El Hoyo es una película terrible
y oportuna. Escueta en lo formal, aunque no por ello descuidada (su estética y
efectos son de lo mejor), tiene su potencia en la premisa bien desarrollada por
un puñado de personajes condenados a una situación extrema. Aquí, una especie
de cárcel con varios centenares de plantas-celda, a una por pareja, en la que
sólo importa sobrevivir de las sobras de una mesa opípara hasta que te cambien
de planta y llegues al final de tu confinamiento.
Ya digo, no puede ser más
oportuna su llegada a la plataforma de streaming. Así y ahora, los confinados
del mundo, todos con su propia mesa más o menos opípara (a costa no pocas veces
de acumular insolidariamente cuanto se pueda), la podremos ver cómodamente, y
nos horrorizaremos con la delgada y quebradiza capa de civilización que nos
protege de la barbarie de la supervivencia pura.
Algunos aspectos de esta distopía
quedan fuera. Por ejemplo, el porqué de una institución así, de la que
difícilmente cabe extraer una lección social, pues sólo pueden correr
leyendas urbanas sobre lo que allí sucede. Hubiera sido interesante saber
cuáles de ellas y en qué proporción son inducidas por el sistema, tenían
momentos y personajes para jugar también con eso.
Pero tampoco aspiran a ser
demasiado orwellianos en El Hoyo. Su exposición se centra en
las pulsiones básicas del ser humano (que se resumen, como en todas las
especies, en la de comer) y en la distancia entre la solidaridad, mal o bien
entendida, y el egoísmo pragmático, que a veces es tan escasa como la que hay
entre una planta y otra, hacia arriba o hacia abajo.
Y a ver quién sale del hoyo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario