jueves, 3 de marzo de 2022

Dos meses

 

Ahora que llegan los Oscars, con sus nuevas (y varias sangrantes) renuncias de cara a emitir con éxito para grandes audiencias cada vez más esquivas, podemos detenernos una vez más en el duelo David y Goliat.

Empecemos por David. Teniendo incluidas la última semana navideña y la entrega de los premios Goya, conseguir una recaudación total en cines de menos de cinco millones entre enero y febrero, por muy David que se sea, es para mirárselo. El cine español va buscando huecos en la cartelera en lugar de abrirlos. Y es muy mal sistema, porque cada vez quedan menos huecos (de los que no les interesan) para lo que no sea hollywoodiense.

Sigamos con Goliat. Agotadas las poderosas creatividades que aguantaron allí hasta el fin de siglo y mantuvieron su eco la primera década del actual, la aplastante victoria del gigante me resulta hoy incomprensible: se está convirtiendo en una fábrica de videojuegos más que de sueños.

Acortar su ceremonia anual de premios cinematográficos, llevándose por delante categorías tan trascendentales como el montaje, dice mucho de lo que le está pasando. El cine de Hollywood quiere seguir siendo un producto joven, pero los seguidores de las galas televisivas tienen una edad. Y las películas que más ruido hacen (en todos los sentidos), son de la otra, de la edad del móvil, el meme, el tik tok. Así que aumenta el desinterés de los televidentes de gala por los premios, para colmo hacia un cine en el que se reconocen cada vez menos. 


En fin, que el aparataje de Hollywood es ya prácticamente monocorde, salvo por una docena de producciones de cierto prestigio y “qualité”, o unas pocas rarezas que pillasen distraído al jefe de reuniones del Estudio. Antes eran algunas más las que se salían del mega-espectáculo prioritario (el súper-heroico, el apocalíptico o post, la franquicia imposible), pero la variedad de géneros tradicional se ha trasladado a las plataformas y los directores con inquietudes han salido pitando para allá, cada cual a la que le acoge o al mejor postor. No hay más que ver en dónde están produciendo casi todo, aquellos cineastas que fueron pesos pesados en salas comerciales, y qué presencia les dedican sus distribuidores a esas salas, mientras las películas aterrizan simultáneamente en la tele de pago.

Hasta el viejo Coppola, para una producción grande “pero no me pase la llamada, joder, acuérdense de Cotton Club”, tendrá que rascarse el bolsillo si quiere rodar. 120 millones de dólares de su particular fortuna, con los que levantar un gran proyecto fuera de los tres sobados temas a los que hoy se aplican presupuestos de ese tenor.


En resumen, que la alternativa para el producto local –David- no es hacer blockbusters que compitan con los suyos –Goliat-, porque no se podrá, evidentemente. Eso en España solo le ha salido bien a Bayona, con muchísimo presupuesto, actores de la competencia y en inglés. Pero miremos hacia otros proyectos de “espectacularidades” locales y en nuestra propia lengua: Los últimos días, Superlópez, Combustión, Orígenes secretos... no sé cómo miden el fracaso sus productoras, pero a mí no me parecieron éxitos logrados (aunque algunas de ellas tengan mucho rescatable). Esa fórmula copista sólo sirve si te mimetizas con el modelo completamente y escoges géneros sin desmesuras presupuestarias obligatorias. El último caso, Way Down, plana y tópica como ella sola, pero resultona como película de atracos imposibles, pura evasión.


España podría competir perfectamente con suspenses bien tramados (ahí está Oriol Paulo), policiales agrestes (Rodríguez, Monzón), las comedias de toda la vida (nos daban repeluco el landismo y el ozorismo, pero joder qué racha llevamos), el terror acotado en espacios inquietantes, el cine social y los cuatro autores anuales de firma... Eso, por mencionar lo que ya se hace y apelotona su estreno en octubre y noviembre, inexplicablemente.

Pero siguen casi del todo descartados varios territorios jugosos y rentables: el cine periodístico o cine-crónica, el cine romántico, el cine bonito. Del histórico y el épico ni merece la pena hablar. Aparte de que volvemos a los presupuestos de primera, entran los idearios de carnet a la embestida y, para nuestra desgracia, el que no queda rojoperroflaútico queda facha de mierda (¡Qué país!).

Sea como sea, el año tiene doce meses, no dos. Y esta última evidencia vale lo mismo para los dos meses en los que nuestro cine concentra todos los estrenos fuertes, como para los dos meses en los que recauda cinco exiguos millones.


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