Dos actores de enorme empaque y
talento, Jonathan Pryce y Anthony Hopkins, se ponen la sotana papal o cardenalicia para debatir en distintos
escenarios eclesiásticos sobre el futuro de la Iglesia católica y sobre sus propias
debilidades humanas. Antes y después, sendos cónclaves para llegar al “habemus
papam”.
Huyendo de cualquier regusto
teatral, el director Fernando Meirelles
mueve a los protagonistas con fluidez y elegancia por el Vaticano, Castel
Gandolfo, la Sixtina… Y el futuro papa Francisco callejea un poco por Roma y
Bueno Aires, además de tener sus flashbacks de juventud (que, a mi juicio, lastran
algo el conjunto).
El guión, tengámoslo en cuenta,
lo firma Anthony McCarten,
responsable de adaptar al cine, sin meterse en muchos charcos, la vida de Stephen Hawking en La teoría del todo y la
de Freddie Mercury en Bohemian
Rhapsody.
Los claustros, pasillos,
sacristías, capillas, comedores y despachos de la cúspide de la Iglesia dotan a
la película de empaque añadido al de los dos intérpretes. Y el guión, hábil en
todo momento para mencionar de pasada lo más delicado y recrearse en lo más
agradecido, permite hablar con cierta profundidad a estos dos papas de lo
divino y de lo humano. Y a nosotros ser testigos de tales encuentros, sin
pensar ni un instante en qué se ha hecho del croma y del retoque digital. La
película, en este aspecto, es casi un milagro.
Bromas aparte, resulta curioso
que la narración se demore en los claroscuros de la biografía del argentino,
incluyéndola en su confesión al papa Benedicto, mientras apenas se hace una
mención puntual, por un tercero, de los borrones en el pasado del alemán, que también
se confiesa con Francisco, pero sin que sepamos nada de sus faltas puramente
terrenales.
Seguramente, eso habría derivado
en otra película. Ésta tiene como protagonista a Pryce/Bergoglio, aunque Hopkins/Ratzinger
acabe generando casi más simpatía. Cosas del carisma galés. Sabemos hace tiempo
que Hopkins se come vivo a cualquiera.