Me gusta el cine noruego, Rasmus Bjørnson aparte.
Van al grano, escogen temas con empaque y los cuentan bien, sin dispersarse ni adornarse demasiado. Tanto es así que, a veces, les salen de un realista que tienen que acentuar su valor ficcional con música enfática en momentos cuya tensión, para un espectador de hoy, es limitada. Quiero decir que, si el coche no arranca, aunque haya peligro de que lleguen cazabombarderos, pocos se impresionan los espectadores mientras no suenen sus motores en el aire y caigan zambombazos alrededor del vehículo.
Pero los noruegos no inventan demasiado. Ponen a un malvado de manual tras la pista del puñado de héroes que salvaron las reservas de oro de Noruega y los ves recorriendo el país en camioneta, tren o barco, haciendo inventario, cargando cajas de un lado para otro, escondiéndose de explosiones y balaceras. Con eso basta, caen bien, importa lo que les pase. El nazi que les persigue es un poco ridículo, a lo mejor también por eso funciona.
Ya digo que no hacen filigranas, los noruegos. Hacen cine sólido, ameno, sobre hechos de interés nacional y, por extensión, de cualquiera con una mínima curiosidad histórica. Las cajas españolas del Museo del Prado, más valiosas que el oro, esperan en vano una película mejor. Quizá la rueden los noruegos cuando acaben con lo suyo.
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