domingo, 27 de junio de 2021

Westerns de verano

Un buen amigo cinéfilo dice que el "western contemporáneo" es un género muy veraniego y creo que tiene razón. Apenas empezado el estío me he empaquetado cuatro, unos más contemporáneos que otros, aunque todos crepusculares a su modo y dedicados fundamentalmente a rescates y venganzas, que son al western lo que el adulterio al melodrama. 


Me ha sorprendido gratamente Bone Tomahawk en su muy eficaz sencillez para mostrar un Oeste prosaico y feo, en el que sólo esbozan lo que el territorio llegará a ser la grata casa del sheriff y la del capataz convaleciente. 

Una tribu sin nombre de la que solo se sabe lo necesario para que progrese la historia de un rescate y terrores ancestrales, un reparto muy ajustado (Russell, Jenkins y los demás) y mucho pulso para narrar es todo lo que necesita S. Craig Zahler, que cocina algo diferente sin salirse de las claves básicas del género: desde el rescate como motor de la acción hasta los personajes que lo emprenden, un matador de indios, el sheriff templado, su viejo ayudante y el marido fogoso de la secuestrada. 


Las abominaciones que les esperan no resquebrajan lo ajustado de la narración previa, porque este western no se olvida en ningún momento de lo que hizo grande al género: el ritmo. Y eso se pone también a favor del último tramo, el más aterrador, puesto que ese género usa el mismo recurso para saltar sobre inverosimilitudes o ramalazos gore. 

No es un western mayor, ni creo que lo pretenda, pero su reputación desde el estreno me parece justificada.

El otro contemporáneo de hoy está dirigido por Tommy Lee Jones, que lo protagoniza él mismo junto a esa fiera llamada Hillary Swank. La actriz es una inclasificable que rara vez tiene papeles a la altura de su inmenso talento, pero aquí sí. 

La película tienen una primera mitad brillantísima y demoledora, con esa solterona a su pesar, su escudero a la fuerza, las tres locas de terrible pasado y un carro con rejas. El guión pudo sacar más partido de la ruta, aunque cuenta no poco y con la debida claridad y crudeza. 

Al final, la cosa se desbarata un tanto con ciertas decisiones discutibles, puede que inevitables. Pero Tommy también emplea el ritmo de forma notable, lo que impide que la historia desfallezca. En fin, otra revisión del género y sus múltiples rescates, que describe la dureza con la que construyeron su nación los gringos, sobreponiéndose a todo.

El western contemporáneo (si no va de remakes sonrojantes como el de Los siete magníficos), suele hablar de gente corriente metida en heroísmos por pura imposición cotidiana de un país por hacer. Hasta en verano.


viernes, 25 de junio de 2021

HISTORIAS DEL BARRIO FRÍVOLO (1)

Francisco Umbral pagaba cada mes dos ejemplares de la revista Penthouse: El que le llegaba por correo y desaparecía puntualmente de su buzón antes de caerle en las manos y otro, que compraría en el quiosco de prensa frente a la entrada laica de la iglesia de los Redentoristas. Allí compraba la prensa el escritor mientras vivió en la Costa Fleming

Eran tiempos de acné y manos ágiles. A veces le veíamos ascender muy tieso por la calle Juan Ramón Jiménez, camino del quiosco, cuando su ejemplar de Penthouse “a domicilio” ya estaba en nuestro poder y nos codeábamos la complicidad: el gafas se ha aburrido de esperar el número de mayo.

Un mal día, Umbral se mudó con todos los Penthouse a su “dacha” campestre y la pandilla, incluyendo el joven vecino del escritor, se quedó sin los desnudazos de la revista arrancada cada mes al buzón con el mismo deseo que si fuese ropa interior sobre cuerpo entregado. Por Mortal y rosa nos interesamos mucho después y lloramos menos, injusticias de la vida y la muerte.

Algo más abajo, en un portal de la calle General Gallegos, junto al desaparecido restaurante chino Shanghai, se había rodado poco tiempo antes La miel, con guión de Azcona y protagonismo de un Jorge Sanz debutante, José Luis López Vázquez en su cenit y, sobre todo, Jane Birkin. Ella hacía de madre de Jorge, de tentación de José Luis y de profesional de la Costa Fleming.

Nos enteramos tarde, cuando la vimos en la tele. ¡Qué belleza la de Jane! La inglesa afrancesada se había marchado mucho tiempo atrás y los locales que le habían dado fama a esta costa sin mar se difuminaban con su decadencia, su misterio, sus cajetillas de Winston y sus nombres sinuosos: Solimán, Cholos, Aladine… ¡Ay, aquellas fachadas de colores crema y sus neones curvilíneos bajo los plátanos de sombra…! Sin ventanas a la calle, ni tropa estadounidense con ganas de jarana, pues el Edificio “Corea”, para entonces, se había convertido en un respetable bloque para familias de la vecindad.

Algunos pisos de aquel edificio de Fleming, sin embargo, eran restos del naufragio sexy. En el segundo del número 39, una antigua mujer de la noche alquilaba habitaciones en régimen de pensión. Tenía un perrito como el de Irma la Dulce, aunque hasta ahí llegaba el parecido, porque los años y los kilos habían pasado como un huracán sobre la meretriz jubilada. Y en aquel 2º no había frecuente o sospechoso entrar y salir, sino gente formal viviendo discretamente. Sin ir más lejos, el dueño del restaurante Shanghai, al que nunca oí articular dos palabras seguidas en español inteligible.

Un par de perpendiculares por encima del Corea había un colegio sin crucifijos. Entonces se llamaba Internacional Neil Armstrong y ahora Altair. Entonces tenía piscina y podíamos ver a las chavalas florecer en bañador deportivo. Luego, la piscina desapareció y nosotros seguimos diferentes caminos, sin las más guapas del colegio sentadas en el pupitre contiguo o haciendo fila para saltar al agua y practicar con tabla la patada de crol.

Al entrar en el Neil Armstrong, una foto en blanco y negro del astronauta en suelo lunar te daba la bienvenida. Aquella imagen cubría toda la pared frontal del recibidor. Si eras alumno de aquel colegio, la veías día tras día. Supongo que ese puede ser uno de los motivos por los que toda una generación de su alumnado salió enormemente viajera. Y cabe en lo posible que influyese en el sueño “espacial” de un puñado de estudiantes guapas, que tuvieron la idea de aparecer un día sin uniforme y vestidas con minifalda y medias de color. En lo que a mí concierne, recordaré siempre a la morena de falda blanca y medias azules, a juego con sus ojos.

También en aquel colegio comentamos con nervios risibles el primer culo desnudo de mujer emitido por televisión, que –en realidad- muy pocos habían visto: Las noches eran un territorio catódico de dos rombos y la serie Grandes Relatos se desmelenaba fácilmente con insinuaciones libidinosas del vicario de Poldark o de la esposa del emperador Claudio. Pero en el cole todos los varones nos tirábamos el rollo y, si se terciaba, presumíamos de haber repasado en soledad una revista guarra procedente del cuartel del hermano mayor o de un fondo de armario supuestamente paterno.

Para ser francos, yo sólo puedo dar fe de las sugerentes mujeres que satinaban el Penthouse de Franciscon Umbral, mostrando su generosa piel al sol de la Costa adecuada.

Ya os digo, eran tiempos de acné y manos ágiles.


(Artículo aparecido en la revista Alexander nº5, año 2019)

lunes, 14 de junio de 2021

Ned Beatty, in memorian

Nos ha dejado el esbirro de Lex Luthor, que trabajó con Houston, Altman, Lumet, Boorman, Donner, Nichols, Schrader, Lee, Crichton, McBride, Spielberg, Pakula, y otros muchos cineastas menos notables pero por lo general solventes. 

Aunque para solventes él. Por eso era habitual en su carrera que casi todos repitieran en siguientes filmes para completar con Ned sus repartos. Pequeño gran actor, de los de toda la vida.

Para quien no lo ubique, Ned Beatty es éste:

 

jueves, 10 de junio de 2021

La vacuna de Chaplin

Hace unos meses, cuando la pandemia del coronavirus tenía olas numeradas, se produjo entre otras muchas desdichas una brutal sequía de estrenos cinematográficos, en especial de los procedentes del todopoderoso Hollywood. Ya sabéis, ese lugar en el mundo al que astutamente se llamó la fábrica de sueños, pero que se dedica a los negocios rentables por encima de todas las cosas.

Como lo que se filma por el equipo local y socios más próximos (España y otros países europeos), hace mucho que no tiene suficiente gancho en taquilla (salvo contadas excepciones que alimenten el espejismo de industrias alternativas a Goliat), los cines tuvieron que rescatar títulos del baúl de los recuerdos que poner en sus pantallas. De Hollywood, por supuesto.

No importó tanto que fuesen reestrenos que apenas convocaran a dos o tres espectadores solitarios por pase. Eso pareció bastar: Menos espectadores obliga a menos costes, para tener menos pérdidas. Lo llaman resignación a lo inevitable.

Al menos en Madrid, los cines de cadena lo han estado haciendo hasta hace bien poco, con la reposición de El señor de los anillos, aprovechando de excusa una efeméride (20-25-30 años, no sé). Dudo que reestrenar esta trilogía en concreto les haya salido tan barato, claro, pero en esencia la idea seguía siendo la de la segunda ola. En la primera, los cines eran morgues, literalmente.

Sin embargo, el primer rescate llamativo de esta tendencia a la fuerza fue el pase por pantalla grande de un Chaplin legendario: El chico (The kid), de 1921. Film mudo y prodigioso, escrito, dirigido, musicalizado y protagonizado por el vagabundo universal, que en poco más de una hora contiene todo lo que hizo célebre y genial al cineasta inglés del bigotito.

Además de Charlot en su apogeo, cuenta con los policías característicos, el barrio pobre, la bella dama (Edna Purviance) y lo más de lo más: el chico que encarna Jackie Coogan (el Culkin de la época, cuyos ávidos padres también arramblaron con todo).

La película aún no está equilibrada por completo en sus tres elementos chaplinescos -crudeza realista, drama victoriano y comicidad visual -, pero hasta por eso resulta deliciosa. Aún le quedaban a Chaplin años sin sonoro para armar Una mujer de París, La quimera del oro, El Circo, Luces de la Ciudad, en las que fue afinando más y más su sentido del espectáculo, esa potente mezcla entre lo risueño que consuela y enmascara con la honda tristeza que genera un mundo muy muy mejorable. 

La pillería bondadosa de Charlot tiene aquí su perfecto acompañamiento en un chico de cinco años que se mimetiza con el maestro al caminar, disimular, correr y vivir chapuceramente. Se quieren de modo tan notable que la separación obligada por la caridad implacable de las autoridades es cómica y conmovedora en perfecto revoltijo.

Ver a Charlot corriendo por los tejados en dirección a la camioneta que se lleva al pequeño John hacia el orfanato, o verle poner en fuga al conductor con amagos violentos descacharrantes, incluso sabiendo que el espectador aguarda el abrazo de los vagabundos, es un prodigio de talento chapliniano, solo a su alcance.

Mientras exista un Chaplin, un cine que lo rescata, una plataforma que lo ofrece, un cinéfilo que lo elogia,… hay esperanza.   


 

martes, 8 de junio de 2021

En torno al academicismo

A vueltas con el título de este post, he llegado a la conclusión de que se puede ir a favor o en contra del academicismo, pero ambas fórmulas harán a la Academia grande, puesto que una Academia que se precie necesita disidencias, y no digamos si tiene para presumir la de Polanski. 

Hablamos de un tipo que ha pasado por todo en lo familiar, lo personal, lo político, lo judicial y lo cinematográfico; cabalgando sobre los horrores del siglo XX en cada una de sus versiones, la totalitaria, la exterminadora, la satánica, la psicodélica y, no estoy muy al día, pero imagino que hasta la del "me too" (lo siento, chicas, su deriva también empieza a apuntar a horror).

Polanski ha hecho de todo como cineasta: autoría centroeuropea, gamberradas de connoisseurpelícula de estrellas hollywoodienses, cine maldito, cine de exilio, homenajes geniales, batacazos de taquilla, regresos al infierno, guiños a la Academia, teatro filmado, intrigas poliédricas... Apenas nada se le ha resistido y siempre ha dado con la tecla para que cada película, mejor o peor, fuese inequívocamente suya. Hasta la última, El oficial y el espía, demuestra lo que sabe de Academias y para qué sirven exactamente esos saberes.

En esto radica la lectura del concepto academicismo, ya se asocie a lo aburrido y previsible o, por el contrario, a lo sólido, bien narrado y con visos de llegar a Clásico. El problema no lo tienen la Academia y sus reglas, sino lo que el artista es capaz de hacer con o sin ellas. Polanski ha aprendido latín, para olvidarse de él cuando le conviene.

La venus de las pieles es un buen ejemplo de lo que digo. La premisa no puede ser más clásica: un ensayo teatral a última hora, en el que el autor y la actriz convierten esa lectura del libreto en un juego de espejos, ya veremos quién es gato y quién ratón.  

Polanski coge a su musa, que aún madurando como mujer y actriz tiene sobre todo ese punto de demonio lujurioso que él no supo utilizar en otras ocasiones como lo hace en ésta. 

La vulgaridad de la que es capaz Emmanuelle Seigner juega a su favor para magnificar el potente contraste entre quien actúa y quien es. Casi toda la malicia de la película radica en esa dualidad, por otro lado tan académica. 

En esencia, es mucho más transgresor el personaje reglado de Mathieu Amalric, progresivamente inmerso en una espiral que desea y rechaza (sin más asidero que una novia al otro lado del teléfono). Sólo en el momento final (que, siendo academicistas, se bastaría con la elocuente cita literaria),  Polanski apuesta por el derrapaje consciente y tira el tablero al suelo. Pero claro, la partida ya es suya.


En el lado opuesto, luciendo su propio modo de entender el talento, está La clase de esgrima. Mucho más "académica" en lo que se refiere a concesión y previsibilidad. Un lugar perdido tras la Guerra de las mil heridas, un hombre que se esconde y empieza a enseñar a los alumnos de un descascarillado colegio local, un torneo en la capital en el que se juega algo más que el puesto del palmarés, un soplón, unos uniformados listos para prenderte...


Todo correctamente narrado, fotografiado, musicalizado, medido, en su sitio. Pura Academia en una historia de nervio que apuesta por la superación deportiva y la honestidad frente a la ciega trituradora del Estado.

La historia real de este esgrimista cuyo club En Garde se convirtió en uno de los mejores del mundo daba para mucho más. Más emoción, más indignación, más duda, más pueblo, más Estado, más defensa y más ataque. 

Polanski hubiera cogido este deporte, tan llamativamente académico, y hubiera sacado petróleo de las distancias necesarias en cada momento del duelo. Porque en el cine, como en la esgrima, la distancia elegida es la clave. 

Más lejos de la Academia, o más cerca. Depende de la película y hasta del plano. 

lunes, 7 de junio de 2021

Repescas japonesas

DESPEDIDAS

El Oscar a la mejor película en habla no inglesa de 2008 fue para esta película que vi antes de tener blog y que he redescubierto con las goteras de la edad. No es lo mismo verla con cuarenta escasos, que 12 añacos después. Ni por asomo. Las mejores películas son precisamente esas que vas asimilando en cada década de un modo distinto y todos ellos son útiles al espíritu, aunque duelan.

Las grandes películas japonesas suelen doler. Ésta, que se queda algunos peldaños por debajo de la poderosa filmografía de Japón que todos tenemos en mente (Ozu, Kurosawa, Mizoguchi, Naruse), también duele. Y no sólo porque el tema de la muerte y las funerarias se preste, sino por la sensibilidad que despliega para hablarnos del duelo, de sus rutinas, de los ritos y su conveniencia, de las pérdidas irreparables y hasta del monte Fuji al fondo de la imagen. 

El monte Fuji es a veces a Japón lo que la torre Eiffel a París, recurrente para el encuadre. Pero si la segunda canta a la vida, el primero parece simbolizar la imperturbabilidad de la muerte. Atmósfera, referentes lejanos, silencio o cine, todo cuenta al transmitir los sentimientos de Japón.

Yojiro Takita es un director razonablemente prolífico, que apenas ha trascendido más allá de sus fronteras naturales. Ya sabéis cómo va, si no tienes un Oscar o una Palma de Oro, tus películas no te las distribuirá fuera de casa ni blas. O para cerrar con una broma a tono con la temática: date por muerto.


 UNA PASTELERÍA EN TOKIO

Naomi Kawase juega en otra liga: tiene seguidores y detractores por todo el ancho mundo casi por igual. Pero eso me da que es un revuelo más festivalero y crítico que otra cosa. La japonesa sabe lo que se hace y a quién dirige cada historia, adaptando sutilmente sus maneras para que le funcionen por igual la autoría y el pasteleo.

Y para muestra este bollito AN. La primera mitad de la película, pausada, cristalina, muy japonesa, es interesantísima de seguir en su sencillez extrema: como localización, apenas un tenderete donde se preparan dorayakis y los cerezos en flor circundantes. De personajes, tres y alguna aparición instrumental de relleno, de las que compra un dulce para llevar o tomarse frente al diminuto mostrador.


Después, llega la otra mitad de película, en la que Kawase malgasta con discutibles decisiones de puesta en escena el talento demostrado en la mitad anterior. Se empeña entonces en dar las debidas explicaciones al espectador, pero sin que la imagen aporte lo que le corresponde. Vamos, que la directora se limita a filmar gentes contando penas de manera explícita y acumulativa, ante la mirada compungida de los personajes que les escuchan dentro de la misma pantalla. 

Algo parecido a los dramas personales que nos contaban los personajes de los estudios Ghibli, pero sin bellos dibujos ilustrando el pasado infantil de la anciana o el rifi rafe de tugurio del pastelero solitario.

A Naomi le podían haber aprovechado más las mil horas de Totoro, Ponyo, Chihiro, Luciérnagas y hasta Doraemon que se enchufaría de cría, pero sé que ironizo con eso en plan festivalero beligerante. No me equivocaré mucho si os digo que a los japoneses de distintas edades e intereses que va dirigida esta historia zen, la película les llega y les conmueve. A mí me sobran minutos de anciana despidiéndose y viento entre los cerezos. 

Eso sí, Kawase se redime con un momento final en línea con la más prestigiosa tradición japonesa. Talento demoledor en un escenario anodino y con apenas una frase del actor que lo vertebra todo. Bien de nuevo.


sábado, 5 de junio de 2021

Cruise y Gavras

Las convalecencias de mucho calmante dan para estos ejercicios cinéfilo-alucinatorios. Como verse seguidas Barry Seal (película de Tom Cruise, dirija quien dirija), y Zeta (película de Costa-Gavras, actúe quien actúe).

La primera es la última buena de este actor hasta hoy. Cruise es de los pocos que aún van alternando tipos de proyecto. Prioriza, antes de que los años acumulados sobre su físico lo imposibiliten, el taquillazo acrobático franquiciado. También trabaja otras tendencias a la moda: rescates desafortunadísimos de mitos tan viejos como la momia o secuelas de películas mejores como la segunda de Jack Reacher frente a la primera. No obstante, de vez en cuando le llega a la tumbona un guión de verdad, que respete su estilo de estrella pero vaya más allá del divertimento esquemático y los corre-corre de sus superhéroes sin mallas.

Es el caso de Barry Seal. Plena de ritmo, aviones y sonrisa Cruise, pero muy reveladora de los usos y maneras CIA , Contra y Narco, el triángulo letal de los años setenta-ochenta a ambos lados de Río Grande. 

La socarronería del libreto le sienta bien a Cruise, amoral, arrojado y juguetón, al que no le importa en este caso traficar y perder. Porque Tom será maestre cienciólogo o como putas se llame, pero también sabe un rato de Cine. Del que vende sin más y del que hace algo más que vender.

Eso sí: cada día engorda su currículum y su cuenta con otro título del primer grupo. Diría que su ya larga carrera es una muestra bastante precisa de la deriva de Hollywood, de los años 80 hasta hoy.

Antes de que Cruise debutara siquiera, Costa Gavras reinaba como gran director europeo de cine político con enjundia y gancho. Buena parte del mérito lo tiene Z, con guión de Jorge Semprún (menuda deriva también la del nivel político, ya que estamos). En ésta, más que socarronería hay sarcasmo. También hablando del poder, sus enjuagues, sus peones y sus víctimas. Con mandamases igual de cínicos y letales que los de Barry, pero con empleo de métodos más prosaicos, como son los revienta-manifestaciones, los radicales de pocas luces y los funcionarios complacientes. Apenas un juez y un periodista se enfrentan a lo inevitable. 

Lo más estremecedor en la de Gavras es lo asequible que resulta dar con la verdad, a poco que se busque tras la versión oficial, acomodaticia y tentadora. Ahora y aquí es igual de asequible e incómodo, aunque el poder evite disfrazarse de caqui.

La CIA al menos se toma la molestia de quemar documentos, sin perjuicio de que la mierda aflore tarde o temprano. 

En todo caso, no hay mucha distancia entre los tontos útiles a uno y a otro lado del charco, salvo la cantidad de billetes que le cuestan al erario y el dinero que hacen ellos por su cuenta. Al final, pagan los inocentes y se libran los que dan las órdenes. Y no queda más remedio que seguir tomando calmantes.



miércoles, 2 de junio de 2021

martes, 1 de junio de 2021

Milestone y Kurosawa


No cabe la comparación de directores, más allá del titular, porque el japonés fue un gigante y el moldavo un mero (y muy solvente) artesano. Aquí van dos joyas fílmicas que llevan sus respectivas firmas, para eso sí vale un mismo post. 

La de Milestone es de lejos la mejor que hizo: El extraño amor de Martha Ivers, un "melodrama noir" al que apenas le ha envejecido la música. Que, por cierto, hay que ver qué bandas sonoras más estándar-mazacote hacían los suspenses y melodramas de los años 40 en Hollywood. A menudo, hasta cuesta diferenciarlas.

En lo demás, las peleas quedan torpes, creo que por la estilización que han alcanzado en el cine estadounidense más reciente. Y el final sobre el final es una coda a capón para que la taquilla no se ponga biliosa, manía de su show business que viene de muy antiguo y lleva tiempo siendo un lastre de lo más irritante, pero en ésta menor (casi como la del primer Blade Runner).

Hechas las salvedades, qué película, menudo guión, menudos encuadres, fotografía, bares, oficinas, mansiones y hoteluchos. Luego está Lizabeth, claro, que lo mismo te vale para pobre diablo que para diablo a secas. Barbara, de vulnerable y de sobrada, Kirk de débil o de peligroso, Van de trotamundos sanote y enamoradizo. Con eso, diálogos y ritmo implacable, en el Hollywood dorado hacían estas películas a decenas buscando el entretenimiento bien hecho, sin meterse en trascendencias impostadas. 

En fin, amigos, será nostalgia o la pandemia que me tienen atado a los clásicos "on demand"


El día anterior me enchufé El infierno del odio, de Akira Kurosawa. Es difícil elegir película de este señor, como pasa con muchos de los grandes directores del cine japonés. Lo mejor es guiarte por el género que más te apetezca esa tarde, porque los cultivó prácticamente todos. 

Hasta la película que comento hoy contiene varios: El drama teatral con dilemas morales de calado, las guerras accionariales entre directivos de empresa, la investigación cuasi-documental de la policía, el realismo sucio de la noche y la ciudad, la psicopatía hitchcockniana en su exhibicionismo y su derrumbe... (y para colmo, con final feliz para los que lo merecen, pero sin que se note). 


143 minutos de película de los que clavan en la butaca. Con un guión equilibradísimo en datos y tonos, aunque la mitad primera sea tan demoledora que la intensidad parece bajar por momentos; con la banda sonora perfecta (y fresca), empleada desde la sensatez casi cicatera; con una fotografía en blanco y negro tan primorosa como la de la película anterior, pero al servicio de otros lujos opresivos, otros paseos en coche y otra noche urbanita.  

Lo de Mifune y los demás intérpretes que lideran la pesadilla es tan japonés y universal que sólo puede achacarse al talento. Y luego está Kurosawa, ese mago. Capaz de darte una gran tarde de cine imperecedero aunque no salgas de tu salón y de tu televisor.