Van pasando ante mis ojos las
últimas películas vinculadas a los Oscars 2020 de un modo u otro. Esas que no
pescaron nada en la última recta. Como la que dirigiera Clint Eastwood sobre el atentado de Atlanta durante sus Juegos del
96, centrándose en el fulminante paso del pedestal a la hoguera del pobre
guardia de seguridad que descubrió la bomba (ni que fuera español, el hombre).
Richard Jewell es una
película sencilla y vibrante, de las que te clava a la butaca, sin meterse en
demasiados jardines, a pesar de rescatar a un gordito lleno de imperfecciones
para protagonista y utilizar incluso la brocha gorda cuando le conviene (el
plus sexual de la periodista).
Así es Eastwood: tiene un talento
que es incapaz de patinar, salvo que se empeñe en hacerlo (no encuentro otra
explicación al fiasco del tren a París). La frustración profesional de Richard, sobrellevada
con un exceso de celo en sus trabajos de seguridad de bajo crédito, o su
afición a las armas y los manuales de comportamiento en estados de alarma, no
impide una bondad de corazón que le hace atractivo, una mente bastante más
lúcida de lo que parece, un sentido del deber digno del héroe.
Qué bien trabaja, por cierto, el semidesconocido
actor Paul Walter Hauser, en un
protagónico tan expuesto. El abogado y la madre, encarnados por los siempre
excelsos Sam Rockwell y Kathy Bates, complementan de modo muy solvente
a su figura.
Por el lado oscuro de la
historia, los agentes necesitados de éxito inmediato y los medios en busca de
carnaza hacen lo que les toca. Ahí entra la brocha, pero no nos importa
demasiado. Eastwood parece decir que la difamación impune está al alcance de
cualquiera, también de él y su película.
Aunque no fuese así (quién sabe lo que piensa Eastwood en
realidad), las “fuerzas vivas” bien merecen un poco de su propio jarabe,
después del puteo al que sometieron al pobre Jewell, el héroe defenestrado de
Atlanta.
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