Esta película, que nos cuenta sobre el director Michael Curtiz y su rodaje de Casablanca, tiene dos públicos
diferenciados: el cinéfilo y el común. Y creo que funciona mejor con el común.
Su estética en blanco y negro,
cuidadísima, la lleva a donde corresponde de ambientación escenográfica, tiempo
narrativo y atmósfera Hollywood. El actor que hace de Curtiz guarda un parecido
muy notable con Curtiz. Y se cuentan algunas anécdotas ya legendarias, como las
patadas al idioma del director húngaro, la de los mecánicos enanos o la del
despido del extra, que gustarán al que no las conoce.
Pero hay más ideas y estética en
esta película que músculo emocional. El viaje paralelo entre el cinismo de Rick
y el de Curtiz se entiende, pero no estremece. Se producen momentos de emoción
lograda, aunque no profunda, como chispazos que están a punto de encender la hoguera,
sin lograrlo. Hal B. Wallis tiene vida y coraje en escena como productor, pero los guionistas hermanos Epstein no están a la altura de su ingenio,
aunque apuntaban maneras (hubieran necesitado un Sorkin para sus propias
frases); Jack Warner tampoco alcanza las cotas de Júpiter tonante que su poder
merece.
En fin, a la película le falta
ese halo que si consiguieron La noche americana, Cinema
Paradiso o The Artist, desde distintos ángulos del set.
Lo que sí es de alabar, sin
discusión, es que evite encarnar en actores expuestos a Bogie y a Ingrid. Sólo
aparecen en escena representaciones claras de Sakall, Veidt y el pianista Wilson.
Salvo Sakall, que como húngaro juega un papel importante en la vida americana
de Curtiz, y que está muy bien escogido, habrían podido prescindir de los otros,
ser menos explícitos en su encarnadura.
Me quedo con el astuto uso de los
Estudios, entendidos como hangares, para narrar el noventa por ciento de esta
historia, interesante y hasta notable, pero no subyugante. Para eso, siempre nos
quedará Casablanca.
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