viernes, 25 de junio de 2021

HISTORIAS DEL BARRIO FRÍVOLO (1)

Francisco Umbral pagaba cada mes dos ejemplares de la revista Penthouse: El que le llegaba por correo y desaparecía puntualmente de su buzón antes de caerle en las manos y otro, que compraría en el quiosco de prensa frente a la entrada laica de la iglesia de los Redentoristas. Allí compraba la prensa el escritor mientras vivió en la Costa Fleming

Eran tiempos de acné y manos ágiles. A veces le veíamos ascender muy tieso por la calle Juan Ramón Jiménez, camino del quiosco, cuando su ejemplar de Penthouse “a domicilio” ya estaba en nuestro poder y nos codeábamos la complicidad: el gafas se ha aburrido de esperar el número de mayo.

Un mal día, Umbral se mudó con todos los Penthouse a su “dacha” campestre y la pandilla, incluyendo el joven vecino del escritor, se quedó sin los desnudazos de la revista arrancada cada mes al buzón con el mismo deseo que si fuese ropa interior sobre cuerpo entregado. Por Mortal y rosa nos interesamos mucho después y lloramos menos, injusticias de la vida y la muerte.

Algo más abajo, en un portal de la calle General Gallegos, junto al desaparecido restaurante chino Shanghai, se había rodado poco tiempo antes La miel, con guión de Azcona y protagonismo de un Jorge Sanz debutante, José Luis López Vázquez en su cenit y, sobre todo, Jane Birkin. Ella hacía de madre de Jorge, de tentación de José Luis y de profesional de la Costa Fleming.

Nos enteramos tarde, cuando la vimos en la tele. ¡Qué belleza la de Jane! La inglesa afrancesada se había marchado mucho tiempo atrás y los locales que le habían dado fama a esta costa sin mar se difuminaban con su decadencia, su misterio, sus cajetillas de Winston y sus nombres sinuosos: Solimán, Cholos, Aladine… ¡Ay, aquellas fachadas de colores crema y sus neones curvilíneos bajo los plátanos de sombra…! Sin ventanas a la calle, ni tropa estadounidense con ganas de jarana, pues el Edificio “Corea”, para entonces, se había convertido en un respetable bloque para familias de la vecindad.

Algunos pisos de aquel edificio de Fleming, sin embargo, eran restos del naufragio sexy. En el segundo del número 39, una antigua mujer de la noche alquilaba habitaciones en régimen de pensión. Tenía un perrito como el de Irma la Dulce, aunque hasta ahí llegaba el parecido, porque los años y los kilos habían pasado como un huracán sobre la meretriz jubilada. Y en aquel 2º no había frecuente o sospechoso entrar y salir, sino gente formal viviendo discretamente. Sin ir más lejos, el dueño del restaurante Shanghai, al que nunca oí articular dos palabras seguidas en español inteligible.

Un par de perpendiculares por encima del Corea había un colegio sin crucifijos. Entonces se llamaba Internacional Neil Armstrong y ahora Altair. Entonces tenía piscina y podíamos ver a las chavalas florecer en bañador deportivo. Luego, la piscina desapareció y nosotros seguimos diferentes caminos, sin las más guapas del colegio sentadas en el pupitre contiguo o haciendo fila para saltar al agua y practicar con tabla la patada de crol.

Al entrar en el Neil Armstrong, una foto en blanco y negro del astronauta en suelo lunar te daba la bienvenida. Aquella imagen cubría toda la pared frontal del recibidor. Si eras alumno de aquel colegio, la veías día tras día. Supongo que ese puede ser uno de los motivos por los que toda una generación de su alumnado salió enormemente viajera. Y cabe en lo posible que influyese en el sueño “espacial” de un puñado de estudiantes guapas, que tuvieron la idea de aparecer un día sin uniforme y vestidas con minifalda y medias de color. En lo que a mí concierne, recordaré siempre a la morena de falda blanca y medias azules, a juego con sus ojos.

También en aquel colegio comentamos con nervios risibles el primer culo desnudo de mujer emitido por televisión, que –en realidad- muy pocos habían visto: Las noches eran un territorio catódico de dos rombos y la serie Grandes Relatos se desmelenaba fácilmente con insinuaciones libidinosas del vicario de Poldark o de la esposa del emperador Claudio. Pero en el cole todos los varones nos tirábamos el rollo y, si se terciaba, presumíamos de haber repasado en soledad una revista guarra procedente del cuartel del hermano mayor o de un fondo de armario supuestamente paterno.

Para ser francos, yo sólo puedo dar fe de las sugerentes mujeres que satinaban el Penthouse de Franciscon Umbral, mostrando su generosa piel al sol de la Costa adecuada.

Ya os digo, eran tiempos de acné y manos ágiles.


(Artículo aparecido en la revista Alexander nº5, año 2019)

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