viernes, 1 de octubre de 2010

requiem por el Dúplex (I)



Ayer tenía un día intrascendente y bellaco, como suelen ser muchos de los laborables para un profesional de nivel medio con más de cuarenta palos y una agenda de cuatro localizaciones repartidas por Madrid en una sola sesión.
Al final de la tarde, camino del último compromiso, había encajado la cita siempre aplazada con un amigo de libros y películas, que son los que nunca te fallan. Nuestra conversación se iba a ceñir prácticamente a un desplazamiento en coche: me recogió en Ventas después de zafarse del atasco de la M-30, para llevarme hacia Diego de León, donde yo cerraba el día en la presentación de una nueva cerveza y él continuaría ruta hacia otro incendio igual de inaplazable e irrelevante. Pero llegamos con un poco de margen y buscamos cómo aparcar para tomar una rápida.
Madrid es ilimitada y en el fondo frecuentamos de ella cuatro aceras, dos bocas de metro y el bar del desayuno, que van variando de emplazamiento con el paso del tiempo y sus mudanzas. Y así puedes recordar de una calle de tu ciudad un pasado más muerto que el general de las guerras carlistas que le pone nombre. Porque la última vez que salí de un coche allí, las plazas de aparcamiento de General Oráa no eran de pago y el Cine Dúplex estaba abierto.

El Cine Dúplex. Con todas las letras aún en su sitio y las puertas tapiadas bajo los arcos azules que le dieron siempre su único signo de coquetería arquitectónica.

Ya sé, ya sé. No hablamos del cierre del Metropolitano, el Monumental, el Rialto o el Royalty (después llamado Colón, después nada), esos cines que añoraban en Nickel Odeon el mejor añorador del cine español, o sea Garci, y su veterana tropa. Pero el Dúplex fue mi cine en los ochenta, una década eléctrica que no sólo le pareció cojonuda a Randy "the Ram".

Cuando la única multisala de postín estaba en La Vaguada y no se habían inventado el dvd y su top-manta, vivimos en Madrid un puñado de cinéfilos la época dorada del "cinestudio" que abanderaban el Fantasio, el Regio y el Griffith, los de los programas triples y los maratones de cine. En aquella fiesta, el Dúplex parecía un pariente discreto, aunque jugaba con la ventaja de los sala doble. Tras su fachada anodina y sin distancia, como de cine tirando a X, se programaban mini-ciclos de los Marx, de Woody Allen, del 007 de Connery, de Marilyn, de Wells... De 3 pelis francesas, 3 de la Ealing con Alec Guinness multiplicado, 3 japonesas imprescindibles,… O rizando el rizo de la oferta, 3 de Michelle Pfeiffer (Lady Halcón, Cuando llega la noche, Dulce libertad) o Sigourney Weaver (Alien, El año que vivimos, La calle de la media luna), cuando eran jóvenes superestrellas de las que se inventaba una retrospectiva en versión original con lo que habían estrenado casi el día anterior. Por el precio de una, tuvimos dobletes como Falso culpable y Extraños en un tren, El hombre tranquilo y Qué verde era mi valle, Elígeme y Corazonada, El precio del poder y El honor de los Prizzi

En el Dúplex, junto a un par de compadres que no veo hace demasiado tiempo, convencimos a la taquillera para que contara en monedas de cinco y de una peseta el precio de tres butacas con las que salvarnos de una tarde ruinosa y convertirla en oro. Allí besé a la chica que se parecía a Angie Dickinson delante de la auténtica Angie Dickinson, tomé mi primer combinado en un bar de cine y me dormí en el cine por primera vez. Allí resolví encuentros y fugas, alianzas y traiciones, bochornos y heladas. Bogart me sirvió de telonero para un posterior concierto de alcohol por el lado noble de la ciudad y Michael Caine me enseñó cómo tener encuentros casuales con la mujer que amas.

Allí me olvidé de las cosas que no hice y de las que nunca debí hacer en los ochenta.

Hace unos pocos años, cinco quizás, volví a ver una película en el Dúplex después de mucho tiempo. Ponían Ocean Twelve, un título perfectamente prescindible que mi amigo Guerrero y yo dimos por bueno por su proximidad, para huir aquella tarde de una oficina de la calle Velázquez en la que nos dejábamos la piel y el credo. Trabajábamos 20 horas diarias en el manual de la marca Cohiba así que ver ésta de casinos llenos de fumadores de puros no fue una gran idea. Recuerdo la proyección como uno de los momentos más surrealistas de aquella aventura profesional que nos llevó después a ver Kill Bill en el cine Payret de La Habana (pero eso es otro post).

Cuando Ocean, las entradas del Dúplex estaban de nuevo al precio de mercado por cine de estreno –había muerto el negocio de las retrospectivas- y la cosa olía a decadencia. Lo que pasa es que uno nunca cree que perderá a un amigo porque haya dejado de llamarle, ni que su cine va a cerrar aunque haya dejado de ir allí a ver películas. Quizá lo del amigo sea verdad en ocasiones, pero los cines cierran de pronto y te recuerdan que “aquellos tiempos pasaron y no volverán”.

Si vas a su encuentro y topas con que lo que hay es un centro comercial o un híper, se te queda la cara que a Eddie el rápido cuando su templo del billar había sido desmantelado por el color del dinero sin pedirle a él permiso. Pero si llegas por su calle de forma fortuita, como yo ayer, y al salir del coche ves las puertas tapiadas con los cierres metálicos venciéndose como un viejo acordeón, no te acuerdas ni de Paul Newman, sólo de ti mismo mirando 20 años más joven una pantalla parlante en la oscuridad.
Algo sombríamente parecido a ver pasar a toda prisa tu vida en imágenes....

7 comentarios:

  1. Tu requiem por el Dúplex, amigo Fernando, ha conseguido llenarme de tanta nostalgia que me ha dolido. Suele pasar en los que tenemos ya unos años. Tampoco hace falta precisar cuántos, aunque sean los suficientes para recordar aquellos viejos cines de sillas incómodas –las butacas llegaron después–, de regalices y Chupa Chups, de Fantas y pipas por el suelo. Es totalmente cierto lo que cuentas sobre las tres películas seguidas en la misma sesión; incluso te permitían entrar con la película a medias. Y todo por el mismo precio. Todavía flipo al recordar una sesión maratoniana en un cine de barrio en las afueras de Barcelona, se llamaba Alhambra. Aquel sábado disfruté tres películas protagonizadas por Raquel Wech –“El Cuerpo”, que todavía le dura de una forma espléndida con sus 70 tacos”—, recuerdo dos de ellas “Viaje alucinante” y “Hace un millón de años”, esta última quedó grabada en mi retina y hoy has conseguido con tu crónica volver a reponerla. Gracias por ello aunque haya sentido que casi han pasado un millón de años desde entonces. Pedro Terrón

    ResponderEliminar
  2. Me has traído a la memoria aquel "festival" de cine de Terror que fuimos a ver al Grifith, en Ríos Rosas. Empezó a las 12 de la noche de un domingo y terminó a las 8 de la mañana del lunes. No me acuerdo ni qué películas pusieron, tú tienes mejor memoria que yo.
    La fauna que había allí no la había ni en la cantina de la Guerra de las Galaxias.
    Fue un festival del terror bien divertido, que "jartá" a reir.

    ResponderEliminar
  3. Yo creo, que el otoño nos hace sentir morriña, piensa que todas esas cosas que has vivido ya forman parte de ti, así que no se perderán nunca. Es cierto que la vida cambia una barbaridad, y que cuando uno se topa de frente con el pasado, y se da cuenta que cosas imperturbables ya no lo son, nos quedamos sorprendidos, tendemos a pensar que todo es para siempre de una manera plástica y tangible, pero creo, que todo es para siempre pero en nosotros, por ahí dentro y eso no cambia, perdura y pasa a ser parte de nosotros, y nosotros de otras personas y éstas de otras, y bueno, no está mal, ¿no? Vagar por ahí en el alma de otras personas, aunque sea un cachito.

    Fernando, como siempre, tienes la facilidad de la palabra y el dardo en las ideas y reflexiones, y como siempre, es un placer leerte y dejar divagar la mente a otros sitios, o como hace Pedro y David, a sus recuerdos, a con qué naturalidad se hacían las cosas, y qué modernas les parecían a nuestros padres. Qué bonito que el cine y las películas estén entrelazados con la evolución de uno. “Yo soy yo y mi circunstancia”, “Yo soy yo y mis recuerdos”, “Yo, soy yo y mis películas”.

    ResponderEliminar
  4. La nostalgia es una forma de vivir. Mirar hacia atrás y alimentarnos de lo que nos ha movido algo por dentro es una opción, un modo de sentir, una decisión casi imposible de negar. Coincido en lo que dice Luna, y en lo bonito que lo dice, somos lo que leemos, lo que vemos y lo que sentimos. Me atrevería a decir que eso es lo que nos hace grandes, nuestras morriñas ensalzadas, vestidas de gala para el recuerdo, como ha dejado aquí grabado el autor de este magistral post.

    Sin nuestros referentes cinéfilos y literarios, unos cuanto paisanos no somos nadie.Sin morir de cine o beber de cine que diría Garci no podemos ser...

    ResponderEliminar
  5. Grande crónica. Real como la muerte misma. Y la frase "Allí me olvidé de las cosas que no hice y de las que no debí hacer en los ochenta" sería una gran primera frase para una novela.

    ResponderEliminar
  6. Yo apoyo la moción de Joseramon. ¡Hala! Como últimamente estás tan ocioso…..
    Y gracias Juan, siempre eres muy amable conmigo.

    ResponderEliminar
  7. gracias a todos
    espero que la segunda entrega esté a la altura

    ResponderEliminar