domingo, 23 de enero de 2011

El hombre tranquilo



Anoche soñé que volvía a Innisfree…

…Y comprobé que Ford era en realidad un emigrante con morriña. Norteamericano de primera generación, con lo que eso supone –patatas en la mesa como si fuesen pan de trigo, whisky a gogó y maldiciones en gaélico-, nuestro borracho favorito había pasado por todo lo que la industria no podría ofrecerle hoy aunque quisiera: trabajos accesorios, pero relevantes, como el de especialista sin croma, guionista a tanto la página, actor de relleno en el mudo, o director en serie para cubrir el cupo de cualquier estudio emergente en películas de un solo rollo. Aunque todas esas cosas, y en su tiempo, a un irlandés de corazón ni le estremecían, porque le formaban. Hablamos del concepto casi olvidado, pero muy anglosajón, de empezar desde abajo. Dicen que bien utilizado vale para coger a un principiante del sonoro de la talla de John Wayne y putearle hasta hacer de él un actor principal, para enamorar a Katherine Hepburn antes que Tracy o para levantarse ante la liga de directores en plena caza de brujas, decir que haces películas del Oeste y mandar a freír puñetas a Cecil B. De Mille. Cosas de irlandeses emigrados.

Ford no había nacido en Irlanda y, a pesar de su idas y venidas durante la infancia, tenía mucho más fácil encontrar la salida del Monument Valley que localizar un pub auténtico de la isla familiar, donde sus falsos recuerdos recreaban gente noble y cantarina que no hablaba en la barra de sus mujeres cuando bebía a fondo, salvo que hubiese un asunto de tierras o dotes de por medio. Pero fue suficiente para concebir El hombre tranquilo, que se resume en una pelirroja, un paisaje, una culpa y una banda sonora inapelable. Contando, claro está, por puro instinto hereditario, con el guión más irlandés de la historia del cine a cargo del newyorkino Frank S. Nugent (también autor de Centauros del desierto, también descendiente de irlandeses).

Claro que eso no basta si no se sabe poner la cámara y elegir las tomas, lo que nunca fue un problema para Jack, ni en el desierto, ni en los verdes valles de Innisfree. Sabía lo que quería rodar, cómo hacerlo y hasta montaba la película -aunque no firmase esa parcela- por el sencillo procedimiento de enviar sólo la toma buena de las pocas que hacía. Así que nada faltaba para hacer su canto de amor a Irlanda a su manera, ni siquiera el whisky. La pandilla entera (Wayne, Maureen, Victor McLaglen, Ward Bond, Mildred Natwick, Barry Fitzgerald) recrearía su paraíso, lo más parecido que conozco a la utopía. Y como el verso que empieza un buen poema Maureen O´Hara despliega, líricamente fotografiada por otro habitual de Ford, toda la belleza de la historia a través de una interpretación medida y racial que nos muestra alternativamente su deseo, su pudor y su despecho. Desde entonces, no hay Irlanda sin pelirroja. Aunque Irlanda tampoco es Irlanda sin verdor, costa ventosa y paisaje humano desde la iglesia a la taberna, cuya esencia son el excelente y temperamental cura católico, el tozudo hermano de la novia y, sobre todos, el casamentero y corredor de apuestas Michaleen Flynn que retrata al americano como: ”un buen, tranquilo, pacífico hombre, que ha vuelto a casa a olvidar sus problemas. Por supuesto, es un millonario, como todos los yankees”.

Y no puede ser más preciso, porque el adinerado yankee viene pacíficamente a olvidar. Lo hace en cuanto ve a Mary Kate, pero será también su amor por ella lo que le obligue a enfrentarse de nuevo al pasado y superarlo. A fuerza de puñetazos, pintas de cerveza y música irlandesa, popular y sinfónica.

"No me gusta la música de las películas. Detesto ver a un hombre en el desierto muriéndose de sed con la orquesta de Filadelfia detrás de él”. Era otra boutade de Ford, por supuesto, en Filadelfia, en el desierto y en Innisfree. Y allí estaban la partitura de Víctor Young y las canciones tradicionales cantadas a capela para rebatirla. Y rubricar la Irlanda soñada por Ford para su hombre tranquilo, que regresó a su antiguo hogar para quedarse mientras Jack se volvía de nuevo al Oeste, a seguir haciendo películas de indios y vaqueros.

En tiempos como estos, en los que un director de cine tiende a pensar que será un “autor” antes siquiera de estudiar cine o simplemente rodarlo, esta película se conforma con una historia de costumbrismo, amor y redención, para levantarse como otra de las muchas obras maestras de ese tipo que se despidió diciendo: Nunca pensé en lo que hacía en términos de arte, o “esto es grande o estremecedor”, o cosas por el estilo… Para mí siempre fue un trabajo, que yo disfruté enormemente, y eso es todo.

Cuentan que lo dijo tranquilamente.




4 comentarios:

  1. Me acabo de fijar que has cambiado la fotografía, ¡qué seriedad, oye! ¿Acaso hemos crecido y nos hemos hecho más mayores? En fin, me gusta, no creas que son críticas, me he sorprendido, nada más. Me gusta el fotograma elegido de la película, cuántos detalles tiene que hacen un todo, la conversación en gaélico con el Padre, mientras intenta pescar, la plantación de rosas, “Homérico”, sí señor, el que salga todo el pueblo a jalear al ministro protestante para que se quede en el pueblo, las apuestas, que el caballo se pare delante de la taberna, la discusión del jefe de estación, o el dar una florecilla a tu amada mientras se habla de patatas….en fin, una delicia.

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  2. es que esta película no tiene escena mala.
    es homérica toda ella.
    no me he hecho mayor, son las gafas...

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  3. Esto es amor al cine, al clásico, al de ayer, al de siempre.

    Ford es uno de esos personajes únicos, todas sus películas hacen de él una leyenda y cuando eso ocurre James Stewart tenía la respuesta, no sólo válida para el lejano oeste: "Print the legend". Eso has hecho aquí, has dejado magistralmente perfilada la figura de un mito. Gracias.

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