martes, 30 de abril de 2019

viernes, 26 de abril de 2019

Gilda en los Andes


Acabo de recibir la liquidación del 2018 
de mi novela GILDA EN LOS ANDES.

Gracias a todos los que habéis adquirido un ejemplar.

jueves, 25 de abril de 2019

Ese es mi bistec, Valance. Artículo 6


Desayuno para llevar

Es curioso lo que sucede con el "auténtico desayuno americano", como lo llama Tom Hanks en El puente de los espías, cuando al fin encuentra en Berlín el hotel idóneo para pedirlo: es el desayuno más fotogénico del cine (colorido, variedad, abundancia), pero nadie tiene momento de comérselo. Cereales, mazorcas, bacon, huevos, pastel, zumo, bollería, tostadas... Todo listo para degustar un casi-brunch como arranque óptimo de cualquier día laborable, desperdiciado por la puntualidad de un autobús escolar, la inaplazable cita de negocios o la asesoría al Pentágono en el último despropósito de seguridad nacional. La magia del cine alimenticio. Prueben a hacerlo en casa: bébanse el café de pie, cojan el maletín y el primer bollo que esté a mano y digan que van cortos de tiempo para probar lo demás. Será la última vez que me lean.


En el cine se perdonan las prisas matutinas –y se preparan brunchs– con demasiada soltura. Podremos solventarlo con otro café (para llevar) y unos donuts en bolsa de papel, siempre y cuando toque esperar en el coche a que el sospechoso salga de su guarida (¿habrá desayunado?) y se ponga en movimiento.


El desayuno del cine, abriendo campo para abarcar más allá de Hollywood (aunque también allí), tiene su sentido primordial en el contexto de un amanecer de los que propician el apetito: La pareja ha hecho el amor, probablemente nos muestran alguna réplica de su terremoto nocturno, y están en un hotel con servicio de habitaciones. El plato caliente con caperuza de plata, los croissants recién hechos (ella opta por el croissant, ya enfundada en el albornoz), el zumo finalmente atendido, el café a sorbo lento... Unos minutos para mirarse a los ojos, aunque la agenda inmediata corte la digestión. Salvo que el camarero que trae el carrito oculte una pistola con silenciador bajo la servilleta, el desayuno es un recurso narrativo eficacísimo para exponer el sosiego y el cariño, un contrapunto a la vida agitada y rutinaria o excepcional de cualquier personaje.


Como puesta en escena significativa, resulta perfecto en uno de esos momentos viajeros que privilegia la pantalla, especialmente si mostramos un protagonista tomándose sus primeras vacaciones desde hace años y en algún país ajeno: matrimonio inglés paladeando el alba de la ciudad en un café parisino de Montmartre o los Campos Elíseos (banda sonora de acordeón); ruso reconcomido por la tentadora abundancia del otro lado del telón de acero; americana probando el aceite de oliva en un pueblito costero del Mediterráneo... Ese instante en el que se goza realmente el café y hasta se mira la vida alrededor, quizás el amor inesperado que entra por la puerta o cruza el ventanal del establecimiento en bicicleta. Aunque a veces no haga falta irse tan lejos: se puede desayunar caminando hacia casa con música de Mancini y diamantes al fondo.


En cualquier caso (y ya metidos en joyería), no hay mayor sosiego que el de los desayunos “hereditarios”, disfrutados estos por personajes sucesores de monarquía o de imperio. El tiempo de preparación en cocinas, el recorrido del servicio por pasillos y salones repletos de óleos, molduras y mobiliario Luis XV, la apertura de cortinajes en la ventana del dormitorio, la bandeja depositada junto al lecho con dosel… Así sabremos que el o la joven durmiente goza de un noble linaje y no ha padecido estrechez jamás. Será incapaz de pensar que el panecillo de su plato puede haber sufrido no pocas peripecias y revolcones hasta llegar a esa cama, como sucedía con el de Grace Kelly al comienzo de El cisne.


Busquemos otras posibilidades. El desayuno de Ciudadano Kane, en una mesa demasiado larga, con cada esposo leyendo un diario diferente. Distanciamiento sentimental insalvable. Sólo beberán sus infusiones aunque carezcan de prisa, pues no abrieron el apetito durante la noche. Otro desayuno americano, en la cama, pero limpio de toda sospecha: Kate y Spencer –pocholina y pocholín- en La costilla de Adán, también hojeando la prensa. Armonía sofisticada sin necesidad de hotel, ni mansión, servida –eso sí– en bandeja.


Suceda lo que suceda luego, ¿qué es un desayuno sin un periódico de papel para acompañarlo? En el que descubrir el último escándalo, ver al poderoso malvado en titulares, leer una crítica favorable al estreno de anoche o señalar con determinación las ofertas de empleo. Café y prensa son los ingredientes básicos para desayunar en Occidente según el cine. Un brebaje amargo y el horror a cuatro columnas se erigen en suprema representación de la intimidad personal más tranquila y reflexiva. La de mejor digestión.

¿Terminará imponiéndose para esa imagen del desayuno plácido la lectura de prensa (o de la revista predilecta) a través del móvil? Si así fuese, valdrá igual que se acabe la batería o que se tropiece el camarero camino de nuestra mesa. No olvide mascullar:

“Ese era mi desayuno, Valance”.


(*Artículo publicado en KOBE MAGAZINE,  Marzo 2017)

lunes, 22 de abril de 2019

Ese es mi bistec, Valance. Artículo 4


 

Cine para cenar

La última cena del condenado a muerte, lo que comen los candidatos antes del debate, la forma de comer y beber del señor feudal en su noche de bodas, los bocaditos juguetones del amante a la amada (miel de postre), la suela de zapato a la sal como filete de emergencia... Las posibilidades de la gastronomía en el séptimo arte trascienden desde siempre el cine de cocineros y restaurantes, del que algún día hablaremos.

Lo vimos con John Ford y su bistec (“ese es mi bistec, Valance”), pero otros maestros y aprendices le han sacado partido a la despensa para establecer tiempos, ambientes, personajes y situaciones con  el buen uso de ingredientes y platos de temporada, especialmente a la hora de la cena.

No recuerdo el título de aquella película inglesa, pero sí su escena nocturna en un salón social de los de valses, cócteles y canapés, donde unas secundarias extremadamente british califican la calidad del protagonista y cómo: “Es un caballero muy distinguido, ya ha rechazado tres bandejas". Y es que, a veces, comer es una ordinariez.

O inoportuno, si quieres engatusar a un novio aventurero. No es aconsejable pasarte de frenada, como hace Grace Kelly llevando la cena del Club 21 de NY hasta el apartamento del escayolado Jimmy Stewart en La ventana indiscreta. "Eres perfecta, como siempre", masculla él ante la visión inapelable de la langosta newburg.


Ya que estamos a vueltas con el amor, y bajando a la clase media, que en cine sin trasfondo, catástrofe ni esperpento suele centrarse hoy en el territorio de la comedia romántica, la preparación de una cena íntima suele ser un elemento básico para hacer “avanzar la relación”, al menos el trecho que va de la mesa hasta la cama (a veces alfombra o sofá, depende de lo que te gastes en el vino).

Es el rito más utilizado para agradar a la futura pareja. Si eres mujer, le conquistarás también por el estómago. Si eres hombre, lo harás mediante una prueba grata de tu sensibilidad (decora la mesa con algo más que una vela, zoquete). Siempre funciona, salvo que te decidas a cocinar ternera mechada, como le sucede a Jack Lemmon en La extraña pareja. Un fracaso anunciado teniendo como vigilante del horno al golferas de Walter Matthau, que cuando invitaba a las dos vecinas deseando tocar algo blando y tibio no pensaba en carne de res.

Jack Lemmon le fue mucho mejor en solitario, escurriendo espaguetis en una raqueta para agasajar a Shirley MacLaine en El apartamento. ¿Alguien ha dejado de intentar lo de los espaguetis, aun pidiendo la raqueta prestada? Si no lo has hecho aún, es que no has visto suficiente cine o no has encontrado al amor de tu vida.


Pero a veces basta la comida china a domicilio, en esas bonitas cajas de cartón que usan para mandarte la cena a casa todos los restaurantes asiáticos de New York. Es un inconveniente para trasladarlo a la vida real si no vives en la Gran Manzana, por qué en España no hay galletitas de la suerte, con lo agradecidas que son para saber qué le depara a la relación, especialmente esa misma noche.

Si la cena es de amigos (especialidad francesa, aquí y en USA cuando hacemos panda cinematográfica en escenario casero somos más de coporros a machete), a veces ser un pésimo cocinero le da su punto a la velada, incluso si viene a cenar con tu amigo de Notting Hill Anna Scott (Julia Roberts), la actriz más famosa del mundo y resulta que es vegetariana.


Humor en pantalla a través de la comida, personajes retratados en alguna de sus facetas gracias a ella, momentos importantes –y suculentos- de la narración cinematográfica.

La familia, naturalmente, es otro territorio para la degustación, variante cena, con múltiples significados narrativos. No digamos si es una cena en casa noble y un punto decadente, como la de Fanny y Alexander o la de las señoritas Morkan de Dublín (Dublineses). Pero las grandes cenas de Epifanía merecen artículo aparte.

Terminaremos con un par de ejemplos a modo de postre: 

"¿Vendrás a cenar?" es una pregunta recurrente entre las madres del cine que ven cómo se les escapa el tiempo en el que su cocina marcaba el orden de los chicos, que ahora abandonan el nido para meterse en problemas de su propia vida.


Y cuando vemos a la madre de Manolito Gafotas asomarse a la ventana de su casa y gritarle que suba a cenar salchichas, como gritan a sus hijos respectivos todas las madres del edificio, no sólo se obtiene un buen gag cinematográfico, sino una radiografía social. Las salchichas baratas (ya sabemos todos de qué marca), representan el barrio obrero con tanta o más precisión que el vestuario o el piso rancio y apretadito. Un simple plato es capaz de construir los perfiles clave del núcleo familiar y el entorno que habitan. 

Me imagino al Gafotas fabulando una escena memorable después de ver El hombre que mató a Liberty Valance en la televisión de la vecina próspera: "Esas son mis salchichas, Valance".

(*Artículo publicado en KOBE MAGAZINE, Septiembre 2016)


martes, 16 de abril de 2019

Piedra sobre piedra



Ángel González: MENSAJE A LAS ESTATUAS
(Y a las Catedrales, añadiría yo)

Vosotras, piedras
violentamente deformadas,
rotas
por el golpe preciso del cincel,
exhibiréis aún durante siglos
el último perfil que os dejaron:
senos inconmovibles a un suspiro,
firmes
piernas que desconocen la fatiga,
músculos
tensos
en su esfuerzo inútil,
cabelleras que el viento
no despeina,
ojos abiertos que la luz rechazan.
Pero
vuestra arrogancia
inmóvil, vuestra fría
belleza,
la desdeñosa fe del inmutable
gesto, acabarán
un día.
El tiempo es más tenaz.
La tierra espera
por vosotras también.
En ella caeréis por vuestro peso,
seréis,
si no cenizas,
ruinas,
polvo, y vuestra
soñada eternidad será la nada.
Hacia la piedra regresaréis piedra,
indiferente mineral, hundido
escombro,
después de haber vivido el duro, ilustre,
solemne, victorioso, ecuestre sueño
de una gloria erigida a la memoria
de algo también disperso en el olvido.

Maldita extinción

Bibi Andersson 

Diego Galán

lunes, 15 de abril de 2019

Miamor perdido


La nueva apuesta de Martínez Lázaro con Dani Rovira (dos de las claves del fenómeno Ocho apellidos vascos) generaba unas expectativas inapropiadas. Que aquella comedia normalita se saldara con un exitazo taquillero para enmarcar y su secuela también se convirtiese en un éxito fuera de lo común no garantiza nada. De hecho, la fuerte recaudación de la muy mediocre Ahora o nunca fue extensión natural de aquel fenómeno mezcla de oportunidad y suerte.

Lo normal es conseguir el aseado pero discreto resultado en taquilla de Miamor perdido, aunque se pueda pasar un rato más que agradable viéndola y esté tan bien ejecutada como las anteriores del tándem Rovira-Martínez Lázaro.

Rovira está bien y la Jenner no se queda atrás (excelente su momento en la ambulancia). Se conocen, se quieren, se separan, se reencuentran, se odian, se quieren... Nada que no se haya visto ya en cualquier comedia romántica. A estas alturas, importan sobre todo los ambientes en los que va a desenvolverse la historia de amor, los personajes periféricos (aunque uno de ellos sea un gato que sólo entiende valenciano). Y en eso el guión se esfuerza notablemente y el variopinto casting se porta bastante bien (Resines tiene tres minutos en pantalla para demostrar cómo saca petróleo de cualquier escena un comediante veterano). Eso sí, aquí falta un personaje como el de Koldo para un actor como Karra.

En cualquier caso, Rovira no tiene que agobiarse, la película es divertida (e infinitamente mejor que Thi Mai, rumbo a Vietnam e incluso que Superlópez) y se verá mucho en Netflix, que hoy por hoy es lo que importa. 

Lo de los taquillazos de 50 millones en sala... Ya puedes decir, Dani, que eso si que es miamor perdido.


Mentes brillantes



Estamos ante una película francesa de tema de interés social poco o nada tratado. No ante una de sus comedias con un millón de espectadores, tan tontorronas como las nuestras pero a la gala manera. Ésta es de sus apuestas de calidad, holgura presupuestaria, escenarios sin límite, impactantes momentos de masas (esa sala de examen, esas aulas llenas de alumnos implacables y profesores indiferentes). 

Vemos de cerca o en plano general el tremendo esfuerzo -deshumanizador probablemente- que realiza el alumnado para optar a Medicina. Y dos protagonistas, el más apto y menos vocacional por un lado y su contrario por otro. Se complementan para estudiar, salvo que entre en juego la competición por los mejores puestos. Apenas nada más, salvo una vecina asiática con gracia sutil y un final bonito, quizás un poco previsible.

Los franceses bordan esta clase de película, a la que se le podría meter algo de tijera para evitar reiteraciones, pero que tiene a su favor varias virtudes obvias. Virtudes de las que no es demasiado consciente el espectador estándar, abocado al espectáculo marvelita, mucho más reiterativo de lo que se cree. Esas virtudes son, claro, un tema fuera de los géneros comerciales al uso y la imprevisibilidad de lo que irá sucediendo (aunque aquí el final se vea venir en el último tramo).

Es gratificante ver en pantalla a gente cercana en cultura e inquietudes que se enfrenta a problemas abrumadores pero realistas de una sociedad que es más o menos la nuestra. No hay una invasión alienígena, ni un virus zombie, ni un asesino en serie, ni un súperheroe providencial, sólo personajes extraídos de la vida en común que hemos organizado en Europa, con sus contradicciones, sus miedos y sus triunfos, de esos que están al alcance de quienes hincan codos y de quienes les animan a ser los primeros de su promoción. 

O sea, el siglo XXI, el género humano, versión francesa.

.

jueves, 11 de abril de 2019

LOS JUEVES, MILAGROS (1)


Hoy, HOTELES DEL MÉTODO:

Cuentan que en el Hotel Ritz de Madrid tenían prohibida la entrada los actores, desde una noche en que Ava Gardner llegó borracha y la montó flamenca.

Una vez fue al Ritz James Stewart y el recepcionista, al reconocerlo, tuvo que indicarle que no aceptaban actores en el hotel. "No solicito una habitación como actor, sino como General del ejército de los Estados Unidos", dijo el bueno de Jimmy sacando sus credenciales (llegó a coronel durante la Segunda Guerra Mundial y siguió ascendiendo ya en la reserva). "Aquí tiene la llave, general", aceptó el recepcionista sin inmutarse.


También fue a alojarse allí Víctor Mature y, cuando se negaban a admitirle por ser actor, mostró una selección de recortes de prensa donde los críticos aseguraban que él no era actor en absoluto. Le dieron habitación.

En fin, que el Ritz siempre ha tenido debilidad por los actores “de método”.


(*Sección "Los jueves, milagros", publicada en CINEAMOS, 1 de diciembre de 2016)

lunes, 8 de abril de 2019

Ese es mi bistec, Valance. Artículo 3.


Dedicado a Chus Lampreave

Vamos a centrarnos una vez más en el cine anglosajón/hollywoodiense, que a efectos comerciales es el de las franquicias de éxito de comida rápida (por hacer analogías alimenticias desde el primer párrafo). Ese cine convertido en supremo hacedor de clichés.

Hay dos cocinas de fama internacional que ellos filman más que cualquier otra: la italiana y la francesa. De la primera tienen una tradición migratoria que lo justifica (la célebre comunidad italoamericana), porque no es el cine italiano originario el que ha glorificado la pasta y la salsa de tomate, aunque se la viéramos comer profusamente a Marcello mientras la Loren repartía pescozones de maggiorata a los mocosos de barrio napolitano y en Roma regalasen a Anita Ekberg una pizza folclórica a pie de avión. 


 Es el cine de Hollywood el que le ha dado encanto al restaurante de La Pequeña Italia. Pero cabe preguntarse cómo mantienen estos establecimientos su popularidad con tanta vendetta despachada sobre el mantel a cuadros, salvo que elijas bajarte a Filadelfia a cenar en el Adrian´s de Rocky, donde la carne siempre estará blanda.

De la francesa en la gran pantalla made in USA podemos extraer otra reflexión inquietante: la cocina más afamada del mundo la puede reproducir cualquiera, desde un cocinero de la marina estadounidense (American Cuisine), pasando por una bloguera (Julie y Julia) ... ¡hasta una rata de alcantarilla! (Ratatouille).

Cualquiera puede cocinar, dicen. Y sacar tres estrellas Michelín.



Viendo películas desde luego no. Podemos saber que a la salsa de tomate hay que ponerle azúcar además de salchichas y albóndigas (cualquiera le lleva la contraria a Clemenza) y que el ajo troceado con cuchilla de afeitar se licua en el aceite al freírse (imprescindible hornillo carcelario), pero poco más sabremos de las auténticas recetas de la mamma, el mafioso Poli, o el chef con Chateau en la campiña gala.

Convertidos los programas gastronómicos de televisión en concursos delirantes y antididácticos y desterrada también la lectura del recetario clásico, las casas huelen a microondas mientras el cine glorifica el arte de cocinar y el placer de la comida más elaborada.


Con todo, hay una receta de cocina que ha pasado a la Historia del Cine de un modo tan contundente que parecen mentira los gazpachos que aún sirven por ahí como si fuesen tales.

El gazpacho de Almodóvar es canónico: “Tomate, pepino, pimiento, cebolla, una puntita de ajo, aceite, sal, vinagre, pan duro y agua. El secreto está en mezclarlo bien.  A Iván le encanta cómo lo mezclo yo”. Y uno se ha quedado con las ganas de llamarse Iván o, en su defecto, que le invitasen a un tazón mezclado por la Maura y echarse después una siesta fulminante.

Seguro que le enseñó a hacerlo Chus Lampreave. Las “testigas” ni en la cocina pueden mentir.


(Artículo publicado en KOBE MAGAZINE, Junio 2016)


viernes, 5 de abril de 2019

Buñuel, fuego sagrado


Viridiana es la película de 1961 que supuso el fugaz regreso a la cinematografía española del inigualable Luis Buñuel, uno de los directores más grandes que ha dado la Historia del Cine mundial.

Desde el punto de vista narrativo, la película cuenta primero un relato despiadado sobre Don Jaime (Fernando Rey), el viejo caballero deseoso de seducir a Viridiana (Silvia Pinal), una pariente joven y novicia a la que ha costeado su vocación. Este asunto se encadena, suicidio mediante, con el proselitismo condenado de Viridiana y su asunción de que la carne debe cobrar tributo para que el humano entienda lo humano. Pero todo esto sin tesis ni discurso alguno, con humor malvado y escenas míticas para dar y tomar.

Hace tiempo que nos venden cualquier bobada etiquetándola de perversa, transgresora o escandalosa por un cruce de piernas, una irreverencia impostada o un poco de porno salpimentando cine convencional. Cualquiera de esas “demonizadas oficiales” es una minucia frente a ésta y otras muchas películas de Buñuel, el meteoro universal, que diría un colega.

Lo de Buñuel es de otro mundo. El París surrealista, la guerra civil española, el mejor Moma de NY, la edad de oro mexicana, las amistades –de igual a igual- con todas las leyendas del siglo XX y un talento destructor sin igual en el arte moderno.

Viridiana ganó en Cannes la Palma de Oro, la condena vaticana y el oprobio del régimen que había autorizado su rodaje. Toda huella del mismo fue borrada y todo el material destruido, salvo la copia del festival que Alatriste consiguió llevarse a México para tirar copias nuevas y estrenar donde lo permitieron.

Diez años después, Buñuel volvió a España y rodó otra obra maestra, Tristana. Se acercó a verle trabajar en Toledo el más consagrado representante de la nouvelle vague, François Truffaut. La prensa local, por descontado, se volcó en el director francés preguntándole por el motivo de su visita. “Yo sólo he venido por si el maestro necesita tabaco o cerillas”.

Pues eso. El maestro.



(*Artículo publicado en la revista Tarántula, mayo 2014)

miércoles, 3 de abril de 2019

Ese es mi bistec, Valance. Artículo 2


Almuerzo en Monument Valley

Ya se sabe lo que Orson Wells, un gran comilón, respondió cuando le preguntaron cuáles eran los tres mejores directores de la historia del cine: “John Ford, John Ford y John Ford”.

Pero Ford no está aquí por eso, ni porque el nombre fijo de esta columna remita a una escena impagable de su última obra maestra (El hombre que mató a Liberty Valance). Está, como ya se pueden suponer, por los platos servidos en su cine. Por sus potes de café junto a la fogata a campo abierto, por sus tragos arrojados a la lumbre o la garganta. Por la importancia de la comida y la bebida en el cine fordiano, desde la parada para repostar de La diligencia hasta los bistecs como sábanas que se comía el sheriff de Shinbone, siempre a crédito (lo que remarcaba la tabernera haciendo equis furiosas en una pizarra repleta de ellas).


No sé si en el Oeste se comía bien, sospecho que no demasiado salvo que tocase res a la brasa o el guiso fuese mexicano y de cuchara, pero en el cine no es tan importante la receta que se sirve, sino la sensación que los actores generan de comer con apetito lo que les pongan en el plato. En ninguna cinematografía del mundo se consigue esa sensación con tanto verismo como en la de John Ford. Hasta las enchiladas y el taco que se mete en la boca el sobrino de Ethan Edwards a toda prisa en Centauros del desierto apetece comérselos.

Quizá influya en ello que la mayoría de las veces los personajes comen en la mesa de una familia de colonos o de las mujeres solas que atienden la propiedad mientras su marido sirve en el ejército sudista; en mitad del camino hacia alguna parte (esa parada de postas, esa fonducha de frontera), o en el campamento improvisado para pasar la noche, lugares en definitiva en los que todo apunta a las alubias, al café de puchero y al tabaco de liar, como postre inevitable de un tiempo más rudo que el nuestro.


El fuerte cercado por los apaches es un escenario más centrado en la taberna de la tropa y en el salón de oficiales para echarse algún baile galante y probar un ponche que nos recuerde el perseverante avance de la civilización.

La ascendencia irlandesa de Ford priorizaba siempre el menú profuso en patatas, cocidas enteras y servidas a cucharón. Es lo que comen el hombre tranquilo y su cuñado cuando llegan reconciliados y borrachos a la casa del primero, en la que Maureen O'Hara, la pelirroja inmortal, consigue por fin oficializar el hogar sentándoles a ambos a la mesa.

Sentarse a comer es un elemento esencial en la narrativa de Ford. La comida se interrumpirá pronto, por la inesperada partida de los hombres a una expedición contra el comanche o una bronca dramática entre el patriarca y los hijos que prefieren la huelga a la esclavitud minera. Pero mientras eso sucede, las fuentes de verdura, el pan crujiente, el humeante puchero de sopa y la taza de café (de latón o de porcelana, según lugar y hora), concentran la atención del reparto, deseoso de ser servido y alimentarse con fruición antes de que alguien grite “corten”.


Eso es lo más sorprendente, que todo parece suceder cuando en realidad no sucede. La comida, sencilla pero suculenta, está ahí haciendo su papel y los actores la devoran sin más ceremonia que la que solicite la escena, pero lo harán durante los instantes en que la cámara rueda y ni un momento más. Claro que Ford tenía fama de hacer un par de tomas. La comida, ese rito sagrado en el Oeste, en Irlanda y aquí, no llegaba a enfriarse.

En caso de que faltara aún un buen rato para el verdadero almuerzo, con el viejo Jack la espera siempre podía amenizarse con whisky. Y un buen puro, si Orson Welles estaba de visita.


(ALMUERZO EN MONUMENT VALLEY. Artículo publicado en KOBE MAGAZINE, Enero-Febrero 2016)

martes, 2 de abril de 2019

JESSICA LANGE DETRÁS DE SU CÁMARA


En estos tiempos extraños, o simplemente cambiantes, en que la foto sacada con el teléfono del admirador que se arrima a la estrella ha sustituido al autógrafo de toda la vida, algunos grandes intérpretes del cine norteamericano nos han redescubierto su talento para la fotografía analógica.


Primero fue el desaparecido Dennis Hopper, un tipo esquinado y polifacético que no sólo sabía disparar, sino que en la década precisa supo estar donde importaba para tomarle el pulso con su Nikon de 35 mm a los Estados Unidos de la marihuana, los derechos civiles, la explosión Warhol, la moda pop-rock, el Hollywood contestatario y la burbuja mexicana. Como buen compulsivo, no siguió más criterio que disparar sin parar. Y eso permite repartir después las fotos por bloques temáticos, que probablemente no existen de partida pero justifican el comisariado de las exposiciones y los libros.

Después apareció por el escenario Jeff Bridges, otro estilo de cowboy a gasolina, con su cámara panorámica widelux F8 y su ojo para la escena cinematográficamente estirada hasta donde nadie mira. Publicó su libro Pictures prologado por Bogdanovich y celebramos un generoso making off de su carrera en el sacrosanto blanco y negro de los artistas amateurs.

Ahora llega la gran bella dama de Hollywood, quizá la última rubia mítica del siglo XX (Kim no lo consiguió), con dos Oscars a sus espaldas y una serie televisiva de moda a sus sesenta y pico, y nos hace saber que fotografía desde los años 90, cuando Sam Shepard, su no menos mítico tercer marido, le regaló una Leika M6 para sus viajes a México.  


Jessica Lange vino en carne mortal a Madrid antes de la semana de pasión y colgó de las paredes de la Casa de América su pasión por México. No creo que haya mejor exposición fotográfica en este momento en la capital de España. Montada en la sala Frida Kahlo en colaboración con diChroma Photography y por cortesía de la Howard Greenberg Gallery de Nueva York, la muestra presenta hasta el 20 de mayo las “Secuencias de México” tomadas por la Lange: 96 fotografías de las que 58 son totalmente inéditas y producidas por diChroma photography exclusivamente para la exposición madrileña.

La presentó ella misma con detalle y su historia cobró mayor sentido en esa voz modulada y elegante que gasta la de Minnesotta. Jessica Lange estaba predestinada a la fotografía sin saberlo, desde que se apuntó a Bellas Artes en los años sesenta y conoció al fotógrafo español Paco Grande. Con él vino a España y conoció Madrid, Andalucía y Asturias. Con él fue a París en pleno 68 y fue testigo de una primavera que ha dado algunas de las mejores imágenes para la historia del blanco y negro. Con él se casó y regresó a Nueva York, donde la fotografía experimentaba un momento de portentosa efervescencia y los fotógrafos adquirían ya el estatus referencial del que han gozado hasta la llegada de los smartphones.

Tres décadas y dos maridos después, Jessica cogió su Leika y comenzó a disparar. Podría haber apostado por el camino de Hopper (no ha debido faltarle ambiente de alta cultura a su alrededor mientras estuvo casada con Shepard) o por el intimismo de familia. Y como es lógico, debe guardar material en ambas direcciones pues lo primero que se fotografía es lo que se tiene a mano. Pero después de cogerle el gusto al cuarto oscuro, siempre se busca la línea del horizonte y, para los estadounidenses, esa línea suele coincidir con México.


Jessica Lange es una fotógrafa imponente. Dicen que bebe de Cartier Bresson, Álvarez Bravo y Walker Evans y es muy posible. Pero viendo su trabajo mexicano yo evoqué más a Juan Rulfo, el literato y el fotógrafo. El espíritu de Pedro Páramo sobrevuela esta exposición y algunas imágenes recuerdan las de aquella gran retrospectiva del Rulfo fotógrafo que celebró hace unos años el Círculo de Bellas Artes. Sus fotos plasman ese mismo tiempo detenido, esa calma a veces sombría, esa quietud donde se agazapa la vitalidad más arrebatada.

Si hay algo que los actores saben hacer mejor que nadie es esperar y Jessica se ha tomado su tiempo para captar el misterio profundo de un país inagotable de imágenes. Su trabajo es mirar y ser mirada. Jessica conoce bien el espacio, la luz, la paciencia y adicción del cazador porque ha sido presa demasiadas veces. No dispara en digital, no quiere tener opciones de manipular sus fotos, persigue el momento real capturado para siempre, la calidad dramática de la vida y la luz mexicanas, el misterio y la magia silenciosas del blanco y negro analógico. Está muy viajada y ha llegado a un puerto donde sólo cuenta lo esencial. Sus fotos hablan de ello ¡y cómo!

Al final, sólo quedan un puñado de periodistas y becarios recorriendo imágenes tomadas por un mito, sin detenerse demasiado en ellas, filmándolas con todo lo digital que circula por el mercado. Probablemente, anticipan el comportamiento de quien realice en estos días su propia visita. Mi consejo es tomárselo con calma y luego hacerse con el catálogo (o el libro ya publicado por Jessica Lange), para dejarlo abierto en alguna esquina del salón, junto al Pictures de Bridges y el Photographs 1961-1967 de Dennis Hopper.


(*Artículo publicado en la Revista Experiensense, Abril 2012. Fotos de Jessica Lange y Quique Guerrero. Ninguno de ellos tiene ahora exposición en Madrid).

lunes, 1 de abril de 2019

La dama de la Emperatriz


A Lilian, in memoriam

A principio de los años 60, Madrid terminaba prácticamente aquí, en un edificio construido para militares norteamericanos que animarían la noche mercenaria de la Costa Fleming. Madrid era entonces soleada, gris y futbolera, eso cambia poco, pero tenía en las afueras unos estudios al estilo hollywoodiense en los que Samuel Bronston fichaba directores y estrellas de corte internacional y pretendía una Meca del Cine paralela, más barata e igual de resultona que la californiana.

Aquellos eran los Estudios Chamartín, a un paso del barrio, rebautizados en 1962 como Estudios Bronston, cuando los adquirió el productor durante la gestación de 55 días en Pekín. Para llevar esa película a buen puerto, contaba con Nicholas Ray, que ya había filmado joyas tituladas En un lugar solitario, Johnny Guitar o Rebelde sin causa y (justo antes de refugiarse en la aventura española del moldavo), las maravillosas Chicago, año 30 y Los dientes del diablo.

Ray era de los que consideró siempre imprescindible que cada película a dirigir fuese más cara que la anterior para mantener el estatus. Así que rodar la superproducción Rey de Reyes impulsada por Bronston le pareció una buena idea que sellaría su destino. La ambiciosa historia bíblica tardó en estrenarse, lo que llevaría al director a encadenar un proyecto con el siguiente: tocaba poner la cámara sobre la rebelión de los bóxer en la China de 1900 y el papel de las potencias occidentales en su fracaso.

No pintaba mal: Encabezaban el reparto Charlton Heston, David Niven y la madrileña de adopción Ava Gardner, a sus más que espléndidos 40 años. Bronston le construyó Pekín en Las Rozas, con río artificial en el que ahogar misioneros atados a una rueda con canjilones. Sólo necesitaba chinos a montón para darle empaque a la epopeya. Faltaban décadas para que en Madrid hubiera tiendas baratas en cada esquina, pero florecían los restaurantes regentados por chinos católicos. En Fleming también.

Aunque ésta no es la historia de una camarera rodando para los gringos, sino la de una pianista dispuesta a convertirse en dama de la Emperatriz viuda de la dinastía Qing. Señalarla en cada secuencia en la que aparecen las silenciosas y bellas damas de la Emperatriz de China es una clave familiar cada vez que pasan el film por televisión. Todos en nuestro domicilio de Fleming (también ahora que habitamos en barrios y ciudades diferentes), sabíamos identificarla sin margen de error.

La dama de la Emperatriz se alojó en mi casa en aquella época veteada de cine. Había venido a España después que su pareja, con quien mi madre había coincidido recibiendo un curso de chino y trabado amistad. Era una pianista fantástica, multilingüe (cuatro idiomas a nivel del materno), cocinera fastuosa y gran amiga de la familia (sus hijos y nosotros nos llamamos primos desde que tengo memoria). He oído mil veces que en la boda de mis padres, anterior a la película, su vestido de seda verde bordado en oro, con una apertura lateral que mostraba toda la pierna, fue lo más celebrado del día. Así que no le resultó difícil lucir galas aún mejores cada vez que Ci Xi asoma regia y sombría en la película. Ha pasado medio siglo, pero nunca dejamos de reconocer a nuestra tía pianista: es la más guapa, de largo.

La leyenda cuenta que en uno de aquellos restaurantes (no pocos se asentaron por la Costa Fleming y zonas de influencia), Bronston se detuvo a comer. En aquella época los restaurantes chinos no se habían especializado en comida rápida, sino que constituían una variante exótica de restaurante tirando a distinguido. Cuando el productor quiso felicitar al jefe de cocina, se disculparon por su ausencia: Está en su película, señor Bronston. Aquel restaurante, ya cerrado, estaba a dos pasos de mi casa familiar.

Más cerca aún sigue abierta la hamburguesería con fachada de hiedra cuyo propietario trabajaba en los efectos especiales de la superproducción de Las Rozas. En el “rincón Rick’s” de su establecimiento, le contaba a quien se dejase invitar a un whisky que, de aquel imponente rodaje, atesoraba el recuerdo de dos rostros de nácar: el de Ava Gardner y el de la dama de la Emperatriz que nos ocupa.

55 días en Pekín fue la última película que rodó Ray durante casi 20 años. En la siguiente del Estudio, le sustituyó Anthony Mann, viejo conocido del productor que había filmado El Cid e intercambiado anillos de oro con la Montiel. Ya que estoy aquí, y hace tan buen tiempo, nos quedamos un poquito más, dijo Bronston para encarar La caída del Imperio romano. Su mala aceptación comercial constituyó también el fin de aquel pequeño imperio cinematográfico. Y no había lugar para los chinos en ella. Ni tampoco pianos.

Los Estudios siguieron allí y se reconvirtieron en 1988 y hasta 2015 en los Estudios Buñuel, dedicándose a grabar programas de TVE. Pero 2.500 metros cuadrados constituyen una golosina para cualquier promotora inmobiliaria y Madrid siempre ha sido incubadora de hermosos sueños interrumpidos. Costa Fleming no digamos.

Fin de la transmisión. Voy a escuchar el Claro de luna. En chino.


*Artículo publicado en la revista ALEXANDER Núm. º3, Año 2018)