miércoles, 16 de diciembre de 2020

Calderero, sastre, soldado, escritor


La primera novela que leí en mi vida sabiendo conscientemente que se trataba de literatura adulta fue El espía que surgió del frío, de John Le Carré, ese viejo lobo retirado del Foreing Office.

Aquello era toparse de frente con el desencanto en su versión inglesa más genuina: el imperio, las ideologías, el amor, los principios, la esperanza... todo en fuga, arrojándose desde el otro lado del muro, bajo ráfagas enemigas dispuestas a pulverizarlo.


Luego le hinqué el diente a El topo y a La gente de SmileyUna pequeña ciudad de AlemaniaEl honorable colegialLlamada para el muertoEl espejo de los espíasLa chica del tamborLa casa RusiaEl espía perfectoEl sastre de Panamá,... hasta el último trago de acíbar me bebí con Le Carré

Tenía una foto en la trasera de mi edición de La chica del tambor (regalo de una antigua novia que me conocía los vicios), en la que David Cornwell, nombre autentico del escritor, lucía una cara de espía elegante y curtido, muy lejos de Bond, cerca de la clarividencia más pesimista.


El cine y la televisión le trataron bien. Los mejores intérpretes de cada década y algunos de los directores más inspirados, la mayoría artesanos sin ínfulas pero muy solventes, hicieron grandes adaptaciones de su obra. Y con 89 años nos parecía que el tipo iba a escribir aún veinte obras menores capaces de dar cien mil vueltas a las de los supuestos chicos airados de las letras británicas que le sucedieron.



A veces, en la oscuridad de los insomnios que asaltan en los tiempos que corren, me da por pensar en cuándo tocará saltar el próximo muro sin posibilidades ciertas de escape. 

Adiós, Le Carré.  


 

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