viernes, 13 de noviembre de 2020

Diez años sin el rey Luis

Hace diez años que nos dejó Luis García Berlanga, un cineasta genial cuyos planos secuencia deberían ser el tema uno en las escuelas de cine de todo el planeta.

Empezó en el oficio co-dirigiendo con Juan Antonio Bardem, creo que el reparto de roles les dio juego y anecdotario para el resto de la vida de ambos. Era el momento de Esa pareja feliz, el título parecía un choteo malévolo sobre ellos mismos.

Luego vino Bienvenido, Míster Marshall. El parlamento del hidalgo ante el balcón del Ayuntamiento ha quedado sepultado por la comicidad salvaje de la perorata de Pepe Isbert, que supera a “la parte contratante de la primera parte” de los Hermanos Marx. Pero esa intervención de Alberto Romea, mientras se abre paso entre sombreros cordobeses de pega, debería programarse en nuestras televisiones al menos una vez por semana, mejor nos iría.

No obstante, hay un hecho que pone de relieve la brillantez absoluta del director. La película nació como un vehículo para iniciar la carrera cinematográfica de Lolita Sevilla, la tonadillera que acompañaba a Manolo Morán. Ella sabía cantar maravillosamente, pero no actuar. El problema es que debía aparecer un tiempo determinado en escena y no sólo cantando. Entonces inventaron la secuencia del camerino, donde todo lo interpretan Morán e Isbert (dos monstruos de las tablas), mientras ella trastea con la ropa y los complementos. Después de cada parrafada, Morán suelta “y si no, que lo diga la niña” y ella “digo”, “ea”, “ozú” y así. Escena inmortal al canto, entre las muchas que Bienvenido, Míster Marshall tiene. 

Novio a la vista le permite a Berlanga hacer una de aventuras adolescentes, de época, aunque hay un "sí de las niñas" clavado en el centro de este hermoso cuento de iniciación a la vida adulta. De paso, Jorge Vico parece un antepasado de Michael J. Fox, en versión mejorada de blanco y negro.

Le sigue Calabuch, una delicia, la más mediterránea de las suyas. Y contra la quinta o sexta flota norteamericana, nada menos, otra vez el puñetero míster Marshall asomando la patita. Pero ahora los locales no se sueñan cowboys, van a la guerra vestidos como romanos de procesión, volviendo a cenar a casa y sin sudar. Grande.

En realidad, Berlanga sólo está precalentando. Lo que pasa es que su primera obra de plenitud es masacrada por la censura. Los jueves, milagro cambió tanto respecto a lo que el valenciano pretendía que éste insistió ante las autoridades en que el censor figurase como autor del guión. No coló, claro.


En venganza, llegan Plácido y El verdugo, obras maestras absolutas, cuyos finales podrían figurar en cualquiera de esas antologías para youtube que les editamos a los de Hollywood con adoración extrema. Son joyas del cine mundial sin discusión, mecanos perfectos de Berlanga y su mejor guionista, Rafael Azcona, con el que sí formó siempre una feliz pareja.

Después, encadena tres obras menos valoradas, pero que ganan con cada nuevo visionado: La boutique, Vivan los novios y, sobre todo, la anticipatoria Tamaño natural.

Toma carrerilla y se marca su trilogía a lo Coppola, pero con la nobleza decrépita de una naciente democracia española como protagonista, en vez de la pujante mafia de Nueva York. Construye consecutivamente La escopeta nacional, Patrimonio nacional y Nacional III. El resultado es soberbio, cómico, incisivo, vigente cuarenta años después cambiando apenas cuatro detalles; y ese Leguineche de mis amores,….

Todavía se permite el rescate de una vieja idea que no pudo materializar en tiempos de Franco por motivos obvios: La vaquilla, su visión de nuestra guerra civil, ácrata, divertida, melancólica, alocada, folklórica… lo tiene todo (¡qué reparto!). Hasta un final descarnado marca de la casa con La hija de Juan Simón de fondo y sobre el cadáver del animal muerto en tierra de nadie. Bestial.


Berlanga tiene cuerda para tres títulos más que rozan la astracanada, pero están repletos de hallazgos, sobre todo el que se centra en una jornada carcelaria de políticos más falsos que Judas: Moros y Cristianos, Todos a la cárcel y París Tombuctú, ésta última su canto del cisne repleto de saludable retranca y no poca melancolía (basta oír el temazo que lo arropa, A ninguna parte, de Manolo Tena).

A continuación, llega el retiro del erotómano y dos años después muere su hijo Carlos. El puto alzheimer quizá le alivió esa pena. 

Berlanga es el rey de un cine español que se reconocía en sí mismo pero desbordaba talento, diversión y mala leche elevados a arte. Sin embargo al final, ya lo dijo su hidalgo, también a este cine “se lo comieron los indios”

Y en esas estamos, maestro.

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