jueves, 30 de diciembre de 2021

Fue la mano de Dios

Paolo Sorrentino sigue solo en el trono italiano, donde lo demás parece relegado al consumo interno. Su amor confeso por el maestro Fellini y el futbolista Maradona, no necesariamente en ese orden, le ha dado unos réditos espectaculares. Basta con verse media película, en la que apenas un momento palaciego de potencia estética inusitada se sale de la cotidianeidad del verano mediterráneo, para darse cuenta del talento del director. No pasa apenas nada, pero el interés es máximo.

Eso sí, para entonces ya llevamos algunas gordas comilonas, un par de monstruos fellinianos y una maggiorata (¡qué no falte la maggiorata!). Y el sueño de Maradona en el Nápoles. Y las miserias de la familia feliz que asoman.

Sorrentino, además guionista, sabe bien qué mostrar y qué no para amplificar el efecto de cada situación. La hermana perpetuamente encerrada en el cuarto de baño, cortándose las uñas o haciendo cualquier otra cosa, es una hallazgo para la invisibilidad en pantalla, mutada en presencia. Incluso en el entierro, con gente haciendo cola para el pésame, cuando preguntan por ella ha ido un momento al baño. 

También el instante en el que el muchacho quiere ver a sus muertos y el personal hospitalario aguanta la rabieta sin ceder un palmo. O la escapada nocturna a Capri para nada, que permite al director fotografíar una de sus plazas como nunca se ha hecho: completamente vacía.

El realismo y la pasión estética de Sorrentino conviven sin estridencia, de manera fluida. Los pisos de la vecindad son otro buen ejemplo. La baronesa, la vecina embromada a costa de Zeffirelli o la familia protagonista habitan en el mismo edificio, en sucesivas plantas o puerta con puerta, pero los interiores modifican por completo la estructura arquitectónica al servicio de una puesta en escena adecuada a cada caso. Si hay un encuadre que necesita techos altísimos, sea. Si otros tienen que mostrar la decadencia axfisiante de una vieja acaudalada y despectiva, vamos allá. 

Pero sin caer en la borrachera escénica de un Wes Anderson. Paolo tiene nada menos que Italia a su entera disposición, no necesita inventar constantes geometrías bellamente coloreadas como el tejano.

 

Para colmo, el narrador no se detiene un sólo fotograma en las penurias logísticas y monetarias de la orfandad, en cómo debía ser reinventarse siendo poco más que un adolescente en la Nápoles de Maradona. Lo que importa a Sorrentino en este relato autobiográfico es el desconcierto, el dolor y las esperanzas de Fabieto, trasunto de sí mismo, decidiendo aprovechar la libertad para emprender una carrera de cineasta que no necesita contarse, pues la propia película es la prueba de ella. 

Los momentos finales, en los que el Nápoles gana la liga italiana, la hermana sale al fin del baño y Fabieto se marcha en tren son una combinación muy italiana entre lo cotidiano y lo trascedente. Con el sello de los directores de talento que siempre ha tenido la Bota. 

No es el fútbol, no es la mano de Dios, es el cine europeo que se resiste a morir.


 

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