La película de Florian Zeller
es astuta en su guion, sobria en la puesta en escena y aparentemente pequeña,
aunque la salpimenten actrices tan solventes, conocidas y queribles como Olivia
Williams y Olivia Colman o especialistas en grimositos como Rufus
Sewell y Mark Gatiss.
Todo eso está muy bien, da a un reparto tan reducido cierto relumbrón. Pero la
gran baza de la película es Sir Anthony Hopkins, haciendo del padre, un papel que
se diría fácil y lucido, de piloto automático para un actor que ha alcanzado ese Olimpo
en el que le basta casi con estar en plano para ser cualquier cosa.
Lo que queda dicho de Hopkins y
otras muchas verdades rutinarias de su solvencia en el oficio (esa ductilidad
camaleónica, esa naturalidad para cambiar de aspecto y hasta de edad, las
sonrisas inquietantes, etc.), valen también en esta ocasión. Pero se quedan
cortas si tienes un caso próximo en la familia, en edad avanzada, con constitución
robusta y mente indefensa, alguien que padezca alzheimer.
La mirada de Hopkins cuando no
habla y solo mira las cosas que ya no reconoce o no entiende, sus cabezonerías e
irritaciones, su miedo y su impiedad, hasta su gesto dormido son prodigiosa y
dolorosamente ciertos. Es un trabajo de composición en un laberinto mental
puesto ante nuestros ojos, para que nos ofusquemos en él y entendamos, si ello
es posible, la soberana putada de esta enfermedad incurable, la verdadera plaga
abatiéndose sobre los padres del siglo XXI.
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