jueves, 25 de abril de 2019

Ese es mi bistec, Valance. Artículo 6


Desayuno para llevar

Es curioso lo que sucede con el "auténtico desayuno americano", como lo llama Tom Hanks en El puente de los espías, cuando al fin encuentra en Berlín el hotel idóneo para pedirlo: es el desayuno más fotogénico del cine (colorido, variedad, abundancia), pero nadie tiene momento de comérselo. Cereales, mazorcas, bacon, huevos, pastel, zumo, bollería, tostadas... Todo listo para degustar un casi-brunch como arranque óptimo de cualquier día laborable, desperdiciado por la puntualidad de un autobús escolar, la inaplazable cita de negocios o la asesoría al Pentágono en el último despropósito de seguridad nacional. La magia del cine alimenticio. Prueben a hacerlo en casa: bébanse el café de pie, cojan el maletín y el primer bollo que esté a mano y digan que van cortos de tiempo para probar lo demás. Será la última vez que me lean.


En el cine se perdonan las prisas matutinas –y se preparan brunchs– con demasiada soltura. Podremos solventarlo con otro café (para llevar) y unos donuts en bolsa de papel, siempre y cuando toque esperar en el coche a que el sospechoso salga de su guarida (¿habrá desayunado?) y se ponga en movimiento.


El desayuno del cine, abriendo campo para abarcar más allá de Hollywood (aunque también allí), tiene su sentido primordial en el contexto de un amanecer de los que propician el apetito: La pareja ha hecho el amor, probablemente nos muestran alguna réplica de su terremoto nocturno, y están en un hotel con servicio de habitaciones. El plato caliente con caperuza de plata, los croissants recién hechos (ella opta por el croissant, ya enfundada en el albornoz), el zumo finalmente atendido, el café a sorbo lento... Unos minutos para mirarse a los ojos, aunque la agenda inmediata corte la digestión. Salvo que el camarero que trae el carrito oculte una pistola con silenciador bajo la servilleta, el desayuno es un recurso narrativo eficacísimo para exponer el sosiego y el cariño, un contrapunto a la vida agitada y rutinaria o excepcional de cualquier personaje.


Como puesta en escena significativa, resulta perfecto en uno de esos momentos viajeros que privilegia la pantalla, especialmente si mostramos un protagonista tomándose sus primeras vacaciones desde hace años y en algún país ajeno: matrimonio inglés paladeando el alba de la ciudad en un café parisino de Montmartre o los Campos Elíseos (banda sonora de acordeón); ruso reconcomido por la tentadora abundancia del otro lado del telón de acero; americana probando el aceite de oliva en un pueblito costero del Mediterráneo... Ese instante en el que se goza realmente el café y hasta se mira la vida alrededor, quizás el amor inesperado que entra por la puerta o cruza el ventanal del establecimiento en bicicleta. Aunque a veces no haga falta irse tan lejos: se puede desayunar caminando hacia casa con música de Mancini y diamantes al fondo.


En cualquier caso (y ya metidos en joyería), no hay mayor sosiego que el de los desayunos “hereditarios”, disfrutados estos por personajes sucesores de monarquía o de imperio. El tiempo de preparación en cocinas, el recorrido del servicio por pasillos y salones repletos de óleos, molduras y mobiliario Luis XV, la apertura de cortinajes en la ventana del dormitorio, la bandeja depositada junto al lecho con dosel… Así sabremos que el o la joven durmiente goza de un noble linaje y no ha padecido estrechez jamás. Será incapaz de pensar que el panecillo de su plato puede haber sufrido no pocas peripecias y revolcones hasta llegar a esa cama, como sucedía con el de Grace Kelly al comienzo de El cisne.


Busquemos otras posibilidades. El desayuno de Ciudadano Kane, en una mesa demasiado larga, con cada esposo leyendo un diario diferente. Distanciamiento sentimental insalvable. Sólo beberán sus infusiones aunque carezcan de prisa, pues no abrieron el apetito durante la noche. Otro desayuno americano, en la cama, pero limpio de toda sospecha: Kate y Spencer –pocholina y pocholín- en La costilla de Adán, también hojeando la prensa. Armonía sofisticada sin necesidad de hotel, ni mansión, servida –eso sí– en bandeja.


Suceda lo que suceda luego, ¿qué es un desayuno sin un periódico de papel para acompañarlo? En el que descubrir el último escándalo, ver al poderoso malvado en titulares, leer una crítica favorable al estreno de anoche o señalar con determinación las ofertas de empleo. Café y prensa son los ingredientes básicos para desayunar en Occidente según el cine. Un brebaje amargo y el horror a cuatro columnas se erigen en suprema representación de la intimidad personal más tranquila y reflexiva. La de mejor digestión.

¿Terminará imponiéndose para esa imagen del desayuno plácido la lectura de prensa (o de la revista predilecta) a través del móvil? Si así fuese, valdrá igual que se acabe la batería o que se tropiece el camarero camino de nuestra mesa. No olvide mascullar:

“Ese era mi desayuno, Valance”.


(*Artículo publicado en KOBE MAGAZINE,  Marzo 2017)

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