Como dijo el poeta: "nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos".
Eso vale para el que sale en pantalla, pero también para los que le miran y oyen desde las butacas de la fila 16.
Hace diez años, ir a una de Indi con mi mujer y mis hijas habría sido una fiesta total. Ahora, que nos reunimos con sinceras ganas de repetir el éxito de nuestra fórmula, cada cuál ha forjado su carácter y se mete o se desmarca de las historias filmadas, sea quien sea el protagonista. Hasta el más entrañable.
En fin... Digamos que hubo empate.
Indiana Jones y el dial del destino es una buena aventura, hábil en barrer hacia su condición autoconsciente de despedida todo lo que ha ido jalonando la biografía del arqueólogo más inverosímil y querido del mundo. Cuenta una nueva peripecia con objeto mágico, pasado mítico, exotismo mediterráneo y toques oportunos de la década americana que esta vez toca. Con factura irreprochable en cada detalle. Hasta el prólogo del Indi joven aprovecha las luces nocturnas para que el retoque funcione mejor y exhibe un secundario solvente y divertido, con la cara y el cuerpecito de Toby Jones.
Todo funciona en ese arranque e incluso después, atacando los primeros compases de un aventurero jubilado y solo al que enredan a su pesar. En lo que al doctor Jones se refiere, es un placer verle dar el primer latigazo de Indiana en Tánger, desfasado y heroico.
Pero ya no somos los mismos y el acelerón obligatorio a partir de los ires y venires por la ciudad en vehículos de diversa cilindrada y aguante da inicio a un encadenado de secuencias que, siendo un prodigio una por una, hacen demasiado largo el conjunto.
Con un poco más de humor (un eje de la saga al que no se puede renunciar), quizá no hubiese importado. Pero aún con chistes abundantes y mejores un recorte de media hora le hubiese sentado bien a la película.
Otros que ya no son los mismos son los secundarios que sazonan cualquier entrega de Indiana. De los nuevos, decir que la agente negra "black exploitation" promete lo que no da, que el muchacho árabe está muy lejos de ser Tapón y que el buzo encarnado por Banderas desperdicia a un buen comediante en escenas funcionales. Es como si el director le hubiese dicho "mira, no hay personaje, pero siendo tú algo le darás". Quizá se lo dio y la sala de montaje mandó esa aportación al limbo. En ese caso harto improbable, se equivocaron de tijeretazo.
En cuanto a Sallah, qué decir. Al contrario de lo que sucedió con el director de museo Marcus Brody, que fue de menos a más en las entregas en las que participó, Sallah ha seguido el camino inverso hasta ésta, en la que lo fían todo a que se trata efectivamente de él y listo para servir.
Sólo hay un personaje del pasado que da lo que se esperaba. Es, por supuesto, Marion Ravenwood, a la que le basta una escena para agarrarnos del corazón y la garganta, a los espectadores y a Indi. Eso sí que responde a la esencia de la saga, ahí -solo ahí- la película se eleva a los altares.
Porque el gran amor de Henry Jones junior siempre fue la única capaz de contradecir al poeta.
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