miércoles, 8 de mayo de 2013

A dónde vas y para qué


El último cine español está intentando a través de propuestas de género que el espectador joven se reconcilie con él. Durante décadas, con una identidad mucho más reconocible que la actual, se dirigió casi en exclusiva hacia un público mayor de treinta años (con excepciones puntuales como el “cine quinqui” o los Cracks de Garci en los Ochenta). Y luego ha gozado de tirones taquilleros y reconocimiento gracias a incorporaciones novedosas, como la garra visual de Alex de la Iglesia, el gamberrismo de Santiago Segura, la originalidad de Medem, la sensibilidad indie de la primera Coixet, la "jamonópera" de Bigas Luna, el oído para la calle de León de Aranoa o el primer Mañas, la autoría estratosférica de Almodóvar.

En paralelo, Amenábar inauguró con Tesis una nueva vía de acceso al público: despojar a las historias de identidad geográfica o cultural para realizar productos "globalizados" donde la solvencia de la trama se bastase por sí misma. Donde la universalidad no fuese consecuencia del localismo, sino que estuviese de partida al omitir referentes de origen más allá del idioma. Sus dos primeras películas, ambas fascinantes y de gran éxito, demostraron la eficacia de su fórmula, a la que le fue introduciendo variaciones y referentes según evolucionaron sus inquietudes. Seguramente porque para él no era una fórmula, comercialmente entendida. Eso es más cosa de productores.

En cualquier caso, había dejado una puerta abierta por la que entraron Mateo Gil con su Nadie conoce a nadie, Monzón y La caja Kovak, Balagueró con REC, Bayona y El Orfanato. El cine de género encontraba nuevos espacios y, en manos de cineastas con voz propia, se adaptaba al terreno del policíaco en títulos como La caja 507 de Urbizu, Celda 211 de Monzón en su mejor propuesta hasta la fecha o el último Grupo 7 de Alberto Rodríguez, por hacer corta la lista.

Al mismo tiempo, algunos productores españoles miraron hacia Argentina que, aportando más talento que plata, consiguió bombazos como Un lugar en el mundo, Martín Hache, El hijo de la novia o El secreto de sus ojos. Películas sin género, universales, con éxito y premios. Coproducidas, pero inconfundiblemente argentinas.

Y entre tanto, coqueteos aislados aparte (a dos por década), como el de Río abajo de Borau y Remando al viento de Gonzalo Suárez en los ochenta o Perdita Durango de De la Iglesia y Two Much de Trueba en la década siguiente, algunos más se animaban a rodar con el idioma de Los Otros (de nuevo Amenábar). En inglés serían, ya en este siglo, Los Crímenes de Oxford (de nuevo Alex), los terrores de la Fantastic factory (Balagueró y especialistas foráneos como Brian Yuzna), Ágora de Amenábar, Blackthorn de Mateo Gil... hasta llegar a Cortés y su Buried, Bayona con su Lo imposible o  Muschietti y su Mamá

La versión más depurada de este planteamiento -película con financiación española, pero en inglés- la pone Vicky, Cristina, Barcelona, donde se financia a Woody Allen y éste consigue armar una historia en la que el idioma de los personajes autóctonos adquiere categoría de gag (y la identidad catalana también).

La tendencia se bifurca enseguida y, junto al creciente número de películas directamente rodadas en inglés, se vienen produciendo otras que, aunque habladas en español, responden explícitamente a moldes anglosajones de consumo. Los últimos días y Combustión son los ejemplos más recientes -hay muchos más en camino- de esta especie de rendición que se me antoja suicida. ¿Para qué pagar la entrada por una copia barata teniendo por el mismo precio el lujoso original?

Así las cosas, reforzadas por la especial predilección de las cadenas televisivas hacia la producción de este tipo de apuestas, lo que se filma manteniendo cierta identidad (aún a riesgo de reducir su público una vez más al eminentemente adulto), se queda en cifras simbólicas por su falta de promoción, sus estrenos limitados y, no pocas veces, su poco interesante relato. Acaba, en fin, figurando en los papeles como el cine subvencionado no rentable y, por tanto, sobrante.

Con todo, un factor incomprensible como ningún otro atenaza todas estas fórmulas más o menos desafortunadas de sobrevivir como industria: Sus cabezas más visibles (los intérpretes) y los medios responsables de promocionarla o difundirla resultan ser colectivos que se entregan cada día a la adoración y el cuidado de su competidor más directo.

Si en los momentos en los que Coronado promocionaba el papel por el que ganó el Goya, El País le reunía con la Verdú para que juntos recrearan en una sesión de fotos a personajes de Blade Runner, Bond, Cleopatra, Bonnie and Clayde, Batman, etc., el Cinemanía de este mes da otra muestra muy elocuente de este problema en su reportaje “Cartelera de estilo”, que consiste en recrear carteles de famosas películas con -de nuevo- actores y actrices españolas que se prestan encantados al homenaje. Éstas son las películas homenajeadas: El gran Gastby de Clayton, Perdición de Wilder, Rebeldes sin causa de Ray, Bullit de Yates, Annie Hall de Woody Allen, Buscando a Susan desesperadamente de Seidelman.

Títulos míticos españoles, o tan siquiera europeos recreados para la ocasión: Cero.

A lo mejor soy un aguafiestas o un tocapelotas, pero a mí esta cinefilia excluyente me transmite un mensaje bastante directo: Éste es el cine que de verdad nos gustaría hacer, el que nos gusta ver, del que nos gusta hablar: El de ellos

Y esta impresión no lleva implícito que, por contra, debamos mirarnos el ombligo ni glorificar la España “eterna”. Pero entre ponerse autárquicos o casticistas y este papanatismo recurrente, debería existir algo alternativo que demostrase cierto criterio de marca.

Porque después el público, ya se sabe, mitifica lo que está sobre los pedestales.




viernes, 3 de mayo de 2013

Alacrán enamorado


Alex González tiene otro protagonista en cartelera, el skin reconvertido en boxeador que responde al nombre de Alacrán y que, por supuesto, se enamora.

Se trata de la nueva película de Santiago Zannou, el director de la premiada El truco del manco, que esta vez se zambulle en el mundo del boxeo y de las pandillas neonazis para fijarse en un desclasado que aprende a canalizar su rabia y sus ganas de sacudir al mundo a través de la disciplina del ring, el respeto por el adversario y el amor de una chica mulata.

Sí, ya sé: se trata de otra historia que no resulta demasiado nueva.  Tenemos en ella al viejo maestro echado a perder pero capaz de enseñar lo importante, al díscolo discípulo que le coge aprecio, a la bella mujer que disuelve en amor todo su odio, a la odiosa manada que mastica la traición de uno de sus líderes, al interesado jefe de filas político, al hermano de sangre carcomido por los celos,…

Ese es el talón de Aquiles de la película. Lo que nos cuenta nos lo han contado ya en bastantes ocasiones en títulos de allende los mares. Y la versión de Zannou ni se mete en complejidades políticas o sicológicas, ni busca sorprender en ninguna de sus facetas, solo soltar unas cuantas verdades contundentes a la barbilla del espectador. Lástima que la vocación de ser directo le haga pecar de esquematismo y sobreentendidos en demasiadas cosas, porque tiene un excelente reparto liderado por los hermanos Bardem, una puesta en escena precisa y adecuada, un sentido del ritmo que explota en el gimnasio y se ralentiza en la calle con acierto y clima.

Para ir terminando, esta es una película que llega un poco tarde, lo suficientemente comercial (aunque la taquilla no le responda tal y como están las cosas), lo suficientemente humana y amena, no demasiado enjundiosa, pero honesta. 

lunes, 29 de abril de 2013

Combustión: La gasolina está muy cara.


Después de Invasor, Calparsoro reincide con Combustión y el resultado en pantalla es visualmente igual de aseado, pero mucho peor que el de aquella en términos narrativos.

Las dos pecan de una ausencia de identidad notable, porque podrían suceder en cualquier lugar de patrones occidentales entendidos a la anglosajona manera. En la bélica Invasor olvidando que remite a un telón de fondo -Irak- de enorme calado y que, partiendo de él y aún ciñéndose a una historia "de género", lo que hubiera aportado riqueza y novedad (comercialmente benéficas) a la película, sería encontrar el punto de vista de país en un conflicto contado siempre por los estadounidenses con más o menos sentido crítico sobre el papel de la tropa, los mandos y la población civil.

Invasor recorrió el mismo camino que sus modelos, consiguiendo evitar el agravio comparativo de los presupuestos, pero naufragando en lo esencial: dar alguna respuesta (o especular) sobre qué hacía España allí, cómo lo vivía nuestro ejército, qué política se dictaba, sobre el terreno y al regreso a casa para los profesionales de la guerra. Nada de eso aportó la película, volcada exclusivamente en el misterio versus reivindicación de la verdad. Pero una verdad relativa a una escaramuza como muchas antes vistas e incapaz de elevarse a categoría. Incapaz también, y éste fue su mayor déficit, de aportar información o hipótesis interesantes al espectador español por ser las nuestras. Nuestra información, nuestras hipótesis, nuestro caso, nuestro papel en aquello.

Combustión, ciertamente, es menos ambiciosa por lo acotado e irrelevante de su universo, digamos que  es más de género aún. Se mueve en un mundo cerrado de personas en el filo, que obtienen los recursos para sus pasiones de un difuso espacio de clase alta representado por viviendas y eventos sociales caros, donde cazar ingenuos con el gancho de una chavala imponente que encarna Adriana Ugarte con convicción. Hasta aquí bien.

El problema llega en la elección de ingenuos, en especial del ingenuo que completará el triángulo cuyos ángulos rojos sostienen el atractivo jefe de la banda (Alberto Amman) y su chica-cebo. Un ingenuo que lo es y no lo es, alternativamente y a capricho del guionista. Un personaje con el que Alex González hace lo que puede, del que nada sabemos al principio, pero que se comporta de forma insensata nada más comenzar la trama, sin que la información posterior que nos ofrecerán de él justifique esa querencia por el lado salvaje, encoñe aparte.

Ni una conversación con ese amigo invisible (al que emplea de escudo cada vez que desaparece), para manifestar su tedio ante la vida lujosa pero anodina que se le presenta como consorte de la joyera. Ni un pellizco de nostalgia por su pasado automovilístico, ni una mínima sutileza en su deslumbramiento fulminante ante la guapa peligrosa.

Se diría que Calparsoro cuenta con la información que el espectador ya tiene antes de entrar en la sala sobre este tipo de relatos (de nuevo el modelo hollywoodiense de relato), para no molestarse en presentar la propia. Hay unos guapazos que se atraen y eso parece bastar, ya sabemos cómo van estas cosas. Pero ahí radica el error, porque si ya sabemos cómo va esto ¿para qué verlo una vez más? ¿O es que el público de las pelis "combustibles" es como el del cine de artes marciales, que a primera vista parece demandar mínimas variaciones de un patrón único? ¿Acaso la espectacularidad de las carreras, persecuciones y trompos va a marcar la diferencia o el plus, al modo norteamericano? Entonces tendremos que esperar a la sexta secuela de la saga, porque en esta entrega se han quedado cortos de coches, de riesgo y de gasolina.

El eje narrativo de volantazo en volantazo, la acción demasiado limitada, el comportamiento poco sagaz del "malo", la complicidad entre los hombres apuntada con cierto tino, pero mal desarrollada y resuelta... y, sobre todo, la ausencia absoluta de sorpresas, lastran la película hasta griparla.

Hace falta un guión muy habilidoso cuando se cuenta en Madrid lo que normalmente vemos suceder en Detroit, Chicago o las polvorientas carreteras de Nuevo México, para obtener la "suspensión de la realidad" que necesita cualquier película a la hora de funcionar. En las películas del Hollywood actual, digamos que esa suspensión viene de fábrica. En España hay que ganársela conectando el relato con el país en el que sucede,  sacudiéndose los clichés norteamericanos de encima, buscando un tono propio para alcanzar la temperatura en la que las pasiones se encienden y las decisiones se toman desde la adicción a la fatalidad tan del cine.

Y tan nuestra.



martes, 23 de abril de 2013

Día del libro


"La televisión es muy educativa: siempre que alguien la enciende, cojo un libro y me voy a mi cuarto a leer." 
Groucho Marx.










miércoles, 17 de abril de 2013

Oblivion: Cruise más solo que nunca.


Llevo cinco años sin acercarme al cine a ver a Tom Cruise. Pero, maldita sea, hay que ver qué bien se conserva el tipo.

Tres matrimonios fracasados, la expulsión de la Paramount, su insistencia en franquicias ajenas a la creciente supremacía de los superhéroes, su indisimulado liderazgo en la cienciología esa que tan turbia pinta, ... todo ha terminado por convertirse en un rosario (con perdón) de decisiones acertadas más que de baches.

Cruise -un enigma posiblemente trágico tras la sonrisa de chaval-, sigue manejando su carrera con nervio y bastante habilidad a la hora de elegir los temas, el reparto y los técnicos de sus proyectos. Cruise sabe adaptarse para resultar siempre un cineasta de su tiempo. No dirige las películas que protagoniza, pero las controla hasta el mínimo detalle, que es casi lo mismo. Y, además, luce una forma física que le autoriza a encarnar héroes en la treintena con cincuenta muescas en el carnet de identidad. Como si de verdad le hubieran borrado la memoria y sólo tuviera que pilotar una nave molona, solazarse en viejas hazañas deportivas y gozar de algún que otro chapuzón con una controladora aérea maciza y complaciente.

Aunque a veces el sueño le traicione y se le aparezca una mujer que dejó por el camino.

Quizá por eso Oblivion es una película cortada a su medida, de las que no se entienden sin él.

Oblivion habla de un futuro de cómic a lo Metal Hurlant, remozado para la ocasión (la era del videojuego), y seguramente en el territorio cómic luce más su guión con el estatismo trascendente que otorgan las viñetas a los silencios y las soledades sobre el paisaje después de la batalla. Rescatar claves de este género de la fanta-ciencia y referentes cinematográficos de pedigrí funciona muy bien en el circuito comiquero. No tanto en pantalla, donde los consumidores de blockbusters quieren acción inmediata (a lo De Mille, empezar con un terremoto y de ahí para arriba), y los degustadores de cifi necesitan "filosofería" sólida además de estética.

Esta película tiene estética, poderosa, cuidadísima, luminosa, creíble y seductora en su estilo Apple (esa moto, ese helicóptero, esa piscina, todo diáfano, todo blanco, todo muy "think different"). Y arranca en sus imágenes suave y con la dosis exacta de solemnidad y sugerencia. Cruise funciona. Está solo, más que nunca, como la estrella solitaria en la que se ha convertido. Hasta en su relación con la partenaire pulcra y sexy la frialdad cordial es la norma y favorece al clima de la historia que así sea.

Sobran explicaciones en off que se dialogarán más tarde, mermando la capacidad de descubrir del espectador (esas decisiones post-test que estilan en Hollywood...) y ofreciendo demasiadas claves al aficionado mayor de edad. Pero vale. Cruise no pretende obras maestras, sino entretenimientos a la moda, con medida originalidad y producción a su altura, genuinamente americana.

Así que su quehacer de piloto especializado en averías tiene que sazonarse con un guiño a la super bowl, la gorra de los Yankees, la goma de mascar, una vieja canción en vinilo... Cosas que le sientan bien a Cruise, mientras llega el momento de la verdad.

Para representar ese momento crucial, recoger un libro de los escombros es quizá el mejor hallazgo narrativo de toda la película. Paradójicamente, es a partir de ese momento cuando irrumpen las decisiones más desafortunadas del guión, los lugares comunes extraidos de títulos mejores, mezclados con acierto decreciente en la peripecia de Tom.

Las relaciones entre su personaje y los que irán introduciéndose en su rutina solitaria, evidencian esta imposible combinación entre las inquietudes de un solo hombre y la aventura colectiva en la que tendrá que implicarse, sin saber muy bien qué cara poner ante cada interlocutor que se cruza en su camino.

Después, lo que se espera si se tienen 15 años: la mujer amada, los vuelos rasantes, la misión suicida con trampa agradecida que desprecia el verdadero final, el que imposibilita secuelas. Y el fundido a créditos.

Una espectáculo solvente, donde se trenzan con calidad presupuestaria los aciertos y las cagaditas. Quizá porque el solitario Tom tiene cincuenta palos. Y yo voy directo hacia ellos.

Es lo malo de recordar.


miércoles, 10 de abril de 2013

Efectos secundarios del cine



Si me comunico con un radioaficionado alemán, me parece un espía. 

Si escucho megafonía en el patio de un colegio, me parece el patio de una cárcel del Medio Oeste. 

Si oigo un coro infantil cantando en inglés evoco los cuervos de Hitchcock concetrándose en los columpios para el próximo ataque. 

Si ayudo a subir un cochecito de niño por las escaleras de una estación, me siento como Eliot Ness. 

Si escucho a un político español me parece vivir en una película de Berlanga.

lunes, 8 de abril de 2013