miércoles, 30 de octubre de 2013

Una serie esforzada no es siempre una gran serie



No he leído El tiempo entre costuras. No por nada, hasta lo tengo en casa, esperando turno como otros muchos libros. Pero, por lo que llevo oído, tengo la sensación de que es una historia cuyo éxito radica en gran parte en la apuesta de la narradora por la Aventura. Ese género que antes estaba más enfocado a los lectores y que ahora es favorito de las lectoras que quieren grandes heroínas embarcadas en grandes epopeyas personales, con su parte romántica, su aderezo cosmopolita, su fondo histórico, sus intrigas y sus cosas. 

Hubo un tiempo en que al autor que utilizaba estos mimbres, si quería hacérsele un elogio, le nombraban nuevo abanderado del “placer de narrar”.

Hacer aquí y ahora una serie de televisión de un libro de este género entraña grandes riesgos, aunque el libro haya sido un fenómeno de ventas o incluso por eso. Hay mucho escenario, mucho personaje y mucha emoción sumados a la dificultad de retratar una aventurera de la primera mitad del siglo XX en España o sus protectorados sin caer en lo rancio ni en el falsete.

Para esto los anglosajones tienen cierta ventaja: No han de vérselas con una guerra civil que sigue levantando ampollas a diestro y siniestro (cuando no tremenda pereza) y cuentan con una larga tradición narrativa en papel y pantalla de viajeros ingleses transitando con distinción por sus colonias el fragor del siglo.

En ese sentido, los dos primeros episodios de la serie que adapta para la televisión El tiempo entre costuras, resuelven con habilidad la tensión prebélica de la Península (obviándola en un 90 por ciento) y cuentan muy pronto con un escenario donde la aventura empieza, ideal para la atmósfera que una aventura precisa: Marruecos.

Convertir la inestabilidad capitalina del momento previo al golpe militar en algo que a los protagonistas poco o nada les interesa resulta razonablemente verosímil si tenemos en cuenta que se trata de costureras en un taller y que los hombres con papel son un pobre enamorado sin ambiciones y un guaperas canalla. Personas a las que la política les importa poco, más allá de lo que afecta al avituallamiento diario, al flujo de trabajo, al puesto en la administración, a las posibilidades para el amor.

Y de ahí, al cosmopolitismo de Tánger años 30, donde el escenario permite darle espacio y tiempo al personaje central para empezar a sufrir, convertirse en proscrita, hacer enemigos, conseguir aliadas y recuperar su aguja de coser. 

Todo narrativamente aseado y atractivo a la vista gracias a un esforzado diseño de producción que no escatima en reparto, vestuario, interiores, ciudad y paisaje.


Supongo que estáis esperando el "pero..." Tenía que llegar, claro. 

Y es que estas series "de época", amigos míos, las hacía TVE sin despeinarse hace un porrón de años democráticos. Ahora parecen (o son) un lujo de tal magnitud que su buena factura se vende como un valor en sí mismo, si no el principal, cuando no lo es. O no basta. Los guiones necesitan nervio, los intérpretes talento y buena dicción, la cámara sensibilidad, el montaje ritmo. Y en todo esto, lo que va de serie mantiene el tipo a duras penas. 

Nada que decir a la elección de la protagonista. Adriana Ugarte es una actriz muy capaz, además de guapa, que puede aguantar sobre su espalda cuantas aventuras le pongan por delante. Pero el primer galán que le echan al ruedo, mas allá de la percha de Brosnan castizo (o cubano) que luce, es un error de casting que sospecho ha necesitado de la muleta del doblaje. Raul Arévalo hace lo que puede con un papel blando, de vuelo corto, y la madre de la heroína (Elvira Domínguez), su jefa (Elena Irureta) y la amiga de taller (Pepa Rus), tienen tablas suficientes para resolver lo poco que hasta ahora les toca. 

Pero llegamos a Marruecos y las elecciones actorales se hacen más discutibles. Uno se imagina a la recientemente desparecida Amparo Soler Leal en sus buenos tiempos, haciendo el papel de Candelaria y regentando la pensión en lugar de Mari Carmen Sánchezy hasta las mismas líneas de diálogo parecen otras. Por no hablar de sus pensionistas. ¡Con los característicos que ha tenido el cine español! Cualquier reparto de Berlanga o Camus te llenaba de verdad un momento cotidiano, un lance dramático, un detalle de simpatía o una bronca con una solvencia que parece hoy desaparecida.

Claro que, para ser justos, hablamos de gente dirigida por Berlanga o Camus, diciendo los diálogos de sus guionistas. A ninguno de ellos se le hubiera ocurrido plantear de un modo tan poco creíble la escena en la que dos mujeres de aquella época van a una taberna de Tetuán para ver quién les compra un montón de pistolas. ¡Y lo que le hubieran sacado a la potencia narrativa de esa noche en la que Sira sale a jugársela por el laberinto de la ciudad disfrazada de mora!


La puesta en escena debe ser la simbiosis perfecta entre decorado, actores y movimiento de cámara. En varios momentos (es curioso, en especial cuando Sira cose), la puesta en escena de esta serie toca el cielo, captura la esencia de una historia con grandes aspiraciones narrativas. En otros, por desgracia demasiados, la cámara se limita a grabar lo que pasa sin cuidar el encuadre, sin criterio para decidir qué asunto o frase pide un primer plano, un plano medio o un plano general. Si hay que seguir a los personajes con travelling o distribuirlos por el set en función de su peso durante la escena. Cosas todas que los grandes directores del pasado hacían con una soltura tan asombrosa que parecía simple sentido común más que estilo.

Pero quedan nueve capítulos. Seguramente, la serie va a crecer y, en cualquier caso, el espectador se acomodará en su lenguaje. A mí, de momento, me deja el sabor agridulce de lo que tuvo recursos para ser grande y ya es difícil que llegue a serlo.

La Cadena de TV que la emite, por descontado, resalta machaconamente el esfuerzo sin competencia que ha sido capaz de realizar. La valiente costurera tiene un vestido caro y parece que eso es lo que más importa. 

Quedará para siempre la incógnita de lo que hubiese podido ser su aventura en la gran pantalla, con ese dineral, pero en otras manos más curtidas.

lunes, 28 de octubre de 2013

Lou en el estanco de Harvey

Una de mis películas favoritas de los noventa fue Smoke, aquella del estanco en Brooklyn regido por Harvey Keitel. El autor del guión era Paul Auster y el director Wayne Wang.

Auster dirigió luego Blue in the face, una simpática variante en el mismo escenario, por la que pasaron todos los amiguetes a largar.

Y allí estaba él, diciendo tranquilamente que no se tragaba el humo. Grande Lou Reed.




domingo, 27 de octubre de 2013

Grand piano


Últimamente se ha abierto mucho negocio en el extranjero, lo dicen hasta los ministros como si el mérito fuese suyo. El cine español también está en esas, busca mercados –no pocas veces hasta el propio- para sumar en la recaudación de sus productos, se dice que culturales.

Para mí que en este momento tiene dos formas de hacerlo: sacar músculo con el pasaporte por delante, poniéndolo en valor contra viento y marea, o mimetizarse con la competencia para levantarle parte de su pasta sin que se note. O sea, disimulando.

Grand Piano apuesta por la variante número dos. Yo creo que le dijeron a Elijah Wood que la Watling, a modo de guiño a los spaguettis que se habían comido juntos en Los crímenes de Oxford, aceptaba un cameo como grupie agrediéndole sexualmente en camerinos y que, una vez Elijah les firmó la película, se descolgaron con un "Uy, Leonor está de gira". O eso, o la sombra de Frodo sigue puteándole. Pero es igual, ya tenemos prota de fuste para una producción con factura de internacional.

Estoy frivolizando, lo sé. Y por qué no: Hablamos de una película con clara vocación de artificio, frívolamente intrigante. Ambientada en Chicago, interpretada en inglés y rodada en Barcelona (se consigue dinero de las instituciones catalanas rodando en inglés, que lo sepáis), Grand piano tiene una premisa de ficción pura con mc guffin a lo Hitchcock que pone el listón más allá de lo que permite el talento, solo apto para genios como sir Alfred.

Porque un pianista amenazado en su regreso al escenario por un francotirador, que le obliga a no fallar ni una nota y que esconde sus motivos para propinarle semejante martirio, es un argumento que podría adoptar el sobrenombre de la misma partitura que cierra su concierto: La pieza imposible

Por supuesto, permite al director Eugenio Mira moverse con habilidad y elegancia en un escenario cosmopolita de indudables posibilidades dramáticas, el teatro, un espacio ideal para el thriller claustrofóbico, con un público omnipresente que, a priori, les pondrá las cosas más difíciles al héroe y al villano. El director de fotografía puede sacar partido, la banda sonora brillar y los personajes protagonistas exhibirse o esconderse según convenga. Nadie viendo esta película echa en falta el exterior ni un minuto.

Por desgracia, el guionista Damien Chazelle, (uno de los pocos norteamericanos que hay de verdad tras este proyecto), se olvida de que un duelo depende siempre de lo que les dé el guión a los que lo sostienen. Es decir, que no puedes olvidarte del que está al otro lado de la mira telescópica, aunque el talentoso John Cusack le preste la voz mucho más tiempo que el físico.

Para cuando se acuerda, la intriga se atropella de explicaciones hasta que el mc guffin devora una película que pudo llegar muy lejos si hubiese medido mejor el número de notas. Porque quizá los espectadores no percibamos los fallos del pianista y nos importe menos la perfección que el talento, siempre y cuando el director de orquesta no nos reviente el piano para terminar. 

Aunque eso le otorga a Grand piano la nacionalidad que buscaba.



sábado, 26 de octubre de 2013

Amparo, la más natural

Tenía una de esas voces que cualquier español reconocería a ciegas. Era una grande del teatro, pero triunfó en televisión y en el cine, en los repartos corales de Berlanga y apuntalando el protagonismo de otros en grandes títulos de grandes directores (Buñuel, Forqué, Fernán Gómez, Miró, Almodóvar, Chávarri).

Actuaba siempre con una naturalidad asombrosa, sin importar que el texto cargase en gracia o en dramatismo. Ella le cogía el punto exacto y lo soltaba como si de verdad viviese su vida en la historia que desarrollaba cualquiera de sus películas. 

Amparo Soler Leal, de perfecta dicción y voz clásica, jamás declamaba. No le hizo falta para convertirse en Patrimonio Nacional.

jueves, 24 de octubre de 2013

Capitán Philips



Si yo hubiera pensado esta película, para poder rodarla lo primero que les hubiera dicho a los de la pasta es: "tíos, Tom Hanks quiere hacerla".

Hanks es una de las pocas cosas sólidas que le quedan a este Hollywood dominante (eso no cambia), pero más bien perdido en un submundo creciente de hombres con mallas e identidades secretas, policiales rutinarios, derivados apocalípticos y buddy movies de refrito. 

Pero ahora convertimos a Hanks en capitán de un mercante y lo ponemos en el cuerno de África, el territorio de los piratas somalíes. No digo que ya esté la cosa hecha, porque un actor y una idea no son suficientes. Hace falta un montón de dinero, sabiduría técnica y hasta colaboración militar para que los chicos de la Armada se animen a exhibir una vez más alguna de sus fragatas. Aunque ese es el menor de los problemas, porque allí siempre están dispuestos a sacar pecho cuando se trata de poderío militar, como es lógico dado el dinero que les cuesta.

Ésta es, en fin, una película que no ha escatimado un dólar para estar perfectamente bien hecha. Desde esa premisa pone sus elementos en juego: La tripulación, el asalto, los interiores del barco, sus recursos y sus trampas... Pero, por encima de todo, el duelo personal entre un hombre de mar veterano, bien alimentado y seguro del apoyo que recibe de su poderosa nación y un pirata a la fuerza que solo se alimenta mascando la euforizante hoja de khat y trazando peligrosos planes que oscilan entre la fantasía y la supervivencia. Impresionante interpretación la de Barkhad Abdi.


Lo demás es el nervio del director Paul Greengrass para narrar situaciones extremas donde la humanidad de los personajes cuente y, por supuesto, un ajustado aunque continuo uso de la música para aumentar nuestra ansiedad. 

Yo, que nunca pensaré, levantaré la pasta ni seré capaz de rodar una película como Capitán Philips, le hubiera suprimido quince minutitos en la sala de montaje. Pero ¿quién quiere recortar un solo metro de celuloide cuando tiene a Tom Hanks?

jueves, 17 de octubre de 2013

Las brujas de Zugarramurdi



Alex de la Iglesia tiene una pócima de incuestionable eficacia, pero que no siempre utiliza en la misma dosis: los ingredientes más fáciles de detectar son una especie de inimitable sarcasmo indoloro, la acción burra, el ritmo implacable y Terele Pávez.

Luego necesita una buena historia para que brille ese código de humor cercano a Azcona, pero 2.0, con el que conquista una libertad escénica capaz de combinar de forma única lo cotidiano y lo siniestro (esos vhs de la tele del bar, qué miedo dan).

En Las brujas de Zugarramurdi todo esto está presente y a pleno rendimiento. El arranque de la película (no voy a inventarme una opinión "de autor" a estas alturas), es apabullante en ideas, frenético en montaje, genial en construcción de personajes, coherente en su desarrollo. 

Hugo SilvaMario CasasTallefé (ese talismán) y Jaime Ordóñez componen con aplomo una troupe a la que quieres de inmediato, con lo importante que es eso en cine. Silva lleva la voz cantante con un empaque nunca visto y Casas ofrece una capacidad cómica a prueba de carpetas adolescentes. El niño Gabriel Delgado está entre lo divertido, lo repipi y la función de mascota, todo lo que un niño puede ser en este tipo de excursiones desaforadas. Las brujas esperan. 

Han dicho los que me precedieron que cuando ellas entran en juego se estropea un poco la fiesta. Yo creo que no. El miedo y la dependencia hacia las mujeres se acentúa perversamente en los personajes y el guión, con el goloso contrapunto de los policías y la madre terrible. Frases tan maliciosas como las de ese "Renfield" encarnado por Enrique Villén ("hágame caso, dígales a todo que sí") tiran divertidas cargas de profundidad sobre la guerra de sexos como veneno envuelto en confeti.

La lujuria entre competitiva y boba de los dos galanes, la dignidad burguesa del elegido, la documentada visión del taxista adicto al revisteo esotérico, los arrebatos de novia despótica de la Bang, las conversaciones por la red de túneles... Brillante, brillante.

Después, Carmen Maura da un discurso demoledor que nadie salvo ella puede declamar vestida así en el altar de una cueva, y que las espectadoras jalearían gustosas sin necesidad de beber sangre durante la cena con las amigas.

Y entonces Alex, que hasta aquí está que se sale, va y se sale. O se pasa de copas, como todos lo hacemos si la noche se prolonga más de lo aconsejable, y el asunto se "agiganta" en sentido literal, casi sin necesidad. Hay traca al final de los fuegos, pero ya es más una sucesión de estampidos que no colorean el cielo, solo aturden un poco para terminar en clímax y a todo gas. No importa demasiado a efectos de diversión, que ha sido mucha. Solo impide que la película alcance el punto exacto de pócima que tenían El día de la Bestia y La comunidad

Pero es lo que pasa con la brujería, maestro, hay que pagar peaje.

viernes, 11 de octubre de 2013

Caníbal




Un plano fijo y lejano sobre una gasolinera en mitad de la noche. Créditos principales manchando con elegancia la oscuridad, desde el silencio tranquilo del desierto. Así empieza Caníbal, avisándote de que sosiegues la mirada, porque lo que viene no tiene prisa, como suele suceder con el Mal verdadero.

Inmediatamente después, otro consejo se desliza en las imágenes: Permanece alerta, porque en la carretera tiene lugar el primer crimen, más perverso en su simplicidad. Luego, un trabajo horrible fuera de campo y la nevera del sastre queda llena para un mes.

Comienza un nuevo día de corte y confección después de una cena solitaria que pone los pelos de punta. Antonio de la Torre, abrumador, consigue el vaciado emocional que intentó Antonio Banderas sin éxito en La piel que habito. Y luego consigue llenarlo, lenta e inexorablemente, de amor y desolación. Pero hablamos de guiones bien distintos y de diferentes formas de dirigirlos. Aquí, en Caníbal, como dice la reseña de Twitchfilm, no hay una sola capa de "barniz".

Ni siquiera cuando irrumpe la guapa vecina encarnada por Olimpia Melinde se altera el tono de tristeza soleada que tiene ese rincón detenido de la ciudad, con su puente de piedra entre la sastrería del caníbal y ese viejo edificio en el que vive más solo que una rata. Hasta que aparece ella y regresa el deseo.

Caníbal es una película pausada y llena de silencios, miradas y actitudes. Pero da miedo cuando debe darlo y la escena de la playa es, en ese sentido, demoledora. Maneja también el sonido de las cosas con insólita profundidad y el encuadre se ajusta a cada emoción o ausencia de ella en una Granada seria, abstraída en sus tesoros de guardarropía.

Caníbal es una rareza que clava en la butaca sin recurrir una sola vez al subrayado sinfónico, a la sobreexplicación o al golpe de efecto. A su director Manuel Martín Cuenca le basta con ofrecer información escueta y adecuada para manejar a su antojo nuestro interés y nuestra inquietud frente a esta película incómoda y elegante, bonita y desolada.

Caníbal es la mejor película española que he visto en lo que va de año.

lunes, 7 de octubre de 2013

Gravity


Alfonso Cuarón es un director impredecible que lo mismo rueda la inclasificable Y tu mamá también, que se apunta una de Harry Potter (no recuerdo la entrega, me descolgué pronto de las historias mágicas de Hogwarts), que otra cinta anticipatoria de apocalipsis social como Hijos de los hombres. Visualmente flexible y temáticamente versátil, no es fácil de identificar como autor, salvo quizá por una corriente de tristeza/esperanza que recorre siempre sus historias y personajes.

Sandra Bullock es una actriz de rentable pero irregular carrera que debe algunas de sus rachas menos valoradas a éxitos de taquilla que la encasillaron hasta la nausea, aunque ha demostrado en muchas ocasiones que se desenvuelve bien en cualquier terreno, la acción, el policíaco, la historia literaria, el drama judicial, la película deportiva,... Era en cualquier caso una elección arriesgada para una película de dos personajes donde el suyo cobra más y más importancia a medida que progresa la narración.

Lo de George Clooney es caso aparte. Lleva 15 años armando una carrera que no tiene igual en Hollywood, en la que combina el olfato comercial con la premisa de que el espectador es un ser inteligente, sea cual sea el género de película que decida ver en pantalla. Seguramente su intervención en el proyecto ha conseguido que viese la luz después de cinco años de esfuerzo económico y técnico.

Y así llegamos al lugar que interesa, a 600 kilómetros de la Tierra. Ese escenario que solo está al alcance de la capacidad industrial de Hollywood, aunque a menudo lo malgasten sin una pizca de pudor. No es el caso. Cuarón tiene una historia sencilla, rebosante de humanidad y de apasionante desarrollo que requiere de nervio para ser contada y un esfuerzo colosal en su rodaje. Pero sobre todo, sentido del equilibrio, para que la espectacularidad de lo que ves no devore al interés por lo que pasa. Para que importen tanto los astronautas como lo que sucede alrededor de sus escafandras.

Cuando se proyectó en San Sebastián, un amigo dijo que la película redescubría el sentido iniciático del cine ofreciendo ante nuestros ojos algo que "no solo no habíamos nunca visto antes sino que ni tan siquiera nos imaginábamos que existiera". Y así es. Esta película (en la que se justifica como en pocas el visionado en 3D), te hace sentir ingrávido y te arrastra entre transbordadores, basura espacial y el luminoso paisaje terráqueo que aguarda en la distancia con la misma emoción, rabia o miedo que el que sufren los protagonistas de la epopeya.

La semana que viene es probable que estrenen otra con un par de agentes de la DEA jóvenes y molones, disparando contra todo lo que se mueve. Es decir, que el planeta seguirá girando. Pero allá arriba, donde el sonido de los disparos no se oye, otra naturaleza humana y fílmica se despliega para remover nuestra sensibilidad cada vez más atrofiada, para provocarnos algo de tristeza y algo de esperanza.


viernes, 4 de octubre de 2013

Mi primera boda: protagonismos equivocados



Los argentinos, no sé si por el acento o la mezcla racial, parece que casi siempre se las saben todas. Y no digamos en pantalla. Su cine, adelgazado a veces por las crisis económicas del peronismo perpetuo, nunca ha dejado de brillar. Lo ha conseguido con el drama sobre la dictadura, con la comedia psicoanalítica, con el cine policíaco de europea sequedad. Con dinero propio y en coproducción. Con Alteiro, Luppi, Darín y Peretti, arropados siempre por actrices apabullantes como la Leandro o la Bertuccelli.

Tienen cantera, tienen paisaje, tienen raíces, ciudad, corrupción, lumpen y pijerío. Pueden construir cualquier trama con solvencia y llevarla a puerto. Pero hasta un bonaerense con presupuesto holgado (excelente animación para el inicio), puede equivocarse y el director Ariel Winograd lo ha hecho con esta historia de Patricio Vega que carece del punch, la simpatía y la pericia rítmica del cine argentino, clásico o reciente.

Los novios están faltos de encanto, lo que dicen a cámara también, el lío es idiota, los secundarios más y así en un ochenta por ciento del metraje. Pero ¿qué hay del otro veinte por cierto? Que lo ocupan Marcos Mundstock y  David Rabinovich, los viejos amigos de Les Luthiers, subidos en un coche de camino a la boda, encarnando a un sacerdote y a un rabino que van a celebrarla conjuntamente pero de tapadillo, por vínculos de amistad o compromiso con las familias de los contrayentes, el uno judío, la otra católica.

Ahí tenía el director una buena película, de personajes en auténtico conflicto cómico, suspicaces, pacientes, resabiados, en la piel de dos de los mejores humoristas vivos del planeta. Esa tenía que haber sido la primera boda. No la de los novios, que confío en que no lo hagan más, sino la de quienes les casan después de dar mil vueltas por los alrededores de la finca en la que esperan los estúpidos protagonistas y sus estúpidos invitados.

¿Lo de Imanol Arias? A medio camino entre un buen personaje y un estúpido papel.

Si al menos la marcha nupcial hubiese sido de Mastropiero...