El amigo extraordinario (absurda revisión del titulo original, que ni se acerca), es éste de arriba, Tom Hanks, encarnando al muy popular en su país Fred Rogers. Rogers fue un presentador de programa infantil adorado en USA, puesto que muchas generaciones de estadounidenses han crecido ante sus enseñanzas televisivas.
Tanto es así, y tanto tira la presencia de Hanks en los créditos, que en no pocos resúmenes del argumento se dice que la película es un biopic sobre Rogers. Ya les vale. El protagonista de verdad es el de abajo, un hombre de familia de probado pesimismo ante el género humano y con pasado desatendido por un padre díscolo que ahora busca reconciliarse.
Hanks hace de coach, confesor, santón budista y lo que tú quieras. Hanks es el actor más grato y solvente, querible y creíble que queda en Hollywood. Pero el problema no es mirar la historia desde el descreimiento o el colmillo retorcido. Es que, aparte las cuatro o cinco canciones ñoñas y dos momentos de marioneta que dan alipori, la película es tan bienintencionada como plana. La escena del metro o la del restaurante, que debieran conmover, producen estupor.
Y el protagonista Matthew Rhys, no es que haga de gris (como Ruffalo en la anterior película comentada aquí), es que ES gris. Su ausencia de carisma le hace naufragar ante su esposa y su niño de meses, la hermana de dos minutos y no digamos ya el gran Chris Cooper o el propio Hanks.
En fin, que se deja ver con no poco esfuerzo (tampoco es vistosa), esperando que Hanks haga algo inesperado o que a uno le entre el espíritu norteamericano de los buenos sentimientos nivel navideño. Pero cuando al fin acaba no eres mejor, y de eso deben ir estas películas. Si no, ni extraordinarias, ni leches.
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