Descubrí el cine de Stanley Donen
cuando yo tenía 16 y él había cumplido 60. En realidad, lo que hice fue asistir
a un estreno de la penúltima suya (última para la gran pantalla), la
descacharrante Lío en Río y descubrir el nombre del director y la cantidad de
cine que había visto de Donen sin saber que estaba dirigido por Donen: Un día en
Nueva York (que el tipo estrenó con 26 años), Cantando bajo la lluvia (el mejor
musical de la historia), Siete novias para siete hermanos (primera banda sonora
familiar en vinilo), Siempre hace buen tiempo, Bésalas por mí, Una cara con
ángel, Indiscreta, Página en blanco, La escalera, Charada, Arabesco, Dos en la
carretera,… No recuerdo si para entonces ya las había visto todas, pero es
probable porque TVE se marcaba pases como estos y muchos más, sin competencia y
con un espíritu de servicio público hoy agonizante.
Donen recogió un Oscar honorífico
bailando en 1998, cuando aún estaba perfectamente sano para dirigir. Pero podía
haber declarado lo que Norma Desmond: “yo no he dejado de ser grande, es el
cine el que ha empequeñecido”. Y en eso sigue, mientras sus últimos genios en
Hollywood se van silenciosamente, aunque los medios le ponen al adiós carácter
de portazo para que los lectores/espectadores se remuevan en su butaca ante la
pérdida.
Yo sólo hacía unos meses que estuve viendo una película de Donen. Su
muerte me ha pillado de viaje. Ahora, terminado el jet lag, voy a verme dos o
tres del pequeño director bailarín.
Adiós, Stanley.
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