Almuerzo en
Monument Valley
Ya se sabe lo que Orson Wells, un
gran comilón, respondió cuando le preguntaron cuáles eran los tres mejores
directores de la historia del cine: “John Ford, John Ford y John Ford”.
Pero Ford no está aquí por eso,
ni porque el nombre fijo de esta columna remita a una escena impagable de su
última obra maestra (El hombre que mató a
Liberty Valance). Está, como ya se pueden suponer, por los platos servidos
en su cine. Por sus potes de café junto a la fogata a campo abierto, por sus
tragos arrojados a la lumbre o la garganta. Por la importancia de la comida y
la bebida en el cine fordiano, desde la parada para repostar de La diligencia hasta los bistecs como
sábanas que se comía el sheriff de Shinbone, siempre a crédito (lo que
remarcaba la tabernera haciendo equis furiosas en una pizarra repleta de
ellas).
No sé si en el Oeste se comía
bien, sospecho que no demasiado salvo que tocase res a la brasa o el guiso
fuese mexicano y de cuchara, pero en el cine no es tan importante la receta que
se sirve, sino la sensación que los actores generan de comer con apetito lo que
les pongan en el plato. En ninguna cinematografía del mundo se consigue esa
sensación con tanto verismo como en la de John Ford. Hasta las enchiladas y el
taco que se mete en la boca el sobrino de Ethan Edwards a toda prisa en Centauros del desierto apetece comérselos.
Quizá influya en ello que la
mayoría de las veces los personajes comen en la mesa de una familia de colonos
o de las mujeres solas que atienden la propiedad mientras su marido sirve en el
ejército sudista; en mitad del camino hacia alguna parte (esa parada de postas,
esa fonducha de frontera), o en el campamento improvisado para pasar la noche, lugares
en definitiva en los que todo apunta a las alubias, al café de puchero y al
tabaco de liar, como postre inevitable de un tiempo más rudo que el nuestro.
El fuerte cercado por los apaches es un escenario más centrado en la taberna de la tropa y en el salón de oficiales para echarse algún baile galante y probar un ponche que nos recuerde el perseverante avance de la civilización.
La ascendencia irlandesa de Ford priorizaba siempre el menú profuso en patatas, cocidas enteras y servidas a cucharón. Es lo que comen el hombre tranquilo y su cuñado cuando llegan reconciliados y borrachos a la casa del primero, en la que Maureen O'Hara, la pelirroja inmortal, consigue por fin oficializar el hogar sentándoles a ambos a la mesa.
Sentarse a comer es un elemento esencial en la narrativa de Ford. La comida se interrumpirá pronto, por la inesperada partida de los hombres a una expedición contra el comanche o una bronca dramática entre el patriarca y los hijos que prefieren la huelga a la esclavitud minera. Pero mientras eso sucede, las fuentes de verdura, el pan crujiente, el humeante puchero de sopa y la taza de café (de latón o de porcelana, según lugar y hora), concentran la atención del reparto, deseoso de ser servido y alimentarse con fruición antes de que alguien grite “corten”.
Eso es lo más sorprendente, que
todo parece suceder cuando en realidad no sucede. La comida, sencilla pero
suculenta, está ahí haciendo su papel y los actores la devoran sin más
ceremonia que la que solicite la escena, pero lo harán durante los instantes en
que la cámara rueda y ni un momento más. Claro que Ford tenía fama de hacer un
par de tomas. La comida, ese rito sagrado en el Oeste, en Irlanda y aquí, no
llegaba a enfriarse.
En caso de que faltara aún un
buen rato para el verdadero almuerzo, con el viejo Jack la espera siempre podía
amenizarse con whisky. Y un buen puro, si Orson Welles estaba de visita.
(ALMUERZO EN MONUMENT VALLEY. Artículo publicado en KOBE MAGAZINE, Enero-Febrero 2016)
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