No debutó entonces, pero arrancaremos este obituario veloz en los sesenta. Aquellos años eran aún un ejemplo de cine europeo fuerte, popular y con hondura. Perrin empezó la década con Clouzot y La verdad. Después, La chica de la maleta y Crónica familiar, ambas de Zurlini, le permitieron hacer de pipiolo juvenil que quiere aprender a vivir, lo que se comprende perfectamente desfilando la luminosa Cardinale por la primera y el impecable Mastroianni por la segunda. Su suerte italiana de aquellos años se redondeó con La corrupción de Bolognini. Siempre se defendió bien en producciones de distintas cinematografías pujantes.
Actúo en las de Costa-Gavras. Especial mención, aún en los 60, de Z, de la que además era productor. Hasta hizo La busca en España, notable adaptación de Angelina Fons. Perrin era joven y guapo, pero capaz de lucir inocencia, desparpajo o tormento interior en cualquier clase social que le asignara el libreto. Cumple incluso dentro de un musical como Las señoritas de Rochefort, del irrepetible Jacques Demmy. En los setenta intervine en Estado de sitio, de Costa-Gavras, que también produce. Igualmente ejerce de productor del primer largo de Jean-Jacques Annaud.
Con su estupendo pelo ya encanecido, Cinema Paradiso y Los chicos del coro se beneficiaron de su presencia especializada en flashbacks de vida, antes de convertirse en señor de éxito con un punto de nostalgia por la niñez quebradiza o la juventud difícil.
Trabajó con muchos de los mejores, se codeó con intérpretes que fraguaron mitos europeos que hoy se añoran y veneran. Más allá de su talento, tuvo una virtud grandiosa: sabía estar.
Adieu, Jacques.
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