Podría haberla titulado Erice, la venganza.
Treinta años después de su último estreno y veinte de su truncado intento de adaptación a Marsé (El Embrujo de Shanghai que Andrés Vicente Gómez le negó a Erice y le asignó a Trueba), el mejor director vivo del cine español se despacha con su cuarta obra maestra, a base de dirección superlativa, escenas larguísimas, música mínima, reparto máximo, canciones impostadas y cultura cinematográfica inalcanzable.
Sólo Garci tienen ese dominio del legado cultural hispano y la libertad para usarlo sin sonrojo. Los dos han pagado el precio y los dos seguirán ahí, cuando la mayor parte del cine que se rueda en España se haya desecho por su mal envejecer.
Erice te pone libros ante los ojos, hace que su personaje los mire, los manosee, los compre y los lea. Rueda en el Museo del Prado, presentándolo desde la estatua de Goya. Exhibe la estatua a Pío Baroja, convoca al tango, mete el fútbol, cita a Dreyer, a Hawks y a Von Stemberg, transforma a Josep María Pou en Orson Welles y a su actor desaparecido en el coronel Kurtz de la profesión. Hasta rescata el romanticismo de la latas de celuloide y de los viejos cines abandonados. Todo sin estridencia, sin subrayados, sin desniveles, en inteligente y sosegada progresión.
Incluso lo más falso que pueda aparecer en pantalla encaja, porque nadie rueda como rueda Erice. Su planificación es apabullante, de ella obtiene el encuadre perfecto, la iluminación idónea, los detalles que importan, los silencios estremecidos cuando mejor convienen, un final demoledor, hermosísimo.
Basta la secuencia inicial para darse cuenta de que Andrés Vicente Gómez hizo el gilipollas cuando rompió con Erice. Éste filma el arranque de su versión de El embrujo de Shanghai y barre completamente. Por supuesto, está además la historia de otra búsqueda y la elucubración del director Miguel Garay, encarnado por Manolo Solo, sobre el momento en el que desapareció su actor Julio Arenas, que encarna José Coronado (¡cómo están los dos intérpretes!). La secuencia junto al mar es otro puñetazo de talento marca Erice.
Para esos tramos en que la intensidad necesita descender tiene a Mario Pardo y a María León, sabiamente repartidos, dos maneras de entender la verdad interpretativa, y a Ana Torrent, su primer fetiche.
La película redondea una carrera irrepetible. Está lejos de ser perfecta y, sin embargo, es lo mejor que se puede ver este año en la sala grande, hasta que llegue Scorsese. El vasco no se lo ha puesto fácil al newyorkino de Queens.
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