lunes, 4 de noviembre de 2019

Mientras dure la guerra


Con o sin solvencia en la dirección y en la producción, que aquí se tienen ambas, las películas de guerra no suelen destacar por su sutileza, puesto que aún a toro pasado parten de unos buenos y de unos malos (en las guerras que no son nuestras, también). El tema bélico lo facilita, así que resulta paradójico que las películas sobre intelectuales (aún las ambientadas en tiempos de paz), tampoco suelan ser demasiado sutiles, la verdad.

No le vamos a pedir a Amenábar filigranas analíticas. Pero, teniendo en cuenta los antecedentes, no le ha salido mal su apuesta. En primer lugar, porque arma a todos los personajes de razones, incluso a los que cargarán con la maldad de ganar y apoderarse de la victoria por décadas. En segundo, porque el personaje de Unamuno, contradictorio y brillante como pocos, parece concitar hoy en los españoles algo que de un tiempo a esta parte va cayéndose a tiras: el respeto.

Además, Amenábar tiene a un actor magnífico para encarnar a Don Miguel (Karra Elejalde) y otro (Santi Prego) que no sólo aporta el parecido físico y la vocecita de Franco, sino que se lo curra bien para matizar al astuto gallego que va a hacerse con el mando militar y del Estado “mientras dure la guerra”.

El falangista con bigotito, pelazo engominado y dos dedos de frente no comparece en primer plano de esta película “tibia”, aunque de posición más que clara. Las atrocidades del bando sublevado, que podrían recrearse dado que todo sucede en su zona, se resuelven en elipsis (los disparos lejanos, las desapariciones, los informes) o insinuaciones tolerables (unos cadáveres de cuneta, una viuda desgarrada, una detención sin papeles, a las bravas).

Por descontado, algunos detalles juegan al oportunismo o a la adhesión. Los más evidentes: que las regiones nombradas son las habituales, con lo que se diría que nunca encajaron, que España es lo demás, cuando todo es España, menos mal que Unamuno está ahí para decirlo. La bandera que lleva la peor parte es también “la de siempre”, o lo que es lo mismo, la que debe representar el inmovilismo de carcundia y uniforme, la rojigualda.  El obispo, que apenas abre la boca pero la abre mal, está donde suelen los obispos del género, y el único “meapilas” amable tiene que ser un pastor protestante y masón (como lo es también el militar más sensato de la Junta).  

Sin embargo, que no se encrespe el guardián de las esencias gruñendo ante las reescrituras “ideológicas” del cine que no lucen su letra. Para empezar, son inevitables. Hasta Ford, que le daba valor y caballerosidad a los dos bandos de la Civil americana, tiene claros favoritos.

Y para seguir, nadie puede ni quiere asegurar, en el cine o fuera de él, lo que hubiera pasado si la República gana la guerra española. ¿Progreso sin revancha? ¿Comunismo del chungo hasta la caída del Muro? ¿Posguerra sucia y aperturismo en los 60? Vaya usted a saber.

Lo que no admite discusión son los  nombres, apellidos y graduaciones de quienes se enfrentaron al gobierno elegido en las urnas. También los que despelleja Unamuno por incapaces de evitar que las organizaciones, partidos y sindicatos se desbocaran, de noche o a plena luz. Aquel era, desde luego, un tiempo de extremos enconados. Del que sólo sabemos resolver a tiros y el clásico “sólo puede quedar uno”.

Por eso, en mi opinión, el momento en el que la película roza la grandeza y conmueve de verdad, no es tanto el del discurso unamuniano en el atril, sino aquel en el que dos españoles discuten en mitad del campo, sin llegar a una acuerdo, pero sin matarse. 


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