Una historia de “carretera para
el descubrimiento”, de uno mismo y de los que te rodean, es siempre agradecida,
aunque difícilmente original a estas alturas.
En ésta tenemos un buen antídoto
contra los lugares comunes: el actor protagonista y su personaje, el más
cuidado del guión, junto a la nieta que –siendo de bofetón al inicio- consigue
hacerse querer de su abuelo y por extensión de los espectadores con el paso de
las secuencias.
Otra baza a favor: la historia se
maneja con la discapacidad y el alzheimer de forma hábil, en la mayor parte del
metraje de manera no sensiblera.
El personaje del “esposo coach”,
teniendo su gracia, es el único decididamente paródico, y eso le resta eficacia
en las partes más serias. De hecho, los momentos clave que podría haber tenido
con su pareja (los dos últimos a solas, no el del cigarrillo que es estupendo),
se quedan en mínimos por eso mismo: parece que hay temor o falta de ideas de
guión para hacer con él lo que sí se consigue con la niña.
De todos modos, la película
cuenta con una historia interesante y bonita, buen ritmo, intérpretes idóneos y
al menos tres finales. Son sucesivos, pero sólo el último es previsible y
rebozado en exceso de azúcar. Afortunadamente, ya no importa, porque has
llegado a querer a los personajes y perdonas la pirueta. Esa es la prueba del
nueve para saber que la película, a pesar de sus carencias, funciona.
Bueno, la prueba del nueve…o del
treinta.
(En Netflix, para esto días de
encierro)
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