martes, 8 de junio de 2021

En torno al academicismo

A vueltas con el título de este post, he llegado a la conclusión de que se puede ir a favor o en contra del academicismo, pero ambas fórmulas harán a la Academia grande, puesto que una Academia que se precie necesita disidencias, y no digamos si tiene para presumir la de Polanski. 

Hablamos de un tipo que ha pasado por todo en lo familiar, lo personal, lo político, lo judicial y lo cinematográfico; cabalgando sobre los horrores del siglo XX en cada una de sus versiones, la totalitaria, la exterminadora, la satánica, la psicodélica y, no estoy muy al día, pero imagino que hasta la del "me too" (lo siento, chicas, su deriva también empieza a apuntar a horror).

Polanski ha hecho de todo como cineasta: autoría centroeuropea, gamberradas de connoisseurpelícula de estrellas hollywoodienses, cine maldito, cine de exilio, homenajes geniales, batacazos de taquilla, regresos al infierno, guiños a la Academia, teatro filmado, intrigas poliédricas... Apenas nada se le ha resistido y siempre ha dado con la tecla para que cada película, mejor o peor, fuese inequívocamente suya. Hasta la última, El oficial y el espía, demuestra lo que sabe de Academias y para qué sirven exactamente esos saberes.

En esto radica la lectura del concepto academicismo, ya se asocie a lo aburrido y previsible o, por el contrario, a lo sólido, bien narrado y con visos de llegar a Clásico. El problema no lo tienen la Academia y sus reglas, sino lo que el artista es capaz de hacer con o sin ellas. Polanski ha aprendido latín, para olvidarse de él cuando le conviene.

La venus de las pieles es un buen ejemplo de lo que digo. La premisa no puede ser más clásica: un ensayo teatral a última hora, en el que el autor y la actriz convierten esa lectura del libreto en un juego de espejos, ya veremos quién es gato y quién ratón.  

Polanski coge a su musa, que aún madurando como mujer y actriz tiene sobre todo ese punto de demonio lujurioso que él no supo utilizar en otras ocasiones como lo hace en ésta. 

La vulgaridad de la que es capaz Emmanuelle Seigner juega a su favor para magnificar el potente contraste entre quien actúa y quien es. Casi toda la malicia de la película radica en esa dualidad, por otro lado tan académica. 

En esencia, es mucho más transgresor el personaje reglado de Mathieu Amalric, progresivamente inmerso en una espiral que desea y rechaza (sin más asidero que una novia al otro lado del teléfono). Sólo en el momento final (que, siendo academicistas, se bastaría con la elocuente cita literaria),  Polanski apuesta por el derrapaje consciente y tira el tablero al suelo. Pero claro, la partida ya es suya.


En el lado opuesto, luciendo su propio modo de entender el talento, está La clase de esgrima. Mucho más "académica" en lo que se refiere a concesión y previsibilidad. Un lugar perdido tras la Guerra de las mil heridas, un hombre que se esconde y empieza a enseñar a los alumnos de un descascarillado colegio local, un torneo en la capital en el que se juega algo más que el puesto del palmarés, un soplón, unos uniformados listos para prenderte...


Todo correctamente narrado, fotografiado, musicalizado, medido, en su sitio. Pura Academia en una historia de nervio que apuesta por la superación deportiva y la honestidad frente a la ciega trituradora del Estado.

La historia real de este esgrimista cuyo club En Garde se convirtió en uno de los mejores del mundo daba para mucho más. Más emoción, más indignación, más duda, más pueblo, más Estado, más defensa y más ataque. 

Polanski hubiera cogido este deporte, tan llamativamente académico, y hubiera sacado petróleo de las distancias necesarias en cada momento del duelo. Porque en el cine, como en la esgrima, la distancia elegida es la clave. 

Más lejos de la Academia, o más cerca. Depende de la película y hasta del plano. 

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