soldado desconocido de la anterior guerra, invadido por los artífices de una guerra nueva, en realidad siempre la misma, la de los sueños imperiales que acometen periódicamente a las naciones.

Un maestro. Un maestro solterón, bondadoso y apocado, que vive bajo la castrante protección de su madre y ama en secreto a su bella y valiente compañera de trabajo, novia del atractivo hombre de negocios local. Un maestro incapaz de declararse a la mujer que quiere, incapaz de enfrentarse a sus obligaciones cívicas o de animar con su ejemplo a los alumnos. Pero inteligente, sensible y generoso.

Un colaboracionista. Acomodado, crédulo, delator, el auténtico cobarde del drama. Inepto para comprender el alcance de sus actos hasta que la verdad de sus nuevos amigos se descubre sin estridencias, con la suavidad con la que se invita a obedecer sin límites para que sean otros los que mueran.

Una mujer. Una mujer con las ideas muy claras respecto al ocupante. Pero con el corazón nublado frente a su peligroso prometido y un hermano secretamente heroico, sus más cercanos afectos. Una novia de luto, resuelta a pesar de todo, que resiste cada sacrificio sabiendo –como sólo las mujeres saben- que es así como se gana.

Un saboteador. Escurridizo, implacable, camuflado bajo una cordialidad con el invasor que le gana el desprecio de sus seres queridos, pero consciente de que la vida de todos y la libertad de la nación están en juego. Que los inocentes no mueren en su lugar, sino con él y cada día.

El verdadero saboteador. El comandante alemán que lee a Tácito y busca cómplices para una “ocupación pacífica”. Un saboteador al que se descubre en toda su crudeza mucho antes de que empiece a fusilar vecinos del pueblo: desde que ordena arrancar las páginas de los libros de Historia, por las propias manos de los alumnos, por indicación de sus maestros, en el aula donde la dignidad perdida acabará recuperándose.

Y un discurso. El discurso que nadie quiere escuchar, porque la Francia enmascarada como “algún país de Europa” estuvo llena de autoridades, comerciantes y madres aterradas que preferían estrechar con desagrado la mano del enemigo antes que sacrificar sus puestos, sus negocios o a sus hijos.

Esta tierra es mía es una película de Jean Renoir, el autor de Boudou salvado de las aguas (1932), Una partida en el campo (1936), Los bajos fondos (1936), La gran ilusión (1937), La regla del juego(1939) y El río (1950). Ahí es nada. Pero la hizo en Hollywood y eso siempre tiene detractores. Además, la segunda película norteamericana de Renoir se planteó como una más de propaganda entre las muchas en las que se ocupaban los estudios a mediados de los años cuarenta. En realidad, esas cosas no importan lo más mínimo cuando el trabajo está en manos de personas con semejante talento: el director Jean Renoir, el guionista Dudley Nichols, el actor Charles Laughton.

Si alguien quiere enfrentarse a un cine comprometido de verdad no le remitiré esta vez a Manderley, sino a una humilde aula de escuela provinciana, a unos niños que ya saben lo que merece más respeto, a un libro del ejecutado profesor Sorel que su temeroso discípulo salva de las llamas, a la lectura de la Declaración de los Derechos del Hombre por Charles Laughton ante sus alumnos en los 5 minutos finales de esta película.

No conozco un modo mejor de recordar lo que a veces significa el cine y lo que debería significar siempre la palabra “ciudadano”.

(Publicado en la revista Culturamas, diciembre 2011)

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Paisà


Anoche soñé que volvía a Manderley…

Anoche vi la cara esculpida en pasmo de Berlusconi, el último politicastro salvaje para esa imprevisible Italia liberada al fin de Silvio por el capital que él mismo adora, y decidí sacudirme la imagen de su mutis con una película sobre la anterior liberación del país que inventó el neorrealismo y que en él sigue, a pesar del diseño.

Paisà, la película intermedia y menos mitificada de su trilogía de la guerra, reúne para el cine los cuentos de soldados y civiles de Roberto Rossellini, el autor de Roma, ciudad abierta y Alemania, año cero, de Stromboli y de Te querré siempre.

La primera película que recuerda haber visto Scorsese, el neoyorkino de Sicilia, retrata el avance de las tropas norteamericanas por Italia durante la Segunda Guerra Mundial pero, sobre todo, a un país devastado y a un pueblo desasistido y resistente. Paisà es la historia de cómo se reinventan los italianos ante un tiempo nuevo y nuevos aliados, sacudiéndose el borrón totalitario a tiros y dejando la fe para los conventos inexpugnables. Paisà está rodada como dispara un partisano, sin uniforme, sin piedad, para sobrevivir a toda costa.

En esta película de episodios (uno en Sicilia, otro en Nápoles, un tercero en Roma, el siguiente en Florencia, otro al norte de los Apeninos…) todos los norteamericanos se llaman Joe. Cuando se despliegan sobre el terreno, parecen tan perdidos como en Oriente Medio 60 años después. Cuando caminan solos entre los cascotes de Nápoles o Roma no tiene mejor ambición que emborracharse e ir de putas. Porque las guerras, cuando se filman con el blanco y negro de la miseria, siempre pintan igual.

En Paisà, los negros siguen siendo los últimos del escalafón, también en Europa y aunque pertenezcan a la policía militar. Por eso son los únicos capaces de entender la penuria sin varones de la cueva de Mergellina, mientras los soldados descendientes de italianos apelan al pueblo familiar que nunca han pisado para seguir avanzando a ciegas por un territorio de sospechas, emboscadas y sacrificio. En Paisà, las mujeres jóvenes esconden su candor bajo maquillajes que las publicitan sin belleza, los edificios renacentistas que aún siguen en pie parecen meros decorados para ocultar escombros, las galerías de arte se han convertido en atajos desoladores y solitarios, el río lleva muertos firmados por el enemigo.

Aquel año de 1946, mientras Hollywood se estilizaba en los laberintos del policíaco y miraba con edulcorado realismo hacia sus combatientes recién licenciados en Los mejores años de nuestra vida, Italia iniciaba entre las ruinas de Nápoles, Florencia y Roma una cinematografía deslumbrante que aún permanece en los altares de la cinefilia mundial. 20 años largos de cine acumulando obras maestras de la mano de Rossellini, Fellini, Visconti, De Sica, Pasolini o Antonioni, pero también gracias a Monicelli, Comencini o Risi.

Ya apenas queda nada de aquel talento, se fue espaciando y disolviendo a medida que nos acercábamos a los años ochenta yBerlusconi fundaba canales de televisión como quien quema mansiones suntuosas para guerras más privadas. Y a noviembre de 2011, descubierta la verdadera debilidad de Silvio como se descubría aquella enfermedad terminal de Rebeca, toda Italia es un Manderley llameante. Esta vez sin aliados y, lo que es peor, sin Rossellini.

(Artículo publicado en la revista Culturamas, noviembre 2011)

sábado, 22 de octubre de 2011

Charada


Anoche soñé que volvía a Manderley

Ayer se nos hizo de noche viendo Charada (1963), la película en la que mis hijas concluyeron, hace ya algún tiempo, que gran parte del mejor cine trata sobre la simulación y la mentira. Aún no han llegado a plantearse que –como la vida- el cine es precisamente eso mismo, mentira y simulación. Pero resulta difícil dar ese paso cuando ves en los primeros minutos cómo Audrey Hepburn vestida de Givenchy conoce a Cary Grant en una estación de Sky donde acecha un niño con una pistola. Por no hablar del “accidente” ferroviario del señor Lampert, los créditos deMaurice Binder o la música de Henry Mancini, que anteceden al encuentro alpino de estos intérpretes deliciosos e imperecederos.

La última gran película de Cary Grant, ese tipo con la barbilla partida al que también le hubiera gustado ser como Cary Grant, es probablemente el resumen de su impecable talento, de toda esa facilidad para ser elegante y deportivo, simpático e inquietante, liviano y melancólico, sincero y mentiroso. La última mentira viva de un Hollywood a punto de cambiar.

La película centro en la filmografía de Audrey Hepburn, después de protagonizar media docena de obras maestras y antes de hacer lo mismo con otras tantas, es el mejor catálogo de su fragilidad y su belleza, de su capacidad de supervivencia, de su inteligente sonrisa, su mirada irrepetible, su mentirosa pureza.

La única película de Audrey y Cary es la mentira contagiosa de un acertijo cinematográfico, de una perfecta Charada. Una mentira que la joven viuda Regine Lampert dice no soportar, pero que usa cuando su seguridad, su felicidad o su vestuario están en juego. La mentira de un galán oportuno y cambiante que siempre tiene una señora en su currículum, aunque sea otro currículum y aunque estén divorciados. La mentira de un tesoro a la vista de todos pero oculto, como la carta robada de Poe. La mentira de un reguero de muertos en pijama, un policía que se corta las uñas en los funerales y un funcionario americano que invita a almuerzos simulados en despachos ajenos. La mentira del suspense como excusa para la comedia, la comedia como excusa para el amor, el amor como excusa para la moda, en un juego de muñecas rusas, falsas, por supuesto.

Su director Stanley Donen, el hombre que regaló a la Humanidad el más bello y tramposo baile bajo la lluvia que se filmará jamás, sabía bien cómo mentirnos y que no nos importara. Le bastó con reunir a Audrey y a Cary, y hacerlo en la ciudad más mentida del planeta, esa donde a medianoche la mitad de sus habitantes ama a la otra mitad, aunque de vez en cuando aparezca un fiambre enfundado en un pijama: París. París y sus esplendidos apartamentos vacíos, París y sus comisarías de bistró. París y sus coquetos hotelitos balconados, sus barcos por el Sena, sus mercadillos filatélicos, sus divertidos cabarets, sus cabinas de madera, su metro acharolado, su patio de columnas del palacio real. París para mentirse y mentir sin rubor sobre los demás y sobre uno mismo, sobre la edad y el deseo, sobre la vida y la muerte. París como un paréntesis siempre hermoso, como un capricho chic, como una broma de amantes. París como una charada inagotable, donde hasta el crujido de las tablas de un escenario teatral puede ser cierto o no.

Al final, por supuesto, Audrey y Cary se quitarán la última máscara y se prometerán matrimonio y muchos hijos, mientras las mías proponen que el próximo domingo pongamos otro clásico sofisticado. Porque cada vez que volvemos a Manderley las mentiras del cine son más verdad que las otras.

(Publicado en la revista Culturamas, octubre 2011)







lunes, 22 de agosto de 2011

Ser o no ser


Anoche soñé que volvía a Manderley…

…Y sus muros tiznados parecían Varsovia cuando Hitler decidió saltarse la dieta vegetariana para tragarse Polonia entera, incluyendo sus teatros. Afortunadamente, el Polski había quedado en pie y en la compañía de los Tura no tenían ninguna Eva Harrington con aspiraciones. Bastante rivalidad gastaban por sí solos María Tura, la más bella actriz polaca, tan famosa que hasta le habían puesto su nombre a una sopa, y ese gran, grandísimo actorque es su marido Joseph. Un hombre vanidoso e inseguro que adora interpretar a Hamlet, hasta que una noche alguien del público se marcha de la platea cuando él comienza el monólogo más famoso de la historia del teatro: Ser o no ser…

El motivo por el que aquel joven abandonaba la sala no es otro que María Tura, a la que le gusta coquetear con sus admiradores pues, como suele decir su asistenta: lo que un marido no sabe no le hace daño a su esposa.

Desbaratando esta armoniosa vida de artistas irrumpió el nazismo. Y el actor que interpretaría a Hitler en la comediaGestapo no pudo defender su parecido físico con el Führer ante el patio de butacas. Para mí no es más que un hombre con un bigotito, dirá el director de la compañía, pero lo cierto es que al poco tiempo se han suspendido los ensayos porque hay un jefe de la auténtica Gestapo en Varsovia, apodadocampo de concentración Ehrhardt, y traidores a la nación como el profesor Siletzky, dispuestos a delatar a los familiares de toda la escuadrilla polaca.


Con ese barro dramático, Lubitsch compuso un tratado alternativo (y anterior) al de Mankiewicz sobre el arte de fingir, donde tampoco las cosas son lo que parecen, pero por diferentes motivos: Aquí la infidelidad se transforma en suerte, la farsa se convierte en valentía y lo trágico se reafirma en la comedia.


Lubitsch sabía que por mucho nazismo que azotase a Europa no hay por qué menospreciar una carcajada. Por eso hay que reír y emocionarse con estos personajes, en su mayoría mezquinos y entrañables, que pueden al mismo tiempo quererse y hacerse burla, pero también salvarse los unos a los otros, dar implacable caza a su enemigo o escupirle las palabras de Shylock a la plana mayor de Hitler en su misma cara.


Una vez le oí explicar a Garci un viejo ejercicio de cinematografía comparada para distinguir los niveles posibles de genio, que tiene como protagonistas a Wilder y a Lubitsch. En la secuencia de Wilder, un camión de riego enfilaría una calle de París donde una pareja se besa apasionadamente. El camión los mojará al pasar, pero los amantes seguirán besándose, abstraídos completamente en su pasión. Es un recurso ingenioso y contundente que Wilder puso en práctica en Ariane (1957) para describir el plus de romanticismo que se le atribuye a esta ciudad. Con esa misma secuencia, Lubitsch habría tomado el punto de vista del conductor del camión que se dirige hacia la pareja; antes de alcanzarla, el conductor detendría el riego y, una vez rebasados, volvería a accionarlo para continuar su trabajo sin que los amantes advirtiesen nada, abstraídos como están en su pasión. El genio en grado sumo. Ser o no ser Lubitsch.


Si esa capacidad para “el toque” se aliña con Shakespeare y Ana Karenina, con la infidelidad y la duda, con los celos profesionales y amateurs, con la suplantación al mismo tiempo cómica y heroica, con la escalofriante estupidez del nazismo y con un chiste de quesos, se obtiene una comedia a la que sólo Wilder sería capaz de acercarse cambiando a Schultz!!! por Vinstoc!!! y a la sofisticada rubia Lombard por la exuberante rubia Monroe.


Siempre que voy al teatro a ver Hamlet, trato de averiguar si sus protagonistas son marido y mujer en la vida real, para levantarme al comienzo del monólogo. Por ver qué pasa. Por volver a Manderley.


(Publicado en la revista Culturamas, agosto 2011)



lunes, 18 de julio de 2011

Casablanca


Anoche soñé que volvía a Manderley…

…Pero iba en un avión, repleto de refugiados de toda Europa, y el fragor nazi de aquella década del 40 terminaba desviando nuestro vuelo hacia Casablanca, en la Francia no ocupada.

Allí, claro, todo el mundo iba a Rick´s, el Café americano donde el primer banquero de Amsterdam ejerce como pastelero de su restaurante, aunque nadie parece comer en Rick´s, sólo beben y fuman sin parar. Y entre banqueros holandeses arruinados, camareros rusos, guitarristas españolas, francesas enamoradizas, soldados alemanes e italianos, refugiados checos, contrabandistas portugueses y resistentes húngaros y noruegos, se tomaba su tiempo en las jugadas, trago a trago, Rick Blaine, un hombre con una herida y un pianista cuya mejor canción está prohibida en el local.


Las leyendas entorno a esta película podrían llenar todo Culturamas. Su extraño proceso de guión, que mezcla el talento de los Epstein y deHoward Koch con las soluciones de Casey Robinson y los chistes privados del reparto; el desconcierto de Ingrid Bergman (“¿estoy enamorada de Lazlo o de Rick?”, “aún no lo sabemos, interpreta algo intermedio”); la furibunda manera de dirigir de Curtiz, que despedía a los figurantes gritando: “Muévete hacia la derecha. Más. Más. Ya estás fuera de la película”.


Bogart, pasados los 40 años, iba a convertirse en el actor más famoso de América con su integro cinismo, su sentido de la amistad y su capacidad para el sacrificio romántico. Gracias a un argumento que ahora parece sencillo: Un antiguo amor huyendo de la guerra reaparece en el bar que regentas en Casablanca. Te dejó plantado sin explicaciones y ahora es la esposa de un héroe de la resistencia que necesita salvoconductos para llegar a América. Pero no sólo te rompió el corazón, sino que además jura que aún te ama. Aunque necesita los salvoconductos, sabe que los tienes tú y eso pone en duda cualquier declaración. ¿Le darás los salvoconductos para que se salven y sigan juntos? ¿Los usarás para fugarte con ella entregando a su marido a los nazis? ¿Le ofrecerás un salvoconducto a Lazlo a cambio de su mujer?


Y desde el punto de vista de Ilsa ¿Te marcharías con Lazlo, al que quieres, o te quedarías con Rick, al que amas? Un penique por tus pensamientos, cinéfila de Manderley.


Porque Bogart era un actor contundente y cuajado que podía llevar smoking de chaqueta blanca y resultar atractivo y amenazador, binomio letal con las mujeres de mundo. Pero Paul Henreid, además de distinguido y vienés, era cuando aceptó el papel de Lazlo más estrella que Bogart. Y tenemos que admitir que la secuencia en la que ordena a la orquesta del bar que toquen La Marsellesa es, aún hoy, más emotiva que aquella en la que Rick le pide a Sam tocar otra vez As time goes bye.


El piano y la voz de Wilson ponen alas a un flasback de lo que Rick e Ilsa tuvieron en París. Pero el himno francés, sin salir del Café, saltando de un intérprete a otro en un encadenado de planos insuperable, conmueve hasta los huesos cuando aplasta poco a poco las canciones guerreras de los soldados alemanes, mientras Ilsa brilla orgullosa de su marido sin saber que es Rick quien le ha concedido a su rival esa oportunidad que va a costarle el cierre de su local.


Esa es la grandeza de Casablanca (1942). Cada escena, cada personaje, central o episódico, fumándose los miedos y emborrachándose de pasión, esperanzas o rencores, viven inmersos en un dédalo de sub-tramas que siempre acaban en Rick, en Ilsa y en Lazlo. La rijosidad de Renault, la habilidad del croupier, las desventuras de los refugiados, el valor de sus jóvenes esposas, el misterioso escondite de los salvoconductos,… todo gira alrededor de “tres pequeños seres en este loco mundo”. Y esos seres son capaces de humillar y de amar, de sincerarse y de mentir, de matar y perder, sabiendo cuando el avión despega que no hay mejor paraíso que el paraíso perdido.


Lo vamos a dejar aquí. Es el momento de tomarme un trago. Ojalá Rick´s siguiera abierto.

lunes, 20 de junio de 2011

Eva al desnudo



Anoche soñé que volvía a Manderley


…Pero mi fantasía sustituyó en la pantalla aquel decorado en ruinas por otro que aún estaba en llamas:

Anoche asistí a la entrega del trofeo Sarah Siddons para actuaciones distinguidas, a tiempo de conocer a lo más granado del teatro newyorkino y presenciar el mejor flashback de la historia del cine. Un flashback para saberlo todo acerca de la ganadora y sobre lo que significa ganar y perder. Todo acerca de Eva Harrington, pero también de Karen Richards y, en especial, de Margo Channing. Porque si algo retrata con exquisita precisión esta película, más allá de las verdades acerca del teatro, la ambición, la fidelidad, el amor, el poder o la fama y su facilidad para convertirse en cenizas, es las tres maneras más absorbentes que existen de ser mujer.

La de Eva, esa joven aspirante a estrella disfrazada de mosquita muerta, experta en la adulación y el chantaje, que a primera vista pasa por una pobre huérfana social, el papel más adecuado para inspirar lástima si eres hermosa; que embauca y seduce con su drama y sus halagos a un grupo de amigos instalados en el éxito; que invade la vida de su ídolo para hacerla irresistiblemente cómoda, mientras aprovecha para estudiarla como el domador estudia al tigre (o viceversa), dispuesta a arrebatárselo todo a la primera oportunidad.

La de Karen, esa abnegada pero atractiva esposa, desenvuelta en un mundo de artistas sin serlo, capaz de cometer las mayores imprudencias por el ingenuo placer de mostrarles a sus amigos la imprevisibilidad de la vida real. La mujer duradera, la que, sin renunciar a sus lealtades, reivindica su espacio y conoce sus méritos. La que sin malicia es capaz de quitar importancia al peligro cuando acecha a su mejor amiga, pero lo percibe en su exacta dimensión en cuanto ronda a su matrimonio.

Y la de Margo. La gran dama de la escena, la fuerte, escéptica, triunfadora e independiente Margo. La crédula, insegura, bondadosa e irritable Margo. Una imponente mujer, tiránica y dulce, protectora y consentida, superviviente y naufrago. Enamorada de un hombre al que no sabe soltar ni retener, arrollándolo alternativamente con su encanto y sus celos. Margo Channing – Bette Davis, la señora indiscutible del teatro (y el cine) americano, incapaz de dominarse o fingir una vez que se baja del escenario y se enfrenta a la propia vida.

Por eso hay, en justicia, tres trofeos para tres mujeres al final de esta obra maestra: El que recibe Karen Richards de manos de su marido, por servicios prestados más allá de lo que exige el deber, cariño. El que se lleva Eva Harrington, por la mejor actuación del año. Y el que consigue Margo Channing cuando, felizmente casada con el hombre al que ama, puede decirle por fin la verdad más terrible sobre el éxito a la nueva estrella de Broadway: No te preocupes por el corazón, Eva. Puedes poner ese premio en su lugar.

jueves, 19 de mayo de 2011

La Heredera



Anoché soñé que volvía a Manderley...

O -más exactamente- a su réplica norteamericana, situada en la Washington Square del escritor Henry James y el cineasta William Wyler. Allí, en un escenario de espléndida prosperidad decimonónica, otra mujer fantasma envenenaba a los vivos con su no-presencia sin necesidad de imponerse desde un inmenso retrato en el rellano de la escalinata. Su representación se reducirá a un daguerrotipo que cabe en un bolsillo y que nunca contemplaremos directamente, sino a través de los ojos de cada personaje que atraviesa esta película hermosa y despiadada como pocas.

La mujer ausente, pero agazapada en cada rincón de la residencia y en cada momento vital de quienes la habitan, es la madre de “la heredera” y el único amor que conoció el Doctor Sloper, hombre tan educado como severo, incapaz de reconocerle a su hija encanto o mérito alguno salvo que borda maravillosamente.

Olivia de Havilland, esa hija aplastada por el modelo que la precedió en la casa y que se llevó a la tumba el corazón de su padre, compone el mejor papel de su carrera como la no demasiado agraciada pero rica soltera, ya no tan joven, que parece conformarse con servir a su progenitor de discreta ama de llaves hasta que un galán inesperado irrumpe en su vida, para cortejarla mientras se come con los ojos la esplendidez de su vivienda.

Después de la abnegación sudista que se llevaría, no el viento, sino ese vendaval llamado Escarlata, y de tantas aventuras caballerescas como compañera virtuosa de un follador de pianos, Olivia demostró lo que podía hacer en una gran película con un gran personaje en el momento clave de su fracaso, cuando tiene que admitir que el supuesto enamorado no vendrá a buscarla porque 10.000 dólares de renta son pocos si se ha soñado con 30.000.

Hay que verla subir los escalones de regreso a su cuarto, ya vencida, para recordar cómo puede un gran intérprete echarse cien años encima sin necesidad de maquilladores. Y cómo pueden después convertirse la humillación y el marchitamiento del alma en elegante furia y en venganza fría, al mejor estilo de la buena cuna. Cada vez que veo a Montgomery Clift en cualquiera de sus papeles posteriores reconozco en su mirada dolorida el zarpazo irreparable que le infringió la heredera.

Wyler, el autor de la mejor carrera de cuadrigas de la historia del cine, igualmente capaz de la sencilla profundidad con la que están narrados Los mejores años de nuestra vida (1946), que de mostrar en una del Oeste repleta de horizontes la diferencia entre la valentía y la rudeza, pone en escena con exquisita precisión una historia terrible, donde la mejor casa de la plácida y acomodada Washington Square puede arder de pasión, de esperanza y de odio, para convertirse en un mausoleo sólo habitado por fantasmas, los muertos y los vivos, tan descorazonador e imponente como Manderley.




miércoles, 27 de abril de 2011

La balada de Cable Hogue


Anoche soñé que volvía a Manderley…

…Y me detuve a medio camino, digamos 1970, en un desierto sin agua, hasta que llegó Jason Robards y la encontró de milagro. Gracias a ese hallazgo, el harapiento Cable Hogue y su amigo predicador con alzacuello giratorio se convertirían en los nuevos personajes duros y desconcertados de Peckinpah, después de aquellos otros mucho más violentos, del mismo Oeste sucio y decadente, que retrataba como nadie el fronterizo de California.

Duelo en la Alta sierra (1962), Mayor Dundee (1965) y Grupo salvaje (1969) precedieron a esta pequeña película llena de encanto, melancolía, humor y mugre. Apenas cuenta una venganza aplazada, la puesta en marcha de un negocio cutre antecesor de las gasolineras y el romance inacabado pero confortable de un pelanas y una puta del Oeste. Pero no hace falta mucho más para una gran película con estructura de balada, textura polvorienta y sub-texto romántico. Porque Jason Robards y Stella Stevens no son Redford y la Streep recitando a Coleridge en medio de un safari, pero Peckinpah demostró que se puede sacar petróleo de un lavado de grupa tanto como de un enjuague de cabello. Y que la cámara lenta, estilizadora de la muerte, puede sustituirse por la rápida, estilizadora de la vida.

La balada de Cable Hogue (1970) es la única película de Peckinpah en la que las cosas del mundo parecen estar en su sitio y las serpientes de cascabel se utilizan para guisar. Por primera y última vez, el mestizo aparcó su ira para filmar lo más parecido a un Capra trasladado al western, donde un hombre insignificante no podrá saber qué sería del mundo, de su desierto, si él no hubiese nacido para encontrar agua, pero tendrá el privilegio de asistir en vida a su propio funeral y compartir, rodeado de deudos, un bonito discurso fúnebre.

Habría sido un excelente broche para la carrera de Peckinpah, el testamento fílmico idóneo, su Gran Torino. Pero aún vendrían, uno tras otro, algunos de sus títulos mayores: Perros de paja (1971), Junior Bonner (1972), La huida (1972), y Pat Garrett & Billy the Kid (1973). De la furia a la nostalgia, de la road movie con recortada al poema estilo Dylan. No está mal para aquel apache de Hollywood pasado de coca y tequila, que llevaba un trapo en la cabeza y armaba películas capaces de resistir todos los tijeretazos que un gran estudio quiera darle al mejor celuloide.

Peckinpah sabía, como Cable, que en el peor de los desiertos puede encontrarse un manantial de agua fresca o de cine imperecedero. Como en las cenizas de Manderley.


(Publicado en la revista Culturamas, abril 2011)




martes, 1 de marzo de 2011

El apartamento


Anoche soñé que volvía a Manderley…


…Y lo que había allí no era una mansión en ruinas sino un apartamento de soltero. El apartamento 2A, sin nombre en la puerta, alquilado por un náufrago que por fin un día vio pisadas en la arena.

Me han dicho que 31.258 personas trabajan aún en la Consolidated Life, una empresa de seguros en la que ese náufrago -C. C. Baxter- ocupaba la mesa 821 acumulando porcentajes en su cabeza sin dejar de ser un tipo listo, astuto y que tiene imaginación. Gracias a ella y a su codiciado apartamento pasaría en tiempo récord de la mesa de tres cifras al puesto de Ayudante de dirección, convirtiéndose en el directivo más joven, después del nieto del director de la Compañía, claro está. Puro sueño americano. Pero como le dijo el señor Sheldrake al despertarle: hay que trabajar durante muchos años para llegar al piso 27 pero bastan 30 segundos para llegar a la calle.

Números, todo números en un mundo rabiosamente similar al nuestro, con su mando a distancia para huir de la soledad y de los anuncios cambiando a otro canal, con sus platos pre-cocinados e individuales, con sus frascos de pastillas para dormir… El New York del oficinista de 1960, cuya ambición profesional se reducía a un despacho propio y una llave para el lavabo de los jefes, aunque mear a su lado no dependiera de la capacidad de trabajo sino de comprarles licor y galletitas de queso que desmigarían sobre sus queridas en el sofá del apartamento de Baxter.

Y es que hace cincuenta años largos, el dios de los cineastas ateos llamado Billy Wilder sabía que, en las Consolidated del primer mundo, a nadie le importaba ya producir otra cosa que datos y confianza con los que aguantar funcionando al sistema y tener las manos libres para ponerlas sobre la ascensorista guapa y vulnerable. Ella misma lo dice al descubrir que ama a un hombre mezquino: Hay víctimas y aprovechados. Es el sino de cada cual y no tiene remedio.

A partir de ahí, nada mejor que aprovechar el apartamento de un subordinado donde evitar escenas o encuentros desagradables que pongan a la esposa en alerta y a la amante en fuga. La mayoría de lo subordinados, en 1960 y ahora, son complacientes cuando se trata de un jefe, o de cinco rifándose tu dignidad por riguroso turno. Hace falta ser de verdad un mensch (es decir, todo un hombre), para plantarse y decir no, aunque sea tarde y por la persona amada. Aunque ella ame al todopoderoso Sheldrake, ese amor le cueste un lavado de estómago y piense que tendría que inventarse una sonda para lavar el corazón.

Jack Lemmon y Shirley McLaine, C. C. Baxter y la señorita Kubelik, tienen que renunciar a sus sueños o, si se quiere, sólo a sus empleos, para dejar de hacer lo que se espera de ellos y mirarse por fin el uno al otro. Lo conseguirán en ese apartamento que va a quedarse vacío, después del champán y dándose cartas, porque la vida consiste precisamente en eso: perder muchas bazas y jugar de nuevo.