Peter Bogdanovich es quizá el último de los directores estrella hollywoodienses que acabaron estrellándose, no se sabe si por la propia crueldad del negocio en Hollywood, si por las tragedias personales aliñadas de muerte violenta, tan de allí, o si por la pérdida de pegada fílmica, sin más. Esa pérdida que negamos acaloradamente los cinéfilos adoradores de cineastas y no digamos ya si pertenecen a la hornada setentera.
En el tirón de su firma, Peter se anticipó a todos, a Scorsese, a Coppola, a Spielberg, a De Palma, a Lucas. Primero como estudioso, entrevistador, ensayista, capaz de sacarle el jugo al viejo Karloff y sentar a John Ford frente a una cámara en medio del desierto, consiguiendo aquellas perlas del irlandés con parche de las que sólo habíamos leído.
Tiró de Cybill Shepherd, Ben Gazzara o Ryan O´Neal en el mejor momento de sus carreras, enredándolos para protagonizar lo que se le antojara. Conseguiría maravillas como La última película, Luna de papel, ¿Qué me pasa, doctor? o Todos rieron. Y a partir de los años 80 fue capaz de sacarse de la manga un par de películas excelentes por década hasta el cambio de siglo; colarse como actor en Los Soprano, con sus gafas y su tupé; seguir haciendo documentales, mantener el cariño de la cinefilia mundial, que le reconocía con gratitud cada vez que hablaba a cámara de cualquier cosa, de cualquier grande de los que había conocido.
Con esa seriedad algo impostada, un poco a lo Umbral, sabiéndose también un grande a su manera. Y con el plus de haber fracasado, para convertirse en leyenda.
Adios, Peter.
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