sábado, 28 de marzo de 2020

1917


1917 de Sam Mendes es, sobre cualquier otra cosa, un prodigio técnico y estético. Desde esa premisa (plano secuencia incluido) está rodada, en mi humilde opinión. Aunque todas las películas, cuando llega el momento del rodaje, son en esencia eso: estética y técnica. Antes viene bien tener un guión sólido y, sobre el terreno, a unos intérpretes adecuados y empáticos. De todo eso hay en la última de Mendes, aunque el proyecto está más fuerte en el “cómo se rueda” que en el “qué se rueda”.

Soy el primero en asumir que la guerra es de por sí un escenario inverosímil, en el cual todo es posible, lo mejor y lo peor, lo más delirante, lo surreal, lo absurdo y lo sorprendente. Salvo la maldad de los alemanes, que nunca sorprende, porque va de fábrica en cualquier película anglosajona que se precie. En ésta también.


Pero, como dice mi hija viendo las peripecias del soldado Schofield (muy bien George MacKay), “este muchacho tiene una flor en el culo”. Aparte del calibre de la misión encomendada a según quién, el risible apoyo prestado para que llegue a término y algunas inverosimilitudes más. Pero ya digo, para inverosímil, la guerra, y no digamos la primera mundial, en la que los países se enzarzaron cuando la prosperidad general más lo desaconsejaba y ninguno obtuvo uno sólo de los objetivos trazados antes de empezar tiros y trincheras. Ninguno.

Y encima incubaron la siguiente. Así que no debían estar llenos de lumbreras ni el Estado Mayor ni los centros de mando rodeados de sacos terreros. Podemos dar por buena la peripecia, no hace falta ceñirse a la verosimilitud (ya saben la ironía hitchcockniana: “ah, ya… mis amigos, los verosímiles”). Mendes hace lo imposible para que funcione cuanto muestra. Lo consigue.

Eso sí, al final se cubre con la dedicatoria, en la que apenas le falta llamar a todo “las batallitas del abuelo”. Sólo por ese detalle cobarde ya no merecías la medalla, Sam, y te la levantaron en los Oscars. Así es la guerra.


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