La primera vez que reparé en Marisa Paredes fue en una serie de TVE titulada El olivar de Atocha, en la que hacía de criada con carácter, enamorada de su señor en los años que rodearon a nuestra más manoseada guerra. Recuerdo que ahí descubrí una actriz con carisma desbordante, capaz de sacar petróleo de un personaje de radionovela. Entonces reparé en que ya la había visto en cosas anteriores (y mejores), en tele y en cine: la serie Cervantes, multitud de obras en Estudio 1, Tras el cristal de Villaronga, Cara de acelga de José Sacristán, Tata mía de Borau, Las bicicletas son para el verano de Chávarri, Entre tinieblas de Almodóvar, Ópera prima de Trueba... hasta en El mundo sigue de Fernán Gómez aparecía.
Los protagónicos incontestables y divinos llegaron después, con el mismo Almodóvar. Andaba éste por entonces estilizando su cine en melodramas que requerían de grandes actrices. Y ahí estaba la Paredes, que te podía hacer de esposa de Imanol Arias llevándole diez años sin que se notase. En La flor de mi secreto era una víctima del desamor perfecta en su fragilidad y su soberbia. Antes se había medido con la Victoria Abril más infalible en Tacones lejanos con igual fortuna.
Su estrellato almodovariano le permitió hacer papeles magníficos en elencos de Gonzalo Suárez (La reina anónima), del mejor Ripstein (Profundo carmesí, El coronel no tiene quien le escriba), de Roberto Benigni en su título mayor La vida es bella y una de las excelentes películas que hizo en España el mexicano Guillermo del Toro, con Luppi y Noriega en uno de sus afortunadísimos malvados: El espinazo del diablo.
Repitió con Almodóvar en Todo sobre mi madre, Hable con ella y La piel que habito, dos de ellas oscarizadas, la otra muy discutible, pero con el protagonismo de un Antonio Banderas consagradísimo como estrella internacional. Ella para entonces volvía a completar elencos sin comandarlos, pero con solvencia y magnetismo para regalar.
Marisa Paredes lo hacía todo bien, salvo el papel de anodina. Rodó en Francia, España, Italia, Iberoamérica. Fue grande en teatro, cine y televisión. Había dejado de topármela en las producciones que siguió haciendo hasta ayer. La última vez que la disfruté fue en Petra de Jaime Rosales. Ella ya había pasado de los setenta y hace siete años de aquello.
A las grandes actrices me cuesta menos verlas envejecer que a ellos. Y no caigo en la cuenta de que algún día se retiran, reciben homenajes semi-póstumos, mueren. En ese limbo estaba yo, ocupado en mis cosas, cuando se murió Marisa.
Otra diva perdida. Buen viaje.
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