lunes, 8 de abril de 2019

Ese es mi bistec, Valance. Artículo 3.


Dedicado a Chus Lampreave

Vamos a centrarnos una vez más en el cine anglosajón/hollywoodiense, que a efectos comerciales es el de las franquicias de éxito de comida rápida (por hacer analogías alimenticias desde el primer párrafo). Ese cine convertido en supremo hacedor de clichés.

Hay dos cocinas de fama internacional que ellos filman más que cualquier otra: la italiana y la francesa. De la primera tienen una tradición migratoria que lo justifica (la célebre comunidad italoamericana), porque no es el cine italiano originario el que ha glorificado la pasta y la salsa de tomate, aunque se la viéramos comer profusamente a Marcello mientras la Loren repartía pescozones de maggiorata a los mocosos de barrio napolitano y en Roma regalasen a Anita Ekberg una pizza folclórica a pie de avión. 


 Es el cine de Hollywood el que le ha dado encanto al restaurante de La Pequeña Italia. Pero cabe preguntarse cómo mantienen estos establecimientos su popularidad con tanta vendetta despachada sobre el mantel a cuadros, salvo que elijas bajarte a Filadelfia a cenar en el Adrian´s de Rocky, donde la carne siempre estará blanda.

De la francesa en la gran pantalla made in USA podemos extraer otra reflexión inquietante: la cocina más afamada del mundo la puede reproducir cualquiera, desde un cocinero de la marina estadounidense (American Cuisine), pasando por una bloguera (Julie y Julia) ... ¡hasta una rata de alcantarilla! (Ratatouille).

Cualquiera puede cocinar, dicen. Y sacar tres estrellas Michelín.



Viendo películas desde luego no. Podemos saber que a la salsa de tomate hay que ponerle azúcar además de salchichas y albóndigas (cualquiera le lleva la contraria a Clemenza) y que el ajo troceado con cuchilla de afeitar se licua en el aceite al freírse (imprescindible hornillo carcelario), pero poco más sabremos de las auténticas recetas de la mamma, el mafioso Poli, o el chef con Chateau en la campiña gala.

Convertidos los programas gastronómicos de televisión en concursos delirantes y antididácticos y desterrada también la lectura del recetario clásico, las casas huelen a microondas mientras el cine glorifica el arte de cocinar y el placer de la comida más elaborada.


Con todo, hay una receta de cocina que ha pasado a la Historia del Cine de un modo tan contundente que parecen mentira los gazpachos que aún sirven por ahí como si fuesen tales.

El gazpacho de Almodóvar es canónico: “Tomate, pepino, pimiento, cebolla, una puntita de ajo, aceite, sal, vinagre, pan duro y agua. El secreto está en mezclarlo bien.  A Iván le encanta cómo lo mezclo yo”. Y uno se ha quedado con las ganas de llamarse Iván o, en su defecto, que le invitasen a un tazón mezclado por la Maura y echarse después una siesta fulminante.

Seguro que le enseñó a hacerlo Chus Lampreave. Las “testigas” ni en la cocina pueden mentir.


(Artículo publicado en KOBE MAGAZINE, Junio 2016)


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