martes, 25 de junio de 2019

Toy Story 4


La cuarta, y nadie sabe si última entrega, es deliciosa como las tres anteriores, espectacular en su técnica (parece imposible llegar más lejos) y con un puñado de personajes bien dibujados, entrañables, viejos compañeros de viajes jugueteros de todos nosotros.

Parte, por descontado, de un guión hábil, muy divertido y, lo que es marca de la saga, con sus bien traídos dilemas morales entre juguetes.

Hasta ahí, nada que objetar. Vuelves a acompañarlos en sus aventuras y disfrutas como un mico.

Pero al salir del cine, tres espectadores de diferentes edades y sexos, todos fans, nos preguntábamos qué necesidad había de esta número 4, más allá de la exhibición pixariana y la caja de taquilla y merchandising.

Con un final tan redondo, perfecto, hermoso, demoledor en su nostalgia, como tenía la tercera, para qué seguir estirando el arriesgado y dulce modo de vida de la pandilla toy.  Ya nos hemos deslumbrado en anteriores entregas con los rescates asombrosos, las vidas más allá del propio niño, la lealtad a machamartillo de Woody, los juguetes resentidos o desubicados,… Todo lo conocemos, aunque ahora haya un primer día de clase, un parque de atracciones, una tienda de antigüedades, una caravana y algunos juguetes nuevos.

Precisamente, el gran hallazgo de Toy Story 4 es un no-juguete, un juguete “a la fuerza”, un pequeño “monstruo de Frankenstein” en el que la pequeña Bonnie es el doctor, inventora infantil sin ansias de grandeza.

Lo demás, muy disfrutable, son zapatos viejos: los que más cómodos nos van, a los que más cariño tenemos, pero que acaban suscitando el también clásico “¡a ver si cambias de zapatos!”


No hay comentarios:

Publicar un comentario