lunes, 20 de mayo de 2019

Ese es mi bistec, Valance. Artículo 7.


CINE Y DULCES: SALTARSE LA DIETA

El otro día vi una película de Tarantino, la última que me quedaba de este talentoso frívolo de la crueldad, y me topé con una de esas estupendas frases suyas, entre palabrota y crimen: “Coño, nena, eres tan dulce que haces que el azúcar sepa a sal”. Y se hizo el clic: Coño, nena, vamos a escribir de azúcar. El dulce del Cine, que se utiliza como símbolo de la tentación, la gula, el egoísmo exacerbado, la despreocupación suicida y, afortunadamente, como canalizador ocasional de asuntos representativos y representables del amor carnal.


La película Julie & Julia (canto a la cocina francesa y no al dulce), dejaba una máxima muy reivindicable: "La gente que ama comer, siempre es la mejor gente". Eso –en el Cine– no aplica con los dulces. La repostería es así, una codiciada colección de delicias listas para ser asaltadas a la menor ocasión y con remordimiento. Había un pastelero en Cyrano, un bonito relevo generacional en Tiempos de azúcar y una libérrima confitera en Chocolat, pero con frecuencia el objeto se superpone al profesional que lo realiza y suele cobrar significados tremendamente inquietantes.


Es mucho más potente ver a la Reina del Invierno de Las Crónicas de Narnia corromper al niño con delicias turcas que verlas hacer, aunque el niño luego caiga igual en la tentación de comérselas. Es más importante la tarta de almendras con la que una esclava consiguió enamorar a un sultán, que su receta. El chocolate afrodisiaco que compra sin pudor la hasta entonces desatendida esposa provinciana, que los estimulantes ingredientes de los que está hecho (qué poca visión la del espectador, caramba).  


La misma importancia cobra el strudel (y su crujiente hojaldre) que pide Christopher Waltz-Hans Landa en Malditos Bastardos y obliga a compartir con él a Mélanie Laurent-Shosanna; o los Twinkies que busca Woody Harrelson obsesivamente en Zombieland. Son objetos ligados a la perdición. No me acuerdo de cómo se llamaba Woody en tierra de zombies, pero sí de la golosina que prefería. En resumen: para variar, interesa más el pescado que la caña.


Pero aquí queremos hornear con meticulosidad, persiguiendo la perfecta combinación entre personaje y dulce de su predilección: Os emplato por tanto a Gustav, el niño tragón de Charlie y la fábrica de chocolate, que engulle sin límite y desagradablemente, lo que le costará la descalificación rápida del millonario inventor Wonka, aunque, como cliente, el muchachito no tenga precio

A la Lee Remick- Kirsten, adicta al chocolate y a través del cual se convierte en alcohólica en Días de vino y rosas (pues lo importante es la adicción, no tanto a qué).  


Las tostadas francesas que preparan de conjunto Kramer padre y Kramer hijo en Kramer contra Kramer, un momento que certifica la conexión doméstica entre ambos, muy distinta a la del padre divorciado que lleva al vástago a comer hamburguesas los fines de semana alternos.

El donut que resume la gula ilimitada de Homer en Los Simpson, la película. El postre rosado con forma de enormes senos femeninos, ante el que el Philippe Noiret de La gran comilona (historia de un suicidio gastronómico colectivo), entrega finalmente la cuchara. Como prolongación de esta idea de morir comiendo (en vez de matando), podemos incorporar al Mycroft Holmes-engullidor de puddings, en uno de esos largometrajes para televisión que se marca últimamente la BBC.




Y a título carnal, Elizabeth-Basinger sacando en Nueve semanas y media la lengua para recibir la miel directa del bote, una miel que lo va a poner todo dulcemente sucio y apetecible. Esta secuencia culinario/erótica no retrata al personaje, pero es (junto con el streaptease juguetón), la única que permanece mínimamente a salvo de aquella película-madre-de-todos-los-spot-cool-de-los-80. Y os prometí hace un par de artículos que hablaríamos de ella. Sin embargo, aún con sexo de por medio, el dulce funciona mucho y bien como visual metáfora en negativo y suele tener mal desenlace. 


He reservado el ejemplo paradigmático para el final: Se nos está acabando el azúcar y hacen falta cantidades ingentes para cocinar a Maria Antonieta, a la cual la fiesta le pasará factura, pero cuyo carrusel de crema, que en la versión de Sofía Coppola precede al desastre, es digno de verse y anticipa a todo color la revolución pendiente. 

Sabes que la cosa va a terminar en el tajo (esa es mi cabeza, Valance), pero los planos cenitales de platos repletos de golosinas son todo un deleite para los sentidos. Es Cine, así que no te importe, ese deleite culpable lo experimentas en la oscuridad.


(*Artículo publicado en KOBE MAGAZINE,  Abril 2018)

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