Perfecta para una tarde estival en la que el aire acondicionado, la sala oscura semivacía y una rubia deslenguada en pantalla bastan para sentir que no has tirado el dinero.
La película arranca flojona, pero cuaja en cuanto llega el chaval apocado (Andrew Barth Feldman), a quien Jennifer Lawrence tiene que enseñar a vivir fuera de su habitación, su smartphone y sus padres híper-protectores mega-pijos (el guión tiene el buen ojo de no demonizarlos).
La película crece y se asienta conforme avanza, aunque no aporte demasiados momentos para la risa liberadora (hay, eso sí, un gag impagable). Porque, aparte de la comedia moderada, al director y guionistas les importan sus personajes más allá de la premisa y por ahí asoma otro tono más melancólico que funciona bien gracias a los actores.
De todas maneras, ella y su mala leche desubicada en un mundo de hijos de papá que irán por primera vez a Princeton el curso que viene, es lo mejor de Sin malos rollos.
Ese tono agridulce y divertido del que la Lawrence es perfectamente capaz, se resume en verla abrir puertas en una fiesta y encontrar jovencitos sobre las camas mirando el móvil, para gruñir con indignación: "¿Pero es que ya nadie folla?”
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