Bertolucci fue uno de aquellos
grandes cineastas europeos cabalgando la espuma internacional que levantó el
viejo continente en los setenta. Fue poeta y comunista de joven, banderas
tempranas muy a lo siglo XX. Rodó La estrategia de la araña ya con fotografía
de Vittorio Storaro, que iba a acompañarle en todos sus títulos mayores; adaptó
a Moravia en El conformista, con la que levantó el David de Donatello a mejor
película; se marcó un tango inolvidable con Brando y la Schneider en París sólo
dos años después; hizo la película-río Novecento con De Niro y Depardieu siendo
un par de pipiolos; filmó La luna en el 79 y entró en los 80 con La historia de
un hombre ridículo. En conjunto, una década prodigiosa que le convirtió en
director estrella, de esos que se conocen en cualquier hotel del mundo aunque
no haya Festival con retrospectiva ni estén rodando en la ciudad.
Durante cinco años, apenas firmó
un documental, como si fuese ya a vivir de las rentas setenteras, pero en 1987
estrenó El último emperador y arrasó en las taquillas de todo el planeta, además
de levantar 9 Oscars, más Donatellos, Globos, Baftas y muchos otros galardones
que ahora no recuerdo. Lo consiguió con una película demoledora sobre la
soledad en la que el escenario no puede ser más alambicado y preciosista. Allí
tenía a su fiel Storaro para sacarle todo el partido a la luz de China. De paso,
rescatando a Peter O´Toole de unos años nefastos.
Luego del súper-éxito, se permite
bellas y plúmbeas marcianadas como El cielo protector o Pequeño Buda y
delicias sencillas pero llenas de hondura e ideas como Belleza Robada,
L'assedio y Soñadores.
En el nuevo siglo, Bertolucci es
ya intocable. Quizá por eso (que no sólo España sabe ser ingrata), el último
director italiano universalmente reconocido se pasa nueve años sin rodar. Lo
hace en 2012, con la barata y muy bertolucciana Tú y yo, su bonito canto del
cisne en la ficción.
Las últimas veces que le vi en
fotos de prensa iba en silla de ruedas. Me recordaba al viejo Ford, al que un
negro fortachón cargaba en los almuerzos del coche hasta la mesa y vuelta. Como
el gringo irlandés, el cineasta de Parma no iba de nada, ni se quejaba
demasiado.
Hizo, en fin, lo que le salió de
los cojones. Arrivederci, Bernardo.
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