domingo, 2 de mayo de 2010

Que se mueran los feos: fealdades en una historia bonita


Un pueblo de espectacular belleza que apenas se explota en pantalla. La historia ya sabida de un feo con buen corazón que necesita ser amado, pero sufre la crueldad innecesaria, a veces inexplicable, de algunos de sus convecinos. Un grupo de amigos bastante entrañable y patético, también convecino, que a veces suma y a veces resta. Un personaje de oro, esa Machi que con la verdad por delante permite a los demás replantearse sus mentiras, pero que tiene un marido inocuo, en papel y en pantalla. Un viejo pariente, entre lo ácrata y lo afectivo, sólo apto para que Juan Diego le dé vida. El parto de una vaca desperdiciado por una discusión más sobre lo mismo. Y un tonto del pueblo.

Ingredientes valiosos, pero contradictorios, sujetos a la obsesión del director de que la platea ría a toda costa cuando son los momentos más intimistas de esta película (donde también la risa cabe, pero otra risa) los que realmente consiguen envolverte.

Parece que el cine español tiene pudor ante cierto tono narrativo, el de la película “bonita”, como si les fuéramos a sacar los colores si hacen demasiadas concesiones al sentimentalismo, como si la sensibilidad necesitase rebajarse con jarros de agua fría y coña marinera -o rústica-, para que nadie se tome nada demasiado en serio.

Hace tiempo, al hilo del último estreno gringo de éxito bajo la fórmula “persona estirada de ciudad descubre la autenticidad de la vida en el campo” (género, dicho sea de paso, de ficción extrema), me preguntaba si ese tipo de fórmulas no podían adoptarse por el cine español, como lo han hecho ingleses, franceses o italianos sin dejar de ser ellos mismos. Pero, por lo visto, no. Aquí hay que meter sarcasmo y mala leche hasta donde no se necesita. Si no, la cosa queda como “blandita”. Pero Berlanga, vitriolo y ternura en perfecto cóctel, sólo hay uno, y el guionista que inventó el género, el gran Azcona, ya murió. Y se nota.

Creo que harán taquilla, que la gente saldrá medianamente complacida de la sala y, también, que los que la han hecho así se equivocan, también medianamente. Las historias bonitas, contadas con gracia, pero sin sacrificar la sensibilidad, gustan mucho. Diría incluso que mucho más. Por que los feos no tienen que morirse, pero lo feo no necesita más altavoz. Para eso ya está la corriente Belén Esteban, a quien la Machi presume de desconocer.

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