lunes, 23 de marzo de 2020

El Hoyo


El Hoyo es una película terrible y oportuna. Escueta en lo formal, aunque no por ello descuidada (su estética y efectos son de lo mejor), tiene su potencia en la premisa bien desarrollada por un puñado de personajes condenados a una situación extrema. Aquí, una especie de cárcel con varios centenares de plantas-celda, a una por pareja, en la que sólo importa sobrevivir de las sobras de una mesa opípara hasta que te cambien de planta y llegues al final de tu confinamiento.

Ya digo, no puede ser más oportuna su llegada a la plataforma de streaming. Así y ahora, los confinados del mundo, todos con su propia mesa más o menos opípara (a costa no pocas veces de acumular insolidariamente cuanto se pueda), la podremos ver cómodamente, y nos horrorizaremos con la delgada y quebradiza capa de civilización que nos protege de la barbarie de la supervivencia pura.

Algunos aspectos de esta distopía quedan fuera. Por ejemplo, el porqué de una institución así, de la que difícilmente cabe extraer una lección social, pues sólo pueden correr leyendas urbanas sobre lo que allí sucede. Hubiera sido interesante saber cuáles de ellas y en qué proporción son inducidas por el sistema, tenían momentos y personajes para jugar también con eso.

Pero tampoco aspiran a ser demasiado orwellianos en El Hoyo. Su exposición se centra en las pulsiones básicas del ser humano (que se resumen, como en todas las especies, en la de comer) y en la distancia entre la solidaridad, mal o bien entendida, y el egoísmo pragmático, que a veces es tan escasa como la que hay entre una planta y otra, hacia arriba o hacia abajo.

Y a ver quién sale del hoyo.


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