Ojo a la tópica casa encantada en
la que una familia de recién llegados se entera de lo que vale un peine
antiguo. Porque de algo tan manido se puede elaborar una serie elegante, pausada,
atmosférica, segura de sus bazas.
The Haunting of Hill House
tiene un reparto impecable, preciso en todo momento, fulgurante cuando la
secuencia lo pide y un texto elaborado, que se demora en los detalles que
requieren atención.
La casa encantada es un hallazgo,
en el que no se sabe qué méritos pone la dirección artística y cuáles son de la
localización misma. Pero la vida fuera es igual de escalofriante y desoladora.
Otro punto fuerte son los manejos
del tiempo, el presente y los pasados más lejanos o más próximos, en diferentes
espacios, siempre al servicio de la narración y sus claroscuros, no para
embarullarla gratuitamente.
En cuanto a los fantasmas, se
utilizan con lógica interna y en los sustos que el género obliga, con astucia y
moderación. Es preferible subir la tensión en las esperas que darle un
calambrazo al espectador cada dos minutos. Lo que mejor funciona es no saber
cuándo sucederá qué. Pensar en momentos sucesivos que el efecto va a llegar y
que llegue cuando te has entregado a la historia personal de los Crain.
Porque eso es lo esencial de esta
serie: La historia de los Crain, en la que Hill House se erige en perfecto
contenedor de los miedos, debilidades y querencias de una familia condenada a
pasar las de Caín, en la casa y fuera de ella. Hay maldiciones que vienen de
fábrica, sólo necesitan el lugar idóneo en el que florecer.
De la inteligencia esmerada de
esta serie y de su director-guionista Mike
Flanagan, basta el capítulo seis, un modelo de efectividad narrativa y
técnica en la que los intérpretes se tiran las verdades a la cara en medio de
un velatorio.
Que no hagan más temporadas. Que
no caiga sobre esta joyita la maldición de Netflix.
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