La dieta de
James Bond
¿De qué se alimenta un hombre cuya
única residencia conocida son los hoteles con casino y cuyo equipaje se limita
al pasaporte y la pistola? Nadie lo sabe. Antes fumaba y dicen que eso resta
apetito, pero hace tiempo que le suprimieron el vicio tabacalero en aras de la
corrección política. Afortunadamente aún bebe, al menos da trabajo a esa
disciplina de la restauración llamada coctelería, aunque se pase de listo a
vueltas con el removido y el agitado, la temperatura del sake y la del Don
Perignon.
Sin estrujarse demasiado la
memoria, se diría que 007 nunca se sienta a la mesa y pide las cocochas, el roast
beef o la sopa de tortuga, que ni siquiera escoge un vino de cosecha imposible.
Pero esta impresión no es del todo exacta. A lo largo de estos más de 50 años
largos se le ha visto desdoblar una servilleta para ponérsela sobre las piernas
en el vagón restaurante del Orient Express (Desde
Rusia con amor) y en una lujosa terraza de Corfú (Solo para tus ojos). En el tren pidió lenguado a la brasa (qué
británico) y un blanc du bois tinto, dato chocante si tenemos en cuenta que se
trata de vino blanco, como su propio nombre indica. En la terraza griega, gambas
Préveza (un enclave que no por costero destaca por sus gambas), ensalada Kavala
(suponemos que la de berenjena) y Bourdetto, éste sí, el pescado con más reputación de Corfú.
Le he visto morder una manzana en
Nunca digas nunca jamás y tragar un
canapé de beluga en Casino Royale, probar
un higo en un mercadillo de Solo para tus
ojos y comerse una uva en Diamantes
para la eternidad. Lo demás es rechazar el desayuno tropical de Vive y deja morir, la cabeza de cordero
de Octopussy o la ración de ostras de
Solo se vive dos veces, ignorar la
cesta del picnic, pasar directo al café-copa-y-puro en los almuerzos con
jefatura o al tinto agitado de tren, sustitutivo del postre, para tantear a Vesper
Lynd.
En Vive y deja morir Bond nos enseña excepcionalmente su apartamento
entre misión y misión, mera antesala chapada en madera hacia un gran dormitorio
de altura superior y cama King size (aunque ahora se está mudando). Allí, en
una coqueta cocinita de soltero (o de viudo alegre), prepara café expresso a su
jefe en un abrir y cerrar de ojos. Es quizá el único momento “amito de su casa”
que nos depara 007 en toda la saga. Ahora anunciaría Nesspreso, pero solo si
Clooney decide invitarle a hacerlo (al tiempo).
La cocina de Bond apenas arroja
pistas sobre sus cualidades culinarias. Mucho más bondiano (y definitorio) es
el momento en el que descubre su pack alimenticio básico cuando le obligan a “desintoxicarse”
en la clínica de Nunca digas nunca jamás.
Para no ablandarse ante el tratamiento, James reserva una maleta con el beluga,
el vodka, los huevos de codorniz y el foie grass de Estrasburgo. Pero es que
ya lo decía Kevin Kline en Un pez llamado
Wanda: “Contribución inglesa a la cocina mundial: la patata frita”. Y ésta
no puede llevarse envasada en el equipaje.
En definitiva, Bond es más de
picoteo que de almuerzo completo. Cuando toca comer, parece optar por el
pescado con aderezo local o toque de distinción que lo eleven mínimamente sobre
el fish and chips. En cualquier
momento empiezan los tiros y tampoco es cosa de que te pillen con la servilleta
enganchada sobre la pajarita del smoking. Queda mejor decir que el don Perignon
del 53 no se puede beber a más de 4 grados y chuparle el lóbulo de la oreja a
cualquier aficionada, a la temperatura que sea.
Luego, que el autor de la zancadilla se llame Goldfinger, Tiburón o Scaramanga es secundario. No progresaremos mucho en lo gastronómico, pero seguro que habrá hostias como panes.
(LA DIETA DE JAMES BOND. Artículo publicado en KOBE MAGAZINE, Diciembre 2015)
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