La cuarta, y nadie sabe si última entrega, es deliciosa como
las tres anteriores, espectacular en su técnica (parece imposible llegar más
lejos) y con un puñado de personajes bien dibujados, entrañables, viejos
compañeros de viajes jugueteros de todos nosotros.
Parte, por descontado, de un guión hábil, muy divertido y,
lo que es marca de la saga, con sus bien traídos dilemas morales entre
juguetes.
Hasta ahí, nada que objetar. Vuelves a acompañarlos en sus
aventuras y disfrutas como un mico.
Pero al salir del cine, tres espectadores de diferentes
edades y sexos, todos fans, nos preguntábamos qué necesidad había de esta
número 4, más allá de la exhibición pixariana y la caja de taquilla y
merchandising.
Con un final tan redondo, perfecto, hermoso, demoledor en su
nostalgia, como tenía la tercera, para qué seguir estirando el arriesgado y dulce modo
de vida de la pandilla toy. Ya nos hemos
deslumbrado en anteriores entregas con los rescates asombrosos, las vidas más
allá del propio niño, la lealtad a machamartillo de Woody, los juguetes
resentidos o desubicados,… Todo lo conocemos, aunque ahora haya un primer día
de clase, un parque de atracciones, una tienda de antigüedades, una caravana y algunos
juguetes nuevos.
Precisamente, el gran hallazgo de Toy Story 4 es un
no-juguete, un juguete “a la fuerza”, un pequeño “monstruo de Frankenstein” en
el que la pequeña Bonnie es el doctor, inventora infantil sin ansias de
grandeza.
Lo demás, muy disfrutable, son zapatos viejos: los que más
cómodos nos van, a los que más cariño tenemos, pero que acaban suscitando el también
clásico “¡a ver si cambias de zapatos!”
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