jueves, 14 de junio de 2018

Las estrellas de cine no mueren en Liverpool


Un argumento sencillo, no demasiado original, afinado por un guión muy inteligente, cuidadoso, una puesta en escena estupenda y un reparto fantástico. Así se hace una buena película.

Annette Benning, una de las pocas actrices de su edad que sigue encontrando papeles de altura, da un verdadero recital de fragilidad y entereza, divismo y humanidad, según toca. En esta ocasión, por vez primera, el espectador no rabia al ver a otra actriz encarnar a una estrella del pasado, para el caso Gloria Grahame. Es mérito de Annette, por supuesto, aunque quizá le ayuda hacer de una estrella que, aún siendo real, limitó su fulgor a poco más de una década lejana.


Grahame participó en varias obras maestras de los 40 y los 50 (Qué bello es vivir, En un lugar solitario, Cautivos del mal, Los sobornados, Deseos humanos), pero nunca alcanzó la categoría de mito de camiseta.

El chaval, ya no tan chaval, Jamie Bell, se pliega al oficio de la dama con absoluta devoción, lanzándose a tumba abierta con acierto. Su desparpajo, suspicacias, confusión y pena arrasan al espectador. Julie Walters o Vanesa Redgrave, las madres de los amantes, juegan hace mucho tiempo en otra liga, esa en la que les basta estar para dominar la escena.

Las estrellas de cine no mueren en Liverpool dura 106 minutos incluyendo los créditos, pero podría durar igualmente hora y media a toda potencia. Su romanticismo late genuino y gracias al “bardo” (obviamente el de Stratford) consigue un momento bellísimo sobre las tablas de un teatro vacío. No es la única escena para quitarse el sombrero, aunque sí la culminación de esta historia sencilla, sentida, probablemente tramposa, pero auténtica en pantalla. En el cine, es lo único que importa.


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