lunes, 28 de marzo de 2011
una escena inmortal de western
miércoles, 23 de marzo de 2011
martes, 22 de marzo de 2011
Templos en ruinas

lunes, 21 de marzo de 2011
Terror Universal (1ª entrega)

Frankenstein es la historia de un hombre de ciencia que quiso ser Dios y pagó por ello. Podríamos colocarle el primero de una extensa lista jalonada por el doctor Moreau, el dueño de Jurassik Park o el padre de la oveja Dolly, porque la Ciencia violentando a la Naturaleza es una constante de nuestro tiempo que inauguró en la ficción una joven llamada Mary Shelley en 1817. Ésta es también la historia de un monstruo inmortal que nació en Ginebra, sembró Europa de cadáveres y desapareció en los confines del Polo Norte para reaparecer en un sala de cine. Hace ahora ochenta añazos irrumpía en Hollywood uno de los personajes más célebres de la literatura moderna, derrochando poesía y terror con sus torpes movimientos de resucitado, sus costurones de quirófano y la mirada inerte de un ser humano artificial que busca el calor de sus semejantes sin ninguna posibilidad de éxito, porque no existe nada semejante a él entre los vivos. La criatura animada por el doctor Frankenstein, que terminaría usurpando el protagonismo y hasta el apellido de su creador, fue siempre un juguete en manos de un destino no por imaginado menos implacable.

Durante más de cien años permaneció confinado en el interior de un libro fruto de una apuesta entre artistas jóvenes y desocupados (el poeta Shelley, su amante -y futura esposa- Mary, el temible Lord Byron y su secretario John William Polidori), que en el verano de 1816, obligados a permanecer junto al fuego por causa del mal tiempo, amenizaban a su manera las veladas de villa Diodati, en los alrededores de Ginebra. Nuestro personaje (como narró Gonzalo Suárez en la estupenda Remando al viento) surge pues de lo más profundo de una noche desapacible, factor primordial para el nacimiento de un monstruo. Sin nada mejor que hacer, los ingleses más célebres del Romanticismo coquetean con el miedo intercambiando viejas historias de terror del folklore alemán, hasta que lo sobrenatural se apodera del viejo salón y del ingobernable espíritu de los reunidos. Finalmente, cada uno de los presentes se compromete a construir un relato aterrador de su propia cosecha, para decidir después cuál de ellos es el mejor.
Polidori piensa en su amo, el satánico Byron, y concibe el primer vampiro literario. Byron piensa en si mismo, como suele, y no escribe nada. Mary recuerda historias escuchadas en el despacho de su progenitor William Godwin y da forma al científico Víctor Frankenstein, para convertirle en padre terrible. Nadie sabrá nunca lo que pensaba Shelley. Y así nace El Monstruo. Lo escribimos ya con mayúsculas, porque ostenta el dudoso honor de figurar como la criatura, junto al monstruo del lago Ness (en franco declive), que más se conoce en todo el mundo en estos términos.

Tuvo que transcurrir más de un siglo para que un arte nuevo lo liberase: El cine, otro invento fieramente humano que también surgió de la oscuridad para revivir personas artificialmente, sin importar el tiempo que ha transcurrido desde su muerte, y hacerlo a través de la electricidad. En la década de los treinta, un estudio de Hollywood que sigue presentando sus películas con una bola del mundo ceñida por la palabra Universal recogía la antorcha del expresionismo alemán para sembrar el terror en las salas de Norteamérica. El genial movimiento germano, pujante durante el caos de la década anterior y engullido para entonces por la apisonadora nazi, había regalado a la posteridad obras como Metrópolis de Lang o Nosferatu de Murnau. Poco tiempo después y al otro lado del Atlántico, la Depresión estaba en su apogeo y ya hemos recordado en alguna ocasión que el hambre aviva el ingenio... y la capacidad para apropiarse de historias ajenas. Universal International recicló la estética de aquel cine y, como también había hecho la industria alemana, se aprovechó de algunas criaturas literarias de terrorífico atractivo. Así fue como el monstruo de Frankenstein volvió a la vida una vez más.
El artífice del primer largometraje sobre el mito fue James Whale, un director recientemente revindicado en la película titulada Dioses y monstruos que es, por cierto, otra aguda reflexión sobre la divinidad de los creadores y la venganza de sus criaturas. Whale sustituía en realidad a Robert Florey, un director francés del que nadie se acuerda y que posiblemente perdió la ocasión de su vida. No sería el único en lamentarlo: Bela Lugosi, el húngaro vestido de chaqué que encarnó al primer Drácula de Hollywood, su único gran papel, era la primera opción para encarnar al monstruo, pero declinó la oferta al conocer el sacrificado maquillaje que le había diseñado Jack P. Pierce. Entonces apareció Karloff y el resto es Historia del Cine. Su criatura estremeció al mundo, eclipsó al original literario, devoró a su protagonista (el hombre que creó al monstruo) y propició una segunda parte aún mejor en la que Whale tuvo el exquisito detalle de recuperar a Mary Shelley y atribuirle todo el mérito. Como en un juego de muñecas rusas, cada uno de los personajes implicados en nuestro relato le robó el fuego divino a quién le precedió. Mary a un personaje real llamado Andrew Cross; Frankenstein a Dios, la criatura a Frankenstein; Whale a Florey, Karloff a Lugosi... Y todos pagaron un alto precio por ello: la transformación indeseada de su obra, el desprecio, el encasillamiento, la muerte o el olvido.

domingo, 20 de marzo de 2011
Una serie sorprendentemente buena

Pero hablando de series, y aun a riesgo de dilapidar mi reputación de los últimos días, estoy siguiendo una titulada "¿Qué fue de Jorge Sanz?" (reposición en el Plus) que me ha reconciliado con la ficción televisiva nacional y con el actor, al que de pronto he empezado a ver muy cuajado cuando antes sólo en algunas interpretaciones me convencía.
Y lo mismo me pasa con su guionista y director, el mediano de los Trueba, que como cineasta no me gustó más que en su primera peli (creo que como novelista es bastante mejor), pero que aquí saca adelante una serie difícil de armar con un resultado fluido, gracioso, malvado y a veces hasta enternecedor.
Y, ahora que está de moda, con cameos realmente buenos y justificados, donde se auto-parodian personajes de la cultura y la farándula de lo más variopinto muy sanamente. Sin ir más lejos, hay una intervención de Juan Manuel de Prada, (haciendo de si mismo en su versión más desagradable), que resulta descacharrante.
Creo que la idea viene de series anglosajonas previas, pero da igual. El resultado merece la pena. Me temo, incluso, que no habrá tenido éxito.
viernes, 18 de marzo de 2011
El mundo según Barney: 3 bodas y un funeral

jueves, 17 de marzo de 2011
Tiene Delito hace nuevos amigos

sábado, 12 de marzo de 2011
Rango

Supongo que un buen resultado puede servir de atenuante. Y Rango da resultado, gracias a un trabajo técnico de primera, una galería de personajes rica y lograda y un argumento elástico en el que se van encajando las ideas "robadas" para fundirlas a la película con la habilidad de un camaleón.
Pero como sucede con Enredado, al imponente acabado técnico y artístico y el razonable ritmo narrativo le falta eso que hoy sólo tiene Pixar: el "toque". Lo más parecido al toque Lubistch que tenemos este siglo, en cine animado y en cine de imagen real. En definitiva, un rango superior.
viernes, 11 de marzo de 2011
Enredados

viernes, 4 de marzo de 2011
Mañana, cuando la guerra empiece
Sólo como capítulo inaugural de serie televisiva se justifica el guión y la calidad desigual de personajes, situaciones y recursos visuales que este título ofrece hasta su sonrojante plano final como película pero pormetedor de futuras tv-peripecias.
Lo chocante es que, desde ese planteamiento, tendría todas las papeletas para convertirse en serie de éxito y, con el tiempo, de culto.
Creo que el cartel lo dice todo:

martes, 1 de marzo de 2011
El apartamento

…Y lo que había allí no era una mansión en ruinas sino un apartamento de soltero. El apartamento 2A, sin nombre en la puerta, alquilado por un náufrago que por fin un día vio pisadas en la arena.
Números, todo números en un mundo rabiosamente similar al nuestro, con su mando a distancia para huir de la soledad y de los anuncios cambiando a otro canal, con sus platos pre-cocinados e individuales, con sus frascos de pastillas para dormir… El New York del oficinista de 1960, cuya ambición profesional se reducía a un despacho propio y una llave para el lavabo de los jefes, aunque mear a su lado no dependiera de la capacidad de trabajo sino de comprarles licor y galletitas de queso que desmigarían sobre sus queridas en el sofá del apartamento de Baxter.
Y es que hace cincuenta años largos, el dios de los cineastas ateos llamado Billy Wilder sabía que, en las Consolidated del primer mundo, a nadie le importaba ya producir otra cosa que datos y confianza con los que aguantar funcionando al sistema y tener las manos libres para ponerlas sobre la ascensorista guapa y vulnerable. Ella misma lo dice al descubrir que ama a un hombre mezquino: Hay víctimas y aprovechados. Es el sino de cada cual y no tiene remedio.
A partir de ahí, nada mejor que aprovechar el apartamento de un subordinado donde evitar escenas o encuentros desagradables que pongan a la esposa en alerta y a la amante en fuga. La mayoría de lo subordinados, en 1960 y ahora, son complacientes cuando se trata de un jefe, o de cinco rifándose tu dignidad por riguroso turno. Hace falta ser de verdad un mensch (es decir, todo un hombre), para plantarse y decir no, aunque sea tarde y por la persona amada. Aunque ella ame al todopoderoso Sheldrake, ese amor le cueste un lavado de estómago y piense que tendría que inventarse una sonda para lavar el corazón.
Jack Lemmon y Shirley McLaine, C. C. Baxter y la señorita Kubelik, tienen que renunciar a sus sueños o, si se quiere, sólo a sus empleos, para dejar de hacer lo que se espera de ellos y mirarse por fin el uno al otro. Lo conseguirán en ese apartamento que va a quedarse vacío, después del champán y dándose cartas, porque la vida consiste precisamente en eso: perder muchas bazas y jugar de nuevo.