lunes, 21 de marzo de 2011

Terror Universal (1ª entrega)

Los filmes de terror de la Universal se han convertido en clásicos de cinco estrellas a despecho del tiempo y las modas y gustos de varias generaciones. Gran parte del mérito puede asignarse al productor Carl Laemmle y a su hijo, que fueron respectivamente el propulsor de la fórmula y su continuador. Contaban además con directores como Whale, Browning y Freund, maquilladores como Jack Pierce, un genio de los efectos especiales llamado John P. Fulton, directores de fotografía como George Robinson y Milton Krasner o directores artísticos imaginativos y cultivados como Martin Obzina y Jack Otterson. Un grupo de grandes profesionales perfectamente compenetrados para imprimir el estilo intensamente poético de los mejores títulos de la casa, que forjaron prácticamente todos los mitos del terror de siempre hasta que llegó el psicópata: hablamos de Drácula, El hombre lobo, La momia, El hombre invisible y, por supuesto, Frankenstein.

Frankenstein o el moderno Prometeo.

Frankenstein es la historia de un hombre de ciencia que quiso ser Dios y pagó por ello. Podríamos colocarle el primero de una extensa lista jalonada por el doctor Moreau, el dueño de Jurassik Park o el padre de la oveja Dolly, porque la Ciencia violentando a la Naturaleza es una constante de nuestro tiempo que inauguró en la ficción una joven llamada Mary Shelley en 1817. Ésta es también la historia de un monstruo inmortal que nació en Ginebra, sembró Europa de cadáveres y desapareció en los confines del Polo Norte para reaparecer en un sala de cine. Hace ahora ochenta añazos irrumpía en Hollywood uno de los personajes más célebres de la literatura moderna, derrochando poesía y terror con sus torpes movimientos de resucitado, sus costurones de quirófano y la mirada inerte de un ser humano artificial que busca el calor de sus semejantes sin ninguna posibilidad de éxito, porque no existe nada semejante a él entre los vivos. La criatura animada por el doctor Frankenstein, que terminaría usurpando el protagonismo y hasta el apellido de su creador, fue siempre un juguete en manos de un destino no por imaginado menos implacable.

Durante más de cien años permaneció confinado en el interior de un libro fruto de una apuesta entre artistas jóvenes y desocupados (el poeta Shelley, su amante -y futura esposa- Mary, el temible Lord Byron y su secretario John William Polidori), que en el verano de 1816, obligados a permanecer junto al fuego por causa del mal tiempo, amenizaban a su manera las veladas de villa Diodati, en los alrededores de Ginebra. Nuestro personaje (como narró Gonzalo Suárez en la estupenda Remando al viento) surge pues de lo más profundo de una noche desapacible, factor primordial para el nacimiento de un monstruo. Sin nada mejor que hacer, los ingleses más célebres del Romanticismo coquetean con el miedo intercambiando viejas historias de terror del folklore alemán, hasta que lo sobrenatural se apodera del viejo salón y del ingobernable espíritu de los reunidos. Finalmente, cada uno de los presentes se compromete a construir un relato aterrador de su propia cosecha, para decidir después cuál de ellos es el mejor.

Polidori piensa en su amo, el satánico Byron, y concibe el primer vampiro literario. Byron piensa en si mismo, como suele, y no escribe nada. Mary recuerda historias escuchadas en el despacho de su progenitor William Godwin y da forma al científico Víctor Frankenstein, para convertirle en padre terrible. Nadie sabrá nunca lo que pensaba Shelley. Y así nace El Monstruo. Lo escribimos ya con mayúsculas, porque ostenta el dudoso honor de figurar como la criatura, junto al monstruo del lago Ness (en franco declive), que más se conoce en todo el mundo en estos términos.


Tuvo que transcurrir más de un siglo para que un arte nuevo lo liberase: El cine, otro invento fieramente humano que también surgió de la oscuridad para revivir personas artificialmente, sin importar el tiempo que ha transcurrido desde su muerte, y hacerlo a través de la electricidad. En la década de los treinta, un estudio de Hollywood que sigue presentando sus películas con una bola del mundo ceñida por la palabra Universal recogía la antorcha del expresionismo alemán para sembrar el terror en las salas de Norteamérica. El genial movimiento germano, pujante durante el caos de la década anterior y engullido para entonces por la apisonadora nazi, había regalado a la posteridad obras como Metrópolis de Lang o Nosferatu de Murnau. Poco tiempo después y al otro lado del Atlántico, la Depresión estaba en su apogeo y ya hemos recordado en alguna ocasión que el hambre aviva el ingenio... y la capacidad para apropiarse de historias ajenas. Universal International recicló la estética de aquel cine y, como también había hecho la industria alemana, se aprovechó de algunas criaturas literarias de terrorífico atractivo. Así fue como el monstruo de Frankenstein volvió a la vida una vez más.

El artífice del primer largometraje sobre el mito fue James Whale, un director recientemente revindicado en la película titulada Dioses y monstruos que es, por cierto, otra aguda reflexión sobre la divinidad de los creadores y la venganza de sus criaturas. Whale sustituía en realidad a Robert Florey, un director francés del que nadie se acuerda y que posiblemente perdió la ocasión de su vida. No sería el único en lamentarlo: Bela Lugosi, el húngaro vestido de chaqué que encarnó al primer Drácula de Hollywood, su único gran papel, era la primera opción para encarnar al monstruo, pero declinó la oferta al conocer el sacrificado maquillaje que le había diseñado Jack P. Pierce. Entonces apareció Karloff y el resto es Historia del Cine. Su criatura estremeció al mundo, eclipsó al original literario, devoró a su protagonista (el hombre que creó al monstruo) y propició una segunda parte aún mejor en la que Whale tuvo el exquisito detalle de recuperar a Mary Shelley y atribuirle todo el mérito. Como en un juego de muñecas rusas, cada uno de los personajes implicados en nuestro relato le robó el fuego divino a quién le precedió. Mary a un personaje real llamado Andrew Cross; Frankenstein a Dios, la criatura a Frankenstein; Whale a Florey, Karloff a Lugosi... Y todos pagaron un alto precio por ello: la transformación indeseada de su obra, el desprecio, el encasillamiento, la muerte o el olvido.

Los mitos del creador desafiante y del monstruo engendrado por su soberbia siguen vigentes, en el cine y en la vida. ¿Quién será el próximo en atreverse a robar el fuego de los dioses? ¿Otro escritor, un director de cine o el siguiente científico ambicioso dispuesto a estrenarse en clonación humana?
Seguiremos informando.

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