Spielberg con Hanks y la Streep. Trío de ases en una gran
historia. Todo luce como tiene que lucir, para contarnos uno de esos hechos que son relevantes de verdad.
Steven, con su gorra beisbolera y
su sonrisa bonachona, fue uno de los tipos que resucitaron la taquilla en los años
ochenta abriendo una vía narrativa que recuperaba al público más joven a base
de espectacularidad, efectos especiales y aventuras exóticas y disparatadas. En
manos de su talento, el de su colega George
Lucas y el de alumnos muy aventajados de ambos, ese cine dejó grandes obras
para la iconografía popular de Occidente. Pero también le hizo un roto enorme
al cine con más enjundia, en el que se despachan asuntos que importan –o
debería- cuando se nos pasa el acné.
Ironías del destino: Spielberg y
algunos de sus alumnos más aventajados se han convertido en los directores que
hacen hoy esa clase de cine, mientras los nuevos cachorros de la industria se
entregan con deleite al mundo súper-heroico que acapara los grandes
presupuestos de producción, promoción y exhibición internacional.
En cierto modo, la misma
evolución padece la prensa que esta película retrata, puesto que se ha ido
pasando de la investigación periodística contrastada a la búsqueda del clic
impulsivo ante titulares sobre naderías.
Aún hay tiempo. Todavía la
mención de una cabecera como el Washington
Post despierta admiración por sus pulsos con el poder en la Norteamérica de
Nixon. Ésta es la película que cuenta con qué pulso empezó todo y el papel de
su propietaria en ello. Un lujo del cine intemporal. Apenas el subrayado de una
frase importante, inevitable en Spielberg, para una película por lo demás
redonda y necesaria.
¿Quién filmará estas cosas cuándo
Spielberg cuelgue la gorra?
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