martes, 19 de noviembre de 2019

Klaus


Ya dudo de que alguna vez quisiéramos intentar una oposición cultural a lo anglosajón. Si fue así, el imaginario hispano ha perdido hace mucho tiempo esa batalla. Pero no por hermanamiento fraterno, que vendría al pelo hablando de esta película, sino por rendición incondicional de nuestra parte. Nos encantan -de un modo explícito y desacomplejado- su modo de contar, sus melodías, sus temas, sus iconos. Los complejos quedan para lo que se reconozca nuestro, salvo que nos sirva para zumbarlo con sarcasmo marca de la casa.

Y por eso estamos aquí.

Klaus es una película maravillosa, animada por españoles, que se toma profundamente en serio y gracias a eso llega hasta el corazón. Klaus es lo que España nunca produciría para ensalzar los propios referentes, por falta de convicción o de autoestima, incluso la previa a preguntarle al público. 


Así que se desempolvan otros modelos, se consigue la complicidad financiera de Netflix y, de este modo, tienes la oportunidad de hacer una película bellísima sobre el egoísmo, la entrega, el candor, la responsabilidad y la magia. Una película ”de Navidad” prácticamente insuperable en los tiempos que corren.  

Eso sí, a la anglosajona manera. Porque la última obra maestra ambientada en Navidad que se cocinó en esta tierra fue Plácido, de Berlanga, cuyo genio descomunal no retrata precisamente una fiesta de los buenos sentimientos, aunque le quedó española de pura cepa.

Quiero evitar ponerme como un “guardián de las esencias”, con la cantidad de guardianes que ya andan sueltos. Pero, entre los que apuestan por lo aquí cocinado a veces se agradecería algo de fe. Y no hablamos de Santa, ni de San Nicolás. A estas alturas, eso suena a meapilas.

Referencias al margen, cualquiera que no tenga las vísceras de corcho disfrutará de Klaus como un niño. No os la perdáis.


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