He empezado a ver Todo a la vez en todas partes.
Me he atascado en la parte contratante de la primera parte (pero ay, sin Groucho).
CINE ESPAÑOL VERSUS CINE DE HOLLYWOOD
He empezado a ver Todo a la vez en todas partes.
Me he atascado en la parte contratante de la primera parte (pero ay, sin Groucho).
Hay que estar muy segura del propio talento para no tomárselo demasiado en serio, teniendo para regalar. Y la industria de Hollywood tiene un problema (uno de tantos) si es capaz de malgastar a semejante actriz durante casi veinte años.
Diane Keaton hizo el gamberro con Woody Allen en cuantas películas disfrutaron de la complicidad del actor-directos y la actriz-musa. Fue alternando coñas como Sueños de un seductor, El dormilón o La última noche de Boris Grushenko, con las dos primeras de El padrino de Coppola. Se hizo una interpretación de las que sostienen una película entera en Esperando a mister Goodbar. Regresó a Allen para recoger el Oscar por Annie Hall, además de lucirse en Interiores y Manhattan. Se enredó con Warren Beatty (en cuyas yemas de los dedos querría reencarnarse Allen), haciendo la mastodóntica Reds. Para entonces solo tenía 35 años.
Llegó hasta el final del siglo con algunos triunfos más en la culata: varias de Allen, el último Padrino de Coppola, algunas comedias románticas y dramas de razonable calidad y éxito comercial, en las que compartía cartel con otros grandes como su amiga Meryl Streep, Jessica Lange, Sissy Spacek o Albert Finney. Hasta productos ligeros y ñoños como Baby Boom, vehículo comercial de libro, o remakes tan innecesarios como El padre de la novia y su inevitable secuela le salían con facilidad.
A partir del 2000 la llamaban para más de lo mismo. Ella lo manejó con elegancia y se hizo hueco en esos repartos corales de este nuevo siglo, con estrellas varias de la misma quinta demasiado maduras para el listón hollywoodiense de protagónicos, no digamos ya los femeninos.
No obstante, aún se dio el gusto en 2003 de hacer un divertimento con Jack Nicholson, ligarse creíblemente a Keanu Reaves y -trece años más tarde- componer para Sorrentino una monja tremebunda en El joven Papa. Seguía trabajando, luciendo ese look que se inventó ella misma e hizo evolucionar sin imitadoras, derrochando sonrisa y mirada bella y aguda.
Anoche pusimos en mi casa Misterioso asesinato en Manhattan en su memoria. Diane podría llevar con soltura la gorra de poli de la mujer que comparte la cabecera de este blog y mi vida. Ambas investigarían un crimen de vecindad con igual tesón, inconsciencia y gracia, todos los que estábamos viendo la película lo vimos claro. Así que fue una noche agridulce: Diane se ha ido, pero aún discuto y río con la única que está a su altura.
Adiós, chica de la corbata.
(Retrato de Diane Keaton realizado por el gran José Luis García).
Esta excelente película solo tiene dos peros: que la temática de la guardia civil infiltrada en la banda terrorista ETA ya se usó en nuestro cine hace menos de un año (La infiltrada) y que Carolina Yuste es más carismática que Susana Abaitua. La vasca, por lo demás, también lo hace de coña.
La intriga funciona como un reloj: Agustín Díaz Yanes es un gran director y guionista, aquí ejerce de ambos. Casi es esta segunda película sobre la misma historia más ilustrativa de los modos de aquel ambiente escalofriante de "gudaris y "txakurras". O de cómo fue desmantelándose gran parte del "aparato", secuestros, zulos... mientras los asesinatos continuaban y se "socializaba" el dolor. Esos eufemismos que gastan algunos...
Respecto a la protagonista, la dureza del trabajo en lo que a afectos se refiere queda bastante detrás de la misión, la búsqueda, el miedo o la huida. No se hecha demasiado de menos esa faceta de esta infiltrada, la mejor prueba de calidad de un apasionante relato de gatos y ratones.
Esperemos que ambos directores nos regalen alguna película más, con oficio y talento de veteranos.
Para eso le sobraba con los 10 o 12 millones que ha costado hacerla. Pero coincido con la opinión de Albert Vázquez: “Cuando vas a ver Salvar al soldado Ryan, esperas que el tema de la película sea la brutalidad de la guerra y no la diversidad botánica de Normandía”. Las aparentes premisas de Alejandro Amenábar (el cautiverio en aquel Argel, el magnetismo del futuro genio entre los prisioneros gracias a su capacidad fabuladora, los intentos de fuga de grupos liderados por él…), todas sin excepción pintaban estupendas. Pero desde el primer tráiler y las declaraciones promocionales del director quedaba claro que la trama iba más allá. Se recreaba en la “diversidad botánica”, incluso se centraba en ella.
Prejuicios al margen, levantar la liebre sobre las cosucas que se ventilarían carnalmente en el cautiverio argelino del siglo XVI y hacerlo en plan molón (sedoso y bien llevado pelo el del actor, sultán sugerente y tal), con baño árabe incluido y resignadas lágrimas finales del despechado, es una opción cinematográfica legítima, pero con muchas papeletas para mandarlo todo al garete. Así pasa. Primero, porque en el imaginario popular, Cervantes y el Quijote son intocables. Y, se quiera o no, la natural querencia de nuestro cine para apalear los mitos historicistas que huelan a épica española, orgullo de país y esa clase de cosas asociadas (inexplicablemente) a malvada soflama de derechas, entra en juego con el punto de vista del director (más allá de lo sexual), ahondando la trinchera de inclusivos sin matices a un lado y escépticos descarnados y cafeteros al otro. En medio el público, que parece estar un pelín hasta los cojones.
Con Amenábar me pasa (salvando las distancias), como con Ridley Scott: arrancó con tres películas estupendas consecutivas y, tras la inesperada y oscarizada Mar adentro, pasó a dirigir con oficio incontestables películas de gran producción, notable éxito de taquilla y faltas de genio narrativo. “Correctamente grandiosas”, por resumir con cariño. Agora, Regresion y Mientras dure la guerra son así: meritorias como producciones, pero demasiado calculadoras, en cierto modo maniqueas, de pizarra. Menores frente a esas “frívolas intrigas” con las que empezó su carrera. Pura ficción aquellas, de robustos guiones y ejecución firme. Pero ya que hemos llegado a la ficción y al modo de ejecutarla, las partes de El cautivo centradas en el Cervantes fabulador, que son bastantes, lucen más bien birriosas o desacertadas en su representación. Para hacer eso como pedía el verbo del literato y la imaginación de sus oyentes directos hubiesen hecho falta 30 millones más. Por la misma razón, los intentos de fuga, que aquí se reducen a dos, en lo que tienen o debieron tener de acción y riesgo dan algo de penuca.
Amenábar lo ha gastado todo en un
Argel que es al siglo XVI lo que nuestros belenes navideños al Belén del año
cero: una imaginería del XIX convertida en convención, a la que sólo añade el “Herodes
gay” y unos cuantos efebos en palacio y fuera, que espabilen a Miguel y le
hagan sentirse bien con su condición sexual hasta entonces reprimida. De
haberle puesto cualquier otro nombre al cautivo, la película se hubiera
descargado de la responsabilidad de hacer guiños constantes (y malos) al genio
literario del personaje español. Y hubiese ganado en concreción y hondura. En
fin, que la trama “homo” es lo único que funciona medianamente, aunque vista con
el corazón y la pluma de un director acomodado del siglo XXI. Para mezclar la historia
de amantes y el talento de ese particularísimo preso ante
otro montón de españoles desesperados hace falta un guion mucho mejor y, a lo
que se ve, muchísima más pasta.
Porque el drama principal es que
la película, como tal, no funciona. Tiene un ritmo terrible, algunas escenas supuestamente
intimistas son interminables, otras se resuelven apresuradamente y ciertos
momentos, que deberían ser emocionantes, no lo consiguen en absoluto. Por
ejemplo, el reencuentro de Antonio de Sosa (otro cautivo), con su hijo es absolutamente ridículo. O aquel en que los frailes piden ayuda a los muchos
amigos que ha hecho Cervantes en Argel, cosa que nos tenemos que tragar sin una
sola escena previa mínimamente ilustrativa de esa simpatía o gratitud de los
argelinos hacia Cervantes o de comprensión hacia los frailes. Una simpatía y
solidaridad, por cierto, muy del XVI entre cristianos y musulmanes, en una
ciudad dominada por la crueldad de su Bajá, que no obstante rebosa mercaderes gustosos de propiciar el rescate del favorito de semejante sátrapa, sin importarles lo que les pase. De traca.
O esas otras en que el cautivo se
transforma en "Sherezade" contando historias al "sultán", que es quien
depura su arte literario enfureciéndose cada vez que Cervantes recurre a un
tópico (o encantamiento) para hacer avanzar sus narraciones. También le lee El
lazarillo de Tormes, que de paso estaba prohibido por la Inquisición,
pero del que Antonio de Sosa tenía un ejemplar en el presidio argelino. De ese,
de la obra de Garcilaso y vaya usted a saber de cuántos más, en romance o latín.
Que debieron apresarlo con una biblioteca más grande que la de un duque y se la
respetaron por ser Miguel Rellán quien sois. ¡Ni que semejara el viejo
preso de la prisión de Shawshank repartiendo libros en su carrito!
Y aquí quería yo llegar: Cadena
perpetua, otra película de presidiarios, sucede al 90% de su metraje en
un escenario único y no aburre ni un solo minuto. Eso es cine (y cine
mayúsculo). Los personajes encarnados por Tim Robins y Morgan Freeman
hasta hubieran podido ser gays, pues ni tan mal.
Los problemas más graves,
insisto, son cinematográficos. Murieron con las botas puestas es
una completa patraña sobre Custer y una película magnífica. El cautivo,
en cambio, naufraga cinematográficamente, en mi opinión, y eso invita a cebarse
en la crítica con las inexactitudes, errores y licencias históricas
interesadas. Amenábar, en fin, es mejor "inventor" que
"adaptador" o “analista”. En el primer caso se luce como autor de
género. En los otros se estrella por falta de ritmo, espectáculo, amenidad. El
cine de tesis es un horror. Que se lo digan al último Almodóvar.
En resumen: oportunidad perdida
para una buena película romántica, con originalidad en escenario, época y
circunstancias. En cuanto a película sobre Cervantes, es triste comprobar que
en manos de Amenábar nunca hubo tal oportunidad. Quizá es utópico pensar que la
haya, sea quien sea el director.
P.D: En filmafinitty
incluyen como guionista al propio Cervantes. ¡Madre mía! ¡Lo que nos queda por
ver y por leer!
Tuvo una vida complicada, a veces terrible, y alcanzó la fama con directores imperecederos, Zurlinni, Visconti, Fellini o Leone para títulos tan contundentes como La chica con la maleta, Rocco y sus hermanos, Ocho y medio, El gatopardo, Hasta que llegó su hora.
También se dio una vuelta por Hollywood, pero sin perseverar. Gracias a esas esporádicas apariciones en la industria estadounidense nos deslumbró en Los profesionales, de Richard Brooks y derrochó esa sonrisa suya en La pantera rosa, de Blake Edwards. Jugó casi en casa participando en una de las que armaba Samuel Bronston en España, El fabuloso mundo del circo, de Henry Hathaway, y se metió en la aventura loca y selvática de Klaus Kinski y Werner Herzog llamada Fitzcarraldo. Deslumbraba en todas. A buena parte de la afición le resultó difícil saber lo bien que actuaba Claudia hasta que el tiempo acabó con aquel físico de ensueño.
De ella podía bastar hasta una imagen fija y magnética: la instantánea para el disco de Bob Dylan, su recuperación de musa en un cartel del Cannes reciente, que no compartía con nadie.
En los pases de tv, ciclos de festival, filmotecas y elecciones a clic de la cinefilia más mitómana seguirá reinando. Eternamente carnal y dulce, nos sonreirá aquella que subrayaba cualquier reparto con solo recomendar la película diciendo: "actúa la Cardinale".
Después del super-engrasado, espectacular, global y todopoderoso Hollywood, las industrias cinematográficas que parecen más sólidas y musculadas son las de China (¿qué fue de Japón? su cine ha dejado de llegarnos), la India y Francia.
No parece existir en toda Europa un cine como el francés en lo que se refiere a capacidad de desplegar recursos, para las grandes producciones históricas y para los dramas actuales, por lo general urbanos, febriles y volcados en esa guerra perpetua de barrios, excolonias o países fallidos, irreconciliables y fanatizados.
De estos últimos va esta película con un título que valdría para una de erotismo modernillo. Aunque aquí fija el tiempo que tardó en desmantelarse el Kabul de las embajadas en 2021. Los talibanes volvían a mandar en Afganistán y, ante ese contexto de pánico general, en el que los afganos que habían trabajado para el cuerpo diplomático (y otros muchos) querían salir del país para salvarse de las represalias (o simplemente de la realidad que regresaba como erupción volcánica), la embajada francesa se llenó de civiles y resistió hasta el último instante el traslado de personal y refugiados al aeropuerto.
Una misión de "extracción" de personas hacía la libertad europea de la que Francia puede sacar pecho y lleva al cine con entusiasmo y presupuesto. Aquí no se analizan las culpas geopolíticas de nadie, solo importa que la ciudad va reconvirtiéndose en el infierno que fue y hay que irse cagando leches, con cuantos puedas cargar en los aviones.
El mismo director de las últimas sobre D´Artagnan dirige esta película con sentido del espectáculo, de la angustia, de los espacios y del ritmo. Salvo alguna salida del protagonista (excelente Roschdy Zem) y el último convoy de autobuses, todo sucede en el interior de la instalación francesa, pero no deja de interesar ni un instante.
No sé lo que ha costado la producción, aunque lucen en ella cada céntimo y cada cautivo. Aménabar puede tomar nota.
Llevaba seis años retirado, pero ayer cuando nos enteramos de su fallecimiento nos parecía que su última aparición en cine era mucho más reciente.
Empezó su carrera en 1962, encadenando tres papeles olvidables en otros tantos títulos de arqueología, que le sirvieron para conocer a Jane Fonda y a Sidney Pollack. Luego vino La jauría humana compartiendo carisma y atractivo con Brando y ya no se bajó de los primeros puestos en los créditos de su filmografía. Aún quedaban veinte años de cine apasionante en un Estados Unidos autocrítico y magnético. Y luego Redford empezó a dosificarse y a probar retos nuevos, en la industria o fuera de ella.
Hasta los 65, se dejó envejecer y le sentó bien. Siempre tuvo una mirada inteligente y honda, un modo sincero de interpretar la templanza, la soledad, la preocupación o el compromiso y una sonrisa magnífica, de chaval rubio querido en todo el barrio. Eso, la forma física, ser actor fetiche de Sidney Pollack en un puñado de títulos excelente y empezar en la dirección y Sundance relativamente joven le permitieron un éxito que pocos en Hollywood han igualado.
Después pasó por la cirugía, los ojos lo delataban aunque hubiera esperado tres años para mostrarse de nuevo en la pantalla. Siguió siendo el gran actor que era, pero yo no podía dejar de verle aquella mirada demasiado abierta en la que los papeles ya no estaban a su altura, que eran remedos de películas y personajes mejores interpretados antes de cambiar de milenio.
En 2001, con sesenta y cinco espléndidos, estrenó Juego de espías, para mí su auténtica despedida. Encarnaba a un veterano de la Cía en la mañana de su jubilación. Se midió en ella con su relevo natural, el aún más guapo aunque menos interesante Brad Pitt. Redford ya había dirigido a Pitt en El río de la vida, así que compartieron cartel sin deslealtades ni perder ninguno un ápice de presencia en escena.
Siguió en la brecha y aún tuvo tiempo de pasearse por las de superhéroes, exhibir carisma en Cuando todo está perdido (navegando en solitario con 77 años a cuestas), reencontrase con la Fonda y coquetear con Sissy Spacek para irradiar encanto en la tercera edad.
Ya no quedaban estrellas masculinas de su talla. Había pasado el tiempo. Redford cultivó la amistad de Paul Newman desde el día que se conocieron, en la década de los sesenta, aunque nadie pudo hacerles un guion lo suficientemente bueno después de Dos hombres y un destino y El golpe, para ver a los guapos de leyenda otra vez juntos en la pantalla, Newman el pícaro, Redford el irritable.
Newman se fue primero y Redford perdió al mejor amigo que tuvo en la industria. También le precedieron dos de sus hijos, porque el éxito profesional nunca te pone a salvo de esas tragedias.
Anoche hacía de nuevo calor de verano, pero la gente ya babía bajado al trastero los ventiladores, los pingüinos y los recibos de varios meses de refrigeración, así que no pocos abrieron las ventanas. Sonaba en el aire, llegando de las casas de su legión de admiradoras, la banda sonora de Memorias de África. Todas soñaron alguna vez con que él les enjuagaba el cabello en el descanso de un safari inolvidable.
Se ha ido sorpresivamente una actriz luminosa de las que engrandecía cualquier papel: Verónica Echegui Los tuvo muy buenos y los aprovechó, en películas de autores como Bigas Luna, Icíar Bollaín, David Sánchez Arévalo o María Ripoll, entre otros y en series interesantes, con mención especial a su capítulo en Paquita Salas, que nadie como ella podría defender con semejante acierto y garra.
A mí me parece que levantó esos trabajos con tesón en proyectos casi siempre notorios, pero irregulares. Creo que le faltó la gran película que fragua en el imaginario colectivo y aquilata el recuerdo. Aún sin ese título mayor, Verónica será recordada. Su desparpajo, sonrisa y talento llenaban siempre el plano. Cuando estaba en escena, todo era verdad.
Buen viaje, Juani, Isa, Emma, Laia, Cris, Sara, Norma, Amparo, jueza Costa y tantas más. Me cago en el cáncer.
Vendidas por tierra, mar, aire y vibraciones paranormales como los dos fenómenos terroríficos de la temporada, la verdad es que empieza a dar miedo lo que la crítica (¿pagada?), la promoción y el público consideran nuevo, original o paradigmático del género que sea.
Una se estrenó con razonable éxito en salas, continúo su ascenso en plataformas y anda vendiendo su versión satinada de Blu Ray (¿aún se vende eso, es ya una actitud hipster o vintage tener blue ray?). Se trata de
Sinners
Una película a la que le sobra precisamente eso, el terror. Que tiene una idea social magnífica: la sufriente comunidad negra del Sur también necesita lugares de ocio en los que cantar, bailar, beber y achucharse.
Su galería de personajes y actores interpretándolos es más que notable. La ambientación, las localizaciones, la fotografía, van a favor de época, ambiente y veracidad. Y lo más relevante de todo: cuenta con una prodigiosa banda sonora que homenajea al primer blues. Hasta el número musical más atrevido que se despliega en el granero fiestero, recorriendo el alma negra de todas las músicas habidas y por haber resulta logrado, potente, pura sofisticación afro.
Pero alguien en la productora debió decir "¿a quién le importa otra película de la negritud, de esas con negros de Mississippi que de espaldas al desprecio blanco rebosan alegría de vivir?". O sea: ¿qué son esas trilladas minucias de cara a la taquilla pudiendo poner vampiros en el cóctel, aprovechando que los gemelos protagonistas vienen de Chicago y pueden volar cabezas con sus pistolas?
Un ejecutivo de Estudio muy estupendo (o el director o el guionista, que ya a cualquiera del engranaje se le puede ir la pera), pensó que vampiros y blues, granero con música a modo de proto-discoteca pre-motown y esa especie de Abierto hasta el amanecer sin Salma iba a ser una combinación muy cañera.
Pues, la verdad, para terror musical talentoso ya tuvimos el Thriller de Michael Jackson. Bien luchado, Ryan Coogler, a pesar del error auguro una segunda parte.
Como harán segunda de lo que han perpetrado para el verano, fenómeno en USA (o eso dicen), comidilla en redes sobre significaciones de esto y aquello, supuesto nuevo paradigma del terror gringo. Un mierdo que no hay por dónde coger.
Weapons
Se entiende que el terror demanda un extra de suspensión de la realidad, pero el bueno no toma las decisiones a capricho, siempre se esconde un motivo en las proximidades para que suceda lo que sucede.
En cambio aquí Zach Cregger (director y guionista en uno y se nota) está tan preocupado de armarnos un mecano de personajes que se relacionen entre sí y con la historia, repitiendo los momentos de conexión desde distintos puntos de vista, que se olvida de lo mas básico: la historia misma y en especial su sentido, por muy maléfico que lo pintes.
La lista de incongruencias, estupideces y decisiones a capricho da la vuelta al pueblo varias veces con los bracitos hacia atrás, por no hablar de cuántas historias entrelazadas sobran (la del policía y su mujer ovulando, para empezar).
El humor y la sangre aparecen de modo aleatorio y generan reacciones no previstas. Vamos, que te ríes cuando no debes, lo que en este género es letal (para el género mismo). El comportamiento (y las compras alimentarias) del niño y de ese hogar que nadie de la policía vigila no tiene un pase. Lo del ictus es un descacharre. Las apariciones oníricas o boscosas de la villana se reparten por que sí. Las puertas cerradas o entreabiertas se desperdician sin parar. Y así todo.
Un despropósito que se supone original por ese pálido reflejo de Rashomon en la estructura que no conduce a ninguna parte.
Y así vamos, manteniendo encendida la llama sagrada del cine de género estadounidense con desparpajo y marketing. Mientras, lo demás queda arrumbado en plataformas con sección "otras cinematografías", que ocupa el mismo espacio preminente que los poetas en las librerías.
Vamos para bingo.
Tenemos un problema, que antes
podríamos considerar “manriqueño” (cualquier cine pasado fue mejor) y
que ahora se llama guiones IA.
Que los guionistas me perdonen si
estoy despreciando un trabajo que les ha llevado semanas (¿días…?), pero vengo
observando que aterrizan en Netflix cosas cuyo libreto huele a barrido online
de lo ya hecho, para construir en microsegundos historias mil veces contadas,
atiborradísimas de todas las frases tópicas, situaciones previsibles y
emociones testadas que imaginarse puedan. Vamos, que no se imaginan ni falta
que hace: se fusilan combinadas por un motor artificial capaz de darles
coherencia estándar, hablemos de espionaje en pareja o de romanticismo
académico.
En 2024 me topé con El
sindicato, un cliché escandalosamente prefabricado que ponía a Hale
Berry a demostrarnos que sigue estando crujiente con más de cincuenta (la
interpretación de ese papel de espía de baratillo no requiere ni una pizca de
su indiscutible talento). En la peli salía también Mark Wahlberg, otro
actor que ha demostrado su talento en varias ocasiones, pero nunca se ha
caracterizado por hacerle ascos a un producto de lata.
La historia, mil veces vista,
daba sonrojo también al oírla: no desperdiciaba una sola frase hecha. Ya digo,
como si los guionistas (un tal Barton que colecciona varios títulos anteriores
perfectamente olvidables y un tal Guggenheim que firmó en tiempos Bad
Boys 2 y cosas del estilo), hubieran metido cuatro líneas
marco en el Chat GPT y a ver qué sale: “¡Coño, pues como lo nuestro! ¡y en
menos tiempo del que tarda en subir el café! ¿eh, Joe?”
La banda sonora de El
sindicato pinta a que procede del mismo artista, por cierto.
Y luego tenemos la romántica Mi
año en Oxford, de este mismo año en curso, el enésimo fenómeno Netflix
que la red promociona en este momento como la película “de la que todo el mundo
habla”, “que todos ya han visto” (al menos dos veces, añadiría yo para
provocar), “que ninguna otra puede desbancar del número 1 en la plataforma” …
En fin, esa clase de reclamos de mierda repartidos por la red, que a estas
alturas no necesitan ni comprobación ni nada.
¡Con la cantidad de abogados
estadounidenses que antes litigaban indemnizaciones millonarias para usuarios
defraudados por las mentiras de las súper-empresas! O los picapleitos se han
pasado al fentanilo, o cobran por adelantado, o están perdiendo una oportunidad
de oro.
¡Qué película la de la chica norteamericana
en Oxford!, ¡qué encuentro con el profe ligón!, ¡qué acercamiento a la poesía
inglesa!, ¡qué british clasista en el pub!, ¡qué compañero gay tan guay!, ¡qué
amiga poco-agraciada-pero-simpatiquísima, enamorada del que no se entera!
(hasta que convenga, of course), ¡qué padre autoritario al que decepcionar!
En fin, la película es otro
festival de tópicos que ha necesitado hasta cuatro guionistas, de la que solo
sé real la que en su día escribió Otoño en Nueva York, aquella
cosa tremenda de Richard Gere y Winona Ryder. Pues a lo mejor,
ahora que lo pienso, hasta va a resultar que Mi año en Oxford
tiene un guion de verdad y uno se siente ya acosado por la IA sin que ésta
intervenga en todo. Pero lo parece.
Es más, estoy empezando a
preguntarme qué escribiría Chat GPT si le dijese ahora mismo: “hazme una
entrada de blog sobre la IA en los guiones de Netflix y ponme ejemplos”
¿Saldría esto?
Las comedias francesas
entrañan riesgos. Mi añorado amigo Pepe G. Berdoy “Atticus” solía decir que cuando
una comedia francesa se vendía con el marchamo “un millón de espectadores en
Francia” salía corriendo en dirección opuesta. Y lo entiendo, porque cuando los
galos se ponen graciosos en el cine, son casi peores que los españoles poniéndose
graciosos desde que murieron Berlanga y Azcona: el horror.
Aquí Franc Dubosc, actor protagonista y director, encara su tercera película después de dirigir una más que digna (Sobre ruedas) y otra discretita, al borde del aprobado aunque con esos vicios inequívocamente franceses (Rumba terapia). En esta tercera que dirige y protagoniza, el título de Misterioso asesinato en la montaña es una chocante traducción de Un ours dans le Jura, o sea, de un oso en el departamento francés (montañoso, eso sí) llamado Jura.
Yo creo que alguno de la distribuidora (lince, que eres un lince) pensó que sonaba como otros “misteriosos asesinatos” estrenados por directores-actores de talento, como Woody Allen en el Manhattan de los 90 y le pareció todo mejor hilado comercialmente hablando, para un público talludito (que es el que había en la sala, sí).
De por qué se tragan
estos sapos los autores de las películas ya hablaremos otro día. Vamos ahora al
turrón. La tercera comedia francesa de Franc Dubosc es francamente buena. Como
dijo nuestro acompañante más joven, es divertida sin ser cutre. Y eso lo resume
bien, porque en medio de la trama (original, intrigante, coherente y divertida)
el guion no se olvida de las piezas más esenciales. Vamos, que se vuelca sobre
una galería de personajes bien dibujados con los que se puede empatizar
(estupendos el propio Dubosc, pero también Laure Calamy, Benoît
Poelvoorde, Joséphine Meaux).
Hay muy pocos clichés
instrumentales (la adolescente, la madame, el sicario, el narco) y sí mucha
verdad en el matrimonio en caída libre con niño “perfectamente normal” y, sobre
todo, en esos policías de pueblo con problemas de personas corrientes que -a
pesar de los pesares- saben hacer bien su trabajo.
Si los Coen siguiesen
formando tándem, la disfrutarían. Quizá hasta comprasen los derechos de un
remake a la americana. Nosotros simplemente nos lo hemos pasado bien con una
buena comedia francesa.
He visto también dos clásico-modernos, una del 68 y otra del 76. La del 68 de Norman Jewison, la del 76 de Sidney Pollack.
En ambas está Faye Dunaway (guapa y precisa).
Son dos fruslerías, cada cual a su manera, vistas hoy con lo que sabemos del mundo. Pero "de calado" en comparación a lo que harían y hacen de un siglo a esta parte los grandes estudios para el gran consumo con estos mimbres.
En fin:
El caso Thomas Crown
Ella luce unos vestidos espectaculares, él un look varonil a prueba de décadas. Pantalla fraccionada a saco, algo rompedor entonces. Música estupenda. Lujo a la americana. Robo un poco chorra. Final coherente.
Los tres días del cóndor
Ella va a cara lavada y cuela como solitaria. Él es hombre de los setenta por la que cualquier newyorkina imploraría secuestro. La Cía es la Cía, como siempre ha sido la Cía. Von Sydow compone con apenas nada el mejor asesino a sueldo del cine de Hollywood (y mira que hay).
Dos títulos comerciales, perfectos para su tiempo, con los rubios más atractivos y carismáticos de aquellas décadas. McQueen y Redford.
Lo he pasado en grande con las dos, obviamente.
Este es el caso, una dramedia o como se diga donde hay mucho más de drama que de comedia, donde varios personajes con la vida rota (incluso el hijoputa de la función), tratan de recomponerse y seguir adelante.
Es difícil hablar de Bob y de quién le da a los likes sin reventar la película, que nada inventa en lo formal (podría pasar por indie noventera en eso), pero que se lanza a tumba abierta a algunas escenas realmente desgarradoras de bondad, tristeza, desolación o esperanza. Sale airosa de cada una de ellas gracias a sus actores, entre los que brillan y maravillan John Legizamo y Barbie Ferrerira, en dos papeles de una hondura y lucimiento que difícilmente repetirán.
Muy bien por ellos. Mil likes, cojones.
Se me olvidaba, pero es que la estrenaron cuando estábamos cerrados por defunción y vacaciones.
No importa que la critiquemos a estas alturas del verano, puede que ya no esté en cartelera, pero eso aquí ha importado siempre poco, pues lo imposible de nuestra misión es triunfar ("¿un blog, tío, todavía existe esa mierda? ¡por Dios...!")
Tom Cruise nunca ha escrito blogs, pero tampoco se ha metido a superhéroe. Para qué, tenía a Ethan y su superpoder cochino: correr para aquí, correr para allá, pegar duro, seguir instrucciones por el pinganillo, tener su propio "Q" negro y tecnólogo, contar con alguna chica mala dispuesta a pasarse al bien encubierto, algún malvado poniendo al mundo en jaque... En fin, la saga. Su saga.
Ésta es más de lo mismo salvo por una razón: se sabe (o se vende como) episodio final y definitivo. Eso implica algunos vicios que lastran lo que una Misión imposible tiene de pelotudo. A saber, la suspensión de la realidad ante un mundo al limite, una solución acrobática (ese salto marca de la casa) y una intriga de poca enjundia tratada a toda prisa para que funcione. Pero en la octava entrega se empeñan en repescar todo lo que la saga tuvo, sus personajes, sus muertos, sus misiones preparatorias de ésta... vaya, hacer balance y que nos cuadre.
Puede que lo haga en caja, pero yo no necesito volver a ver a quienes murieron por Ethan antes de la sentencia final, ni cuántos malvados eran en realidad fichas de un mismo dominó derrumbándose hacia el corazón del atlántico norte.
Resumiendo: lo del submarino es espectacular, lo de la asesina operando francamente ingenioso (ahí la saga vuelve a ser lo que la hizo grande), Angela Basset se pasó en el último planchado y el epílogo del final no huele a final.
Veremos cómo va la caja de la franquicia y de Tom. Si es que no se nos convierte en superhéroe, Dios no lo quiera.
Los libros son longevos, de eso no hay duda.
Llevaba cinco años sin alimentar esta sección de lectores de Tiene Delito, una guía del mejor cine, sus grandes héroes y su villanos, cuando me llega desde la playa esta foto con el joven y estupendo actor Daniel Arias sumergido en su contemplación y lectura.
Porque el buen cine se ve, se oye, se piensa y hasta se lee.
Gracias, amigo. No lo llenes de arenilla.
De pronto los franceses, en medio del carajal por el que parece deslizarse su Quinta República, zarandeada por el desguace de un Estado de Bienestar elefantiásico, la culpa colonial traducida en radicalización de barrios enteros, un envejecimiento evidente de los parisinos patanegra y una lucha de clases nunca resuelta, parece que ha tomado conciencia de su fragilidad. De un tiempo a esta parte le salen los miedos más humanos en pantalla, hasta trata las cosas de la enfermedad o la pérdida y sus burlas en ambas direcciones, produciendo buen cine sobre viejos, enfermos y muertos.
He aquí dos muestras de la tendencia, una del casi septagenario Emmanuel Courcol y otra del veteranísimo Costa Gavras.
Por todo lo alto es una película interesante, aunque irregular, en la que empatizas a tirones con los personajes. Creo que se dificulta más si no eres un galo familiarizado con sus intérpretes. Paradójicamente, es más sencillo en España hacerlo con Matt Damon, Brad Pitt, Morgan Freeman o Scarlett Johansson, que con Benjamin Lavernhe y Pierre Lottin (¿os suenan? pues eso). Sentimos más próximos a los estadounidenses que a los del país vecino, porque los tratamos con mayor frecuencia. Veremos si los aranceles se aplican al cine.
De momento, es más improbable la inmortalidad de esos directores de orquesta, que la de un piloto de pruebas, un espía internacional o una gata ladrona. Pero si alguien se ha ganado aquí la eternidad es Charles Aznavour, que con la bella canción Emmenez-moi le pone alma y música a un momento de la película que se sabe emocionante, pero que el director no quiere climax. Lo es más que el desenlace musical en alto, porque en esto de la vida y la muerte todo puede pasar.
El último suspiro es otra cosa. Costantin Costa-Gavras tiene más de noventa, como Eastwoood y lo ha hecho todo. Su película parece un documental con grandes actores haciendo de médicos y pacientes. Atesora unos diálogos de una profundidad difícilmente alcanzable en los tiempos que corren. Casi suenan artificiales de tan buenos, es un grandioso ensayo -si este género literario se puede aplicar a la pantalla- sobre la medicina paliativa, el acompañamiento final de los pacientes terminales, la necesidad de saber cuándo la lucha debe abandonarse, la libertad de elección, la asunción del dolor por los familiares del que muere.
La conversación sobre las distintas ideas acerca del después de la muerte, con o sin eternidad, es para enmarcar. Toda una lección de cómo puede llevarse al terreno de la sencillez, a lo cotidiano, casi a lo cómico, un encuentro especulativo lleno de densidad y conceptos complejos, entre una tranquila agonizante y un intelectual aterrado.
Almodóvar, hijo predilecto de Francia, debería sonrojarse viendo esta película del griego (también guionista, también "adoptado" por los franceses), que encierra más enjundia en cinco minutos de hospitales que toda La habitación de al lado con sus actrices anglosajonas en interiores de austero relumbrón. Y eso que Julianne Moore y Tilda Swinton nos son más familiares por lo mismo de antes.
Curiosamente, quizá por esa condición de ensayo filmado, a mí la única historia que me rechinó un poco en la de Gavras fue la que encarna Angela Molina, a quien le conozco los trucos, como a Tilda y Julianne. Hubiera preferido en este caso no conectar para creerla mejor. No le rechinaba en cambio a mi mujer, que desconociendo a la actriz española consideró "su último suspiro" como el más dulce de esta película. Una rara maravilla sobre la vida de la muerte antes que la muerte en vida.
Aquí todo es menos explícito o quizá lo parece, porque el primero que se va a un país que no es el suyo es el protagonista español a Portugal. ¡Qué bien fotografía Portugal siempre, ya que estamos! Hay una luz serena que se agarra a paisajes rústicos con encanto especial, melancolía, cotidianeidad, confidencia, vida.
Manolo Solo está como siempre, todo precisión en un papel difícil que va del asombro al derrumbamiento, del vagabundeo a la curiosidad, del cariño a la intriga. María de Medeiros está elegante y delicada, señorial y triste, simpática y evocadora. Y luego, cuando todo parece dicho y hecho, irrumpe Branka Katic, en el papel más expuesto, para el giro de guion donde todo se decide y ella lo clava con una frescura centroeuropea auténtica, una honestidad ambigua, un hacerse querer desde lo mínimo.
Todo a un ritmo sosegado que hay a quien le parece lento, incluso muy lento, pero que a mí me resultó el adecuado. Si algo me molestó fue precisamente el corte que revela un salto del tiempo mayor que el de cualquier elipsis. Un tiempo del que querrías saber más: qué otras historias contaría la señora en la copa del porche, qué vida tiene su cocinera cantante al marcharse cada tarde, qué otros árboles plantó Fernando durante ese tiempo sin que se secaran...
Por que esa Quinta, una vez cartografiada, es como para quedarse a replantar indefinidamente.
Hay trabajo atrasado: las francesas y las afrancesadas, alguna española brillante u opaca, varias mega-gringas de cilindrada atómica, alguna rareza de la que tengo que confirmar su nacionalidad... Y la certeza de que una opinión u otra no importará demasiado. Mientras darla sea divertido, es suficiente.
Y además, se lo debo a un colega. Así que vamos allá, con la solana y el botijo.