jueves, 30 de abril de 2020
Pánico en las calles
viernes, 25 de mayo de 2012
La Perla
sábado, 21 de abril de 2012
Los 400 golpes
miércoles, 29 de febrero de 2012
Matar a un ruiseñor

Robert Mulligan, ese gran director minusvalorado por pertenecer a la generación televisiva (la de Kramer, Altman y Pakula, nada menos), se envolvió en el guión de Horton Foote, la música de Elmer Berstein y la fotografía de Russell Harlan para dar luz a una de esas obras maestras del cine profundamente queridas por el público, esa donde Gregory Peck se puso las gafas de Atticus Finch para demostrar que la heroicidad no necesita subrayados.
Gregory Peck construye para Mulligan y para todos nosotros el héroe de a pie más emblemático de América: Atticus, un padre de familia generoso y cortés, aunque demasiado viejo para impresionar físicamente a su hijo Jem. Un hombre honesto, valiente y sin prejuicios. Un señor de una pieza, que es capaz de defender la vida de un hombre frente a sus vecinos más levantiscos interponiéndose entre ellos y el condenado con una simple lámpara de lectura y un viejo libro de leyes.
jueves, 9 de febrero de 2012
SCARAMOUCHE

jueves, 22 de diciembre de 2011
Esta tierra es mía

miércoles, 30 de noviembre de 2011
Paisà

Anoche soñé que volvía a Manderley…
Anoche vi la cara esculpida en pasmo de Berlusconi, el último politicastro salvaje para esa imprevisible Italia liberada al fin de Silvio por el capital que él mismo adora, y decidí sacudirme la imagen de su mutis con una película sobre la anterior liberación del país que inventó el neorrealismo y que en él sigue, a pesar del diseño.
Paisà, la película intermedia y menos mitificada de su trilogía de la guerra, reúne para el cine los cuentos de soldados y civiles de Roberto Rossellini, el autor de Roma, ciudad abierta y Alemania, año cero, de Stromboli y de Te querré siempre.
La primera película que recuerda haber visto Scorsese, el neoyorkino de Sicilia, retrata el avance de las tropas norteamericanas por Italia durante la Segunda Guerra Mundial pero, sobre todo, a un país devastado y a un pueblo desasistido y resistente. Paisà es la historia de cómo se reinventan los italianos ante un tiempo nuevo y nuevos aliados, sacudiéndose el borrón totalitario a tiros y dejando la fe para los conventos inexpugnables. Paisà está rodada como dispara un partisano, sin uniforme, sin piedad, para sobrevivir a toda costa.
En esta película de episodios (uno en Sicilia, otro en Nápoles, un tercero en Roma, el siguiente en Florencia, otro al norte de los Apeninos…) todos los norteamericanos se llaman Joe. Cuando se despliegan sobre el terreno, parecen tan perdidos como en Oriente Medio 60 años después. Cuando caminan solos entre los cascotes de Nápoles o Roma no tiene mejor ambición que emborracharse e ir de putas. Porque las guerras, cuando se filman con el blanco y negro de la miseria, siempre pintan igual.
En Paisà, los negros siguen siendo los últimos del escalafón, también en Europa y aunque pertenezcan a la policía militar. Por eso son los únicos capaces de entender la penuria sin varones de la cueva de Mergellina, mientras los soldados descendientes de italianos apelan al pueblo familiar que nunca han pisado para seguir avanzando a ciegas por un territorio de sospechas, emboscadas y sacrificio. En Paisà, las mujeres jóvenes esconden su candor bajo maquillajes que las publicitan sin belleza, los edificios renacentistas que aún siguen en pie parecen meros decorados para ocultar escombros, las galerías de arte se han convertido en atajos desoladores y solitarios, el río lleva muertos firmados por el enemigo.
Aquel año de 1946, mientras Hollywood se estilizaba en los laberintos del policíaco y miraba con edulcorado realismo hacia sus combatientes recién licenciados en Los mejores años de nuestra vida, Italia iniciaba entre las ruinas de Nápoles, Florencia y Roma una cinematografía deslumbrante que aún permanece en los altares de la cinefilia mundial. 20 años largos de cine acumulando obras maestras de la mano de Rossellini, Fellini, Visconti, De Sica, Pasolini o Antonioni, pero también gracias a Monicelli, Comencini o Risi.
Ya apenas queda nada de aquel talento, se fue espaciando y disolviendo a medida que nos acercábamos a los años ochenta yBerlusconi fundaba canales de televisión como quien quema mansiones suntuosas para guerras más privadas. Y a noviembre de 2011, descubierta la verdadera debilidad de Silvio como se descubría aquella enfermedad terminal de Rebeca, toda Italia es un Manderley llameante. Esta vez sin aliados y, lo que es peor, sin Rossellini.
(Artículo publicado en la revista Culturamas, noviembre 2011)
sábado, 22 de octubre de 2011
Charada

Anoche soñé que volvía a Manderley
Ayer se nos hizo de noche viendo Charada (1963), la película en la que mis hijas concluyeron, hace ya algún tiempo, que gran parte del mejor cine trata sobre la simulación y la mentira. Aún no han llegado a plantearse que –como la vida- el cine es precisamente eso mismo, mentira y simulación. Pero resulta difícil dar ese paso cuando ves en los primeros minutos cómo Audrey Hepburn vestida de Givenchy conoce a Cary Grant en una estación de Sky donde acecha un niño con una pistola. Por no hablar del “accidente” ferroviario del señor Lampert, los créditos deMaurice Binder o la música de Henry Mancini, que anteceden al encuentro alpino de estos intérpretes deliciosos e imperecederos.
La última gran película de Cary Grant, ese tipo con la barbilla partida al que también le hubiera gustado ser como Cary Grant, es probablemente el resumen de su impecable talento, de toda esa facilidad para ser elegante y deportivo, simpático e inquietante, liviano y melancólico, sincero y mentiroso. La última mentira viva de un Hollywood a punto de cambiar.
La película centro en la filmografía de Audrey Hepburn, después de protagonizar media docena de obras maestras y antes de hacer lo mismo con otras tantas, es el mejor catálogo de su fragilidad y su belleza, de su capacidad de supervivencia, de su inteligente sonrisa, su mirada irrepetible, su mentirosa pureza.
La única película de Audrey y Cary es la mentira contagiosa de un acertijo cinematográfico, de una perfecta Charada. Una mentira que la joven viuda Regine Lampert dice no soportar, pero que usa cuando su seguridad, su felicidad o su vestuario están en juego. La mentira de un galán oportuno y cambiante que siempre tiene una señora en su currículum, aunque sea otro currículum y aunque estén divorciados. La mentira de un tesoro a la vista de todos pero oculto, como la carta robada de Poe. La mentira de un reguero de muertos en pijama, un policía que se corta las uñas en los funerales y un funcionario americano que invita a almuerzos simulados en despachos ajenos. La mentira del suspense como excusa para la comedia, la comedia como excusa para el amor, el amor como excusa para la moda, en un juego de muñecas rusas, falsas, por supuesto.
Su director Stanley Donen, el hombre que regaló a la Humanidad el más bello y tramposo baile bajo la lluvia que se filmará jamás, sabía bien cómo mentirnos y que no nos importara. Le bastó con reunir a Audrey y a Cary, y hacerlo en la ciudad más mentida del planeta, esa donde a medianoche la mitad de sus habitantes ama a la otra mitad, aunque de vez en cuando aparezca un fiambre enfundado en un pijama: París. París y sus esplendidos apartamentos vacíos, París y sus comisarías de bistró. París y sus coquetos hotelitos balconados, sus barcos por el Sena, sus mercadillos filatélicos, sus divertidos cabarets, sus cabinas de madera, su metro acharolado, su patio de columnas del palacio real. París para mentirse y mentir sin rubor sobre los demás y sobre uno mismo, sobre la edad y el deseo, sobre la vida y la muerte. París como un paréntesis siempre hermoso, como un capricho chic, como una broma de amantes. París como una charada inagotable, donde hasta el crujido de las tablas de un escenario teatral puede ser cierto o no.
Al final, por supuesto, Audrey y Cary se quitarán la última máscara y se prometerán matrimonio y muchos hijos, mientras las mías proponen que el próximo domingo pongamos otro clásico sofisticado. Porque cada vez que volvemos a Manderley las mentiras del cine son más verdad que las otras.
(Publicado en la revista Culturamas, octubre 2011)
lunes, 22 de agosto de 2011
Ser o no ser

Desbaratando esta armoniosa vida de artistas irrumpió el nazismo. Y el actor que interpretaría a Hitler en la comediaGestapo no pudo defender su parecido físico con el Führer ante el patio de butacas. Para mí no es más que un hombre con un bigotito, dirá el director de la compañía, pero lo cierto es que al poco tiempo se han suspendido los ensayos porque hay un jefe de la auténtica Gestapo en Varsovia, apodadocampo de concentración Ehrhardt, y traidores a la nación como el profesor Siletzky, dispuestos a delatar a los familiares de toda la escuadrilla polaca.
Con ese barro dramático, Lubitsch compuso un tratado alternativo (y anterior) al de Mankiewicz sobre el arte de fingir, donde tampoco las cosas son lo que parecen, pero por diferentes motivos: Aquí la infidelidad se transforma en suerte, la farsa se convierte en valentía y lo trágico se reafirma en la comedia.
Lubitsch sabía que por mucho nazismo que azotase a Europa no hay por qué menospreciar una carcajada. Por eso hay que reír y emocionarse con estos personajes, en su mayoría mezquinos y entrañables, que pueden al mismo tiempo quererse y hacerse burla, pero también salvarse los unos a los otros, dar implacable caza a su enemigo o escupirle las palabras de Shylock a la plana mayor de Hitler en su misma cara.
Una vez le oí explicar a Garci un viejo ejercicio de cinematografía comparada para distinguir los niveles posibles de genio, que tiene como protagonistas a Wilder y a Lubitsch. En la secuencia de Wilder, un camión de riego enfilaría una calle de París donde una pareja se besa apasionadamente. El camión los mojará al pasar, pero los amantes seguirán besándose, abstraídos completamente en su pasión. Es un recurso ingenioso y contundente que Wilder puso en práctica en Ariane (1957) para describir el plus de romanticismo que se le atribuye a esta ciudad. Con esa misma secuencia, Lubitsch habría tomado el punto de vista del conductor del camión que se dirige hacia la pareja; antes de alcanzarla, el conductor detendría el riego y, una vez rebasados, volvería a accionarlo para continuar su trabajo sin que los amantes advirtiesen nada, abstraídos como están en su pasión. El genio en grado sumo. Ser o no ser Lubitsch.
Si esa capacidad para “el toque” se aliña con Shakespeare y Ana Karenina, con la infidelidad y la duda, con los celos profesionales y amateurs, con la suplantación al mismo tiempo cómica y heroica, con la escalofriante estupidez del nazismo y con un chiste de quesos, se obtiene una comedia a la que sólo Wilder sería capaz de acercarse cambiando a Schultz!!! por Vinstoc!!! y a la sofisticada rubia Lombard por la exuberante rubia Monroe.
Siempre que voy al teatro a ver Hamlet, trato de averiguar si sus protagonistas son marido y mujer en la vida real, para levantarme al comienzo del monólogo. Por ver qué pasa. Por volver a Manderley.
lunes, 18 de julio de 2011
Casablanca

Allí, claro, todo el mundo iba a Rick´s, el Café americano donde el primer banquero de Amsterdam ejerce como pastelero de su restaurante, aunque nadie parece comer en Rick´s, sólo beben y fuman sin parar. Y entre banqueros holandeses arruinados, camareros rusos, guitarristas españolas, francesas enamoradizas, soldados alemanes e italianos, refugiados checos, contrabandistas portugueses y resistentes húngaros y noruegos, se tomaba su tiempo en las jugadas, trago a trago, Rick Blaine, un hombre con una herida y un pianista cuya mejor canción está prohibida en el local.
Las leyendas entorno a esta película podrían llenar todo Culturamas. Su extraño proceso de guión, que mezcla el talento de los Epstein y deHoward Koch con las soluciones de Casey Robinson y los chistes privados del reparto; el desconcierto de Ingrid Bergman (“¿estoy enamorada de Lazlo o de Rick?”, “aún no lo sabemos, interpreta algo intermedio”); la furibunda manera de dirigir de Curtiz, que despedía a los figurantes gritando: “Muévete hacia la derecha. Más. Más. Ya estás fuera de la película”.
Bogart, pasados los 40 años, iba a convertirse en el actor más famoso de América con su integro cinismo, su sentido de la amistad y su capacidad para el sacrificio romántico. Gracias a un argumento que ahora parece sencillo: Un antiguo amor huyendo de la guerra reaparece en el bar que regentas en Casablanca. Te dejó plantado sin explicaciones y ahora es la esposa de un héroe de la resistencia que necesita salvoconductos para llegar a América. Pero no sólo te rompió el corazón, sino que además jura que aún te ama. Aunque necesita los salvoconductos, sabe que los tienes tú y eso pone en duda cualquier declaración. ¿Le darás los salvoconductos para que se salven y sigan juntos? ¿Los usarás para fugarte con ella entregando a su marido a los nazis? ¿Le ofrecerás un salvoconducto a Lazlo a cambio de su mujer?
Y desde el punto de vista de Ilsa ¿Te marcharías con Lazlo, al que quieres, o te quedarías con Rick, al que amas? Un penique por tus pensamientos, cinéfila de Manderley.
Porque Bogart era un actor contundente y cuajado que podía llevar smoking de chaqueta blanca y resultar atractivo y amenazador, binomio letal con las mujeres de mundo. Pero Paul Henreid, además de distinguido y vienés, era cuando aceptó el papel de Lazlo más estrella que Bogart. Y tenemos que admitir que la secuencia en la que ordena a la orquesta del bar que toquen La Marsellesa es, aún hoy, más emotiva que aquella en la que Rick le pide a Sam tocar otra vez As time goes bye.
El piano y la voz de Wilson ponen alas a un flasback de lo que Rick e Ilsa tuvieron en París. Pero el himno francés, sin salir del Café, saltando de un intérprete a otro en un encadenado de planos insuperable, conmueve hasta los huesos cuando aplasta poco a poco las canciones guerreras de los soldados alemanes, mientras Ilsa brilla orgullosa de su marido sin saber que es Rick quien le ha concedido a su rival esa oportunidad que va a costarle el cierre de su local.
Esa es la grandeza de Casablanca (1942). Cada escena, cada personaje, central o episódico, fumándose los miedos y emborrachándose de pasión, esperanzas o rencores, viven inmersos en un dédalo de sub-tramas que siempre acaban en Rick, en Ilsa y en Lazlo. La rijosidad de Renault, la habilidad del croupier, las desventuras de los refugiados, el valor de sus jóvenes esposas, el misterioso escondite de los salvoconductos,… todo gira alrededor de “tres pequeños seres en este loco mundo”. Y esos seres son capaces de humillar y de amar, de sincerarse y de mentir, de matar y perder, sabiendo cuando el avión despega que no hay mejor paraíso que el paraíso perdido.
Lo vamos a dejar aquí. Es el momento de tomarme un trago. Ojalá Rick´s siguiera abierto.
lunes, 20 de junio de 2011
Eva al desnudo

…Pero mi fantasía sustituyó en la pantalla aquel decorado en ruinas por otro que aún estaba en llamas:
jueves, 19 de mayo de 2011
La Heredera

Wyler, el autor de la mejor carrera de cuadrigas de la historia del cine, igualmente capaz de la sencilla profundidad con la que están narrados Los mejores años de nuestra vida (1946), que de mostrar en una del Oeste repleta de horizontes la diferencia entre la valentía y la rudeza, pone en escena con exquisita precisión una historia terrible, donde la mejor casa de la plácida y acomodada Washington Square puede arder de pasión, de esperanza y de odio, para convertirse en un mausoleo sólo habitado por fantasmas, los muertos y los vivos, tan descorazonador e imponente como Manderley.
miércoles, 27 de abril de 2011
La balada de Cable Hogue

Habría sido un excelente broche para la carrera de Peckinpah, el testamento fílmico idóneo, su Gran Torino. Pero aún vendrían, uno tras otro, algunos de sus títulos mayores: Perros de paja (1971), Junior Bonner (1972), La huida (1972), y Pat Garrett & Billy the Kid (1973). De la furia a la nostalgia, de la road movie con recortada al poema estilo Dylan. No está mal para aquel apache de Hollywood pasado de coca y tequila, que llevaba un trapo en la cabeza y armaba películas capaces de resistir todos los tijeretazos que un gran estudio quiera darle al mejor celuloide.
Peckinpah sabía, como Cable, que en el peor de los desiertos puede encontrarse un manantial de agua fresca o de cine imperecedero. Como en las cenizas de Manderley.
martes, 1 de marzo de 2011
El apartamento

…Y lo que había allí no era una mansión en ruinas sino un apartamento de soltero. El apartamento 2A, sin nombre en la puerta, alquilado por un náufrago que por fin un día vio pisadas en la arena.
Números, todo números en un mundo rabiosamente similar al nuestro, con su mando a distancia para huir de la soledad y de los anuncios cambiando a otro canal, con sus platos pre-cocinados e individuales, con sus frascos de pastillas para dormir… El New York del oficinista de 1960, cuya ambición profesional se reducía a un despacho propio y una llave para el lavabo de los jefes, aunque mear a su lado no dependiera de la capacidad de trabajo sino de comprarles licor y galletitas de queso que desmigarían sobre sus queridas en el sofá del apartamento de Baxter.
Y es que hace cincuenta años largos, el dios de los cineastas ateos llamado Billy Wilder sabía que, en las Consolidated del primer mundo, a nadie le importaba ya producir otra cosa que datos y confianza con los que aguantar funcionando al sistema y tener las manos libres para ponerlas sobre la ascensorista guapa y vulnerable. Ella misma lo dice al descubrir que ama a un hombre mezquino: Hay víctimas y aprovechados. Es el sino de cada cual y no tiene remedio.
A partir de ahí, nada mejor que aprovechar el apartamento de un subordinado donde evitar escenas o encuentros desagradables que pongan a la esposa en alerta y a la amante en fuga. La mayoría de lo subordinados, en 1960 y ahora, son complacientes cuando se trata de un jefe, o de cinco rifándose tu dignidad por riguroso turno. Hace falta ser de verdad un mensch (es decir, todo un hombre), para plantarse y decir no, aunque sea tarde y por la persona amada. Aunque ella ame al todopoderoso Sheldrake, ese amor le cueste un lavado de estómago y piense que tendría que inventarse una sonda para lavar el corazón.
Jack Lemmon y Shirley McLaine, C. C. Baxter y la señorita Kubelik, tienen que renunciar a sus sueños o, si se quiere, sólo a sus empleos, para dejar de hacer lo que se espera de ellos y mirarse por fin el uno al otro. Lo conseguirán en ese apartamento que va a quedarse vacío, después del champán y dándose cartas, porque la vida consiste precisamente en eso: perder muchas bazas y jugar de nuevo.