miércoles, 29 de febrero de 2012

Matar a un ruiseñor


Anoche soñé que volvía a Manderley

Anoche la mansión entre la bruma, imagen británica del desasosiego romántico, dejó paso a la población inmóvil del profundo sur, imagen norteamericana de la infancia y su relación con la maldad y el amor. Anoche, aprovechando el cambio de tiempo, decidimos regalarnos con el verano en blanco y negro de una pequeña población del Estado de Alabama donde las mujeres se duchaban dos veces antes del mediodía y los juicios en la sala del tribunal se sobrellevaban a golpe de abanico. Un lugar en ninguna parte donde pasó sus primeros años la novelista de un solo libro Harper Lee, algo así como la Lampedusa estadounidense, autora de una única novela convertida en la más popular de la Norteamérica del siglo XX, profusa en grandes novelistas y obras inolvidables.

Con un guiño cariñoso a su amigo Capote y un homenaje explícito a su padre, Harper reconstruyó su niñez a través de la pequeña Scout y su hermano Jem, los hijos de un abogado viudo que comparten calle y aventuras con el sobrino de una vecina y acechan el misterio en el porche donde se intuye al anochecer la sombra de Boo Radley, un ruiseñor silencioso.

Robert Mulligan, ese gran director minusvalorado por pertenecer a la generación televisiva (la de Kramer, Altman y Pakula, nada menos), se envolvió en el guión de Horton Foote, la música de Elmer Berstein y la fotografía de Russell Harlan para dar luz a una de esas obras maestras del cine profundamente queridas por el público, esa donde Gregory Peck se puso las gafas de Atticus Finch para demostrar que la heroicidad no necesita subrayados.

La historia de un vecino inquietante y protector, un caso de supuesta violación que apenas enmascara la venganza racial y unos niños aprendiendo lo que merece admiración, piedad o desprecio, está narrada por una Scout adulta que nunca veremos en pantalla. Y no sólo recorre el juicio más verosímil que se ha filmado en Hollywood, sino la memoria sentimental de alguien que fue niña en tiempos sombríos pero que tuvo la suerte de crecer con el ejemplo moral del mejor tirador del condado.

Gregory Peck construye para Mulligan y para todos nosotros el héroe de a pie más emblemático de América: Atticus, un padre de familia generoso y cortés, aunque demasiado viejo para impresionar físicamente a su hijo Jem. Un hombre honesto, valiente y sin prejuicios. Un señor de una pieza, que es capaz de defender la vida de un hombre frente a sus vecinos más levantiscos interponiéndose entre ellos y el condenado con una simple lámpara de lectura y un viejo libro de leyes.

Quizá por eso, más allá de la bajeza de espíritu que demuestran los acusadores de Tom Robinson, de la afición al linchamiento que gastan los ciudadanos de la Depresión o de los terrores imaginarios y reales que acechan en la noche sureña, Matar a un ruiseñor (1962) es una película luminosa y bella que encierra su autenticidad en ese hueco del árbol donde se guardaban los tesoros de infancia, en los columpios hechos con neumáticos viejos, las escapadas nocturnas por el vecindario y las fiestas escolares de las que tienes que regresar disfrazada de jamón. Porque todo ello se recuerda con nostalgia y orgullo cuando tienes como salvaguardia al entrañable Atticus, ese tipo capaz de caminar con los zapatos de todos los hombres.

(Artículo publicado en la revista Culturamas, Febrero 2012)

jueves, 9 de febrero de 2012

SCARAMOUCHE


Anoche soñé que volvía a Manderley

Anoche soñé que la comedia del arte dieciochesca, la literatura popular decimonónica y el cine comercial del siglo XX podían refugiarse tras una sola máscara y contarnos la historia de una venganza condenada al olvido. Una venganza elegante, a la francesa, de las que dirigían con un aplomo ya extinto los directores de Hollywood expertos en el musical, para actores británicos de vocalización impecable y ágil florete.

Stewart Granger interpretaba a André Moreau, el hijo natural de un noble no identificado del Ancien régime, y disfrutaba sin vacilaciones de una renta secreta, un amigo leal y unos amores sobreactuados por una actriz a la caza permanente de protector. El despreocupado Moreau se dedicaba, en fin, a eso que los alemanes llaman “vivir como Dios en Francia”. La revolución aún no había cortado cabezas, aunque las cabezas principales del país querían cambiarlo a través de la agitación o mantenerlo eternamente anclado al “todo para nosotros, pero sin el pueblo”. Asuntos que nada importarían a un vividor como Moreau mientras no corra la sangre de los que aprecia.

En realidad, André no quisiera pertenecer a ninguna causa, ni cuando su amigo y casi hermano Felipe de Valmorín escribe sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad, ni cuando un apuesto marqués parece encubrirlos en su fuga ante los hombres del rey. Esa fuga curiosamente truncada por la farsa de los únicos personajes interesados en defender sus convicciones sobre Francia: Felipe, oculto bajo la firma del idealista Marcus Brutus, y el marqués, que finge aprecio hacia el joven antes de agraviarlo para que se batan en duelo. Porque -ladino como suelen ser los aristócratas con peluca-, el marqués de Maynes tiene una ventaja sobre él que lo convierte en mortífero: contar con la certeza de que los redactores de libelos no saben esgrima. Su duelo con Felipe es, por tanto, otra farsa que atraviesa de acero el corazón de Valmorín y le enseña a su amigo Moreau una lección imposible de olvidar.

Al calor de aquel odio nuevo, André abandonará por fin la sinceridad del disoluto para convertirse en el mejor de los farsantes, en pos de su venganza, embarcándose en la compañía de su amante actriz y asumiendo en ella el papel de galán bufo y enmascarado, de nombre Scaramouche.

Con Scaramouche actuando en los teatros y Moreau aprendiendo a batirse en salas de armas y amaneceres brumosos, el cine de aventuras se despliega en toda su grandeza, avanzando con soltura y no poco humor entre rencores obsesivos, misteriosas genealogías y novelescos amores. Cualquiera que haya sido niño ante esta película se sintió capaz de triunfar en París como paladín revolucionario y comediante, deseó convivir con (y satisfacer a) una artista incendiaria como Leonor, enamorándose al tiempo de la joven y pura Alina de Gavrillac; quiso aprender esgrima con el maestro del enemigo, perfeccionar las estocadas con el maestro del maestro y batirse con el marqués a vida o muerte, sin tregua y sin máscara.

La mejor película de George Sidney nos regala el mejor duelo a espada con el que se pueda soñar. Esperado pero imprevisto, brioso y colorista, acrobático, sin elipsis, teatral. Dicen que Richard Burton se batía cada noche en su Hamlet de Broadway con una fogosidad y un denuedo que trascendían el dopaje galés a base de whisky. Pero Mel Ferrer y Stewart Granger, dos galanes tirando a petimetres, batiéndose por todo el Ambigú durante casi siete minutos y más de cien planos, no pueden superarse ni con Shakespeare. Ni siquiera la prodigiosa banda sonora de Víctor Young interviene en el duelo –nada como un director de musicales para saber cuándo está de más la música-. Sólo suena el revuelo de los asistentes y el tintineo cantarín y sombrío de las espadas, el desagarro de las telas que tapizan el teatro, el golpear seco y hondo de los sacos terreros que caen sobre el escenario con cada cuerda cortada por los duelistas, la respiración repentinamente detenida de todo el público cuando Moreau agota por fin a de Maynes y coloca la punta de su acero sobre el corazón del empelucado marqués.

De cómo y porqué la venganza no se consuma o la amistad entre dos bellezas es posible o Napoleón rubrica la farsa, no quiero apuntar nada aquí. Son cabos sueltos que cada uno puede atar sin ayuda, volviendo a sumergirse en la comedia del arte, en la literatura popular, en el cine de los tiempos de Manderley.

(Artículo publicado en Culturamas, febrero 2012)