Con o sin solvencia en la
dirección y en la producción, que aquí se tienen ambas, las películas de guerra
no suelen destacar por su sutileza, puesto que aún a toro pasado parten de unos
buenos y de unos malos (en las guerras que no son nuestras, también). El tema bélico lo facilita, así que resulta paradójico que las películas sobre intelectuales (aún las ambientadas en tiempos de paz), tampoco suelan ser demasiado sutiles, la verdad.
No le vamos a pedir a Amenábar
filigranas analíticas. Pero, teniendo en cuenta los antecedentes, no le ha salido mal su
apuesta. En primer lugar, porque arma a todos los personajes de razones,
incluso a los que cargarán con la maldad de ganar y apoderarse de la victoria por
décadas. En segundo, porque el personaje de Unamuno, contradictorio y brillante
como pocos, parece concitar hoy en los españoles algo que de un tiempo a esta
parte va cayéndose a tiras: el respeto.
Además, Amenábar tiene a un actor
magnífico para encarnar a Don Miguel (Karra Elejalde) y otro (Santi Prego) que no sólo aporta
el parecido físico y la vocecita de Franco, sino que se lo curra bien para
matizar al astuto gallego que va a hacerse con el mando militar y del Estado “mientras
dure la guerra”.
El falangista con bigotito, pelazo
engominado y dos dedos de frente no comparece en primer plano de esta película “tibia”, aunque
de posición más que clara. Las atrocidades del bando sublevado, que podrían
recrearse dado que todo sucede en su zona, se resuelven en elipsis (los
disparos lejanos, las desapariciones, los informes) o insinuaciones tolerables
(unos cadáveres de cuneta, una viuda desgarrada, una detención sin papeles, a
las bravas).
Por descontado, algunos detalles
juegan al oportunismo o a la adhesión. Los más evidentes: que las regiones
nombradas son las habituales, con lo que se diría que nunca encajaron, que
España es lo demás, cuando todo es España, menos mal que Unamuno está ahí para
decirlo. La bandera que lleva la peor parte es también “la de siempre”, o lo
que es lo mismo, la que debe representar el inmovilismo de carcundia y uniforme, la rojigualda.
El obispo, que apenas abre la boca pero
la abre mal, está donde suelen los obispos del género, y el único “meapilas”
amable tiene que ser un pastor protestante y masón (como lo es también el
militar más sensato de la Junta).
Sin embargo, que no se encrespe el guardián
de las esencias gruñendo ante las reescrituras “ideológicas” del cine que no
lucen su letra. Para empezar, son inevitables. Hasta Ford, que le daba
valor y caballerosidad a los dos bandos de la Civil americana, tiene claros
favoritos.
Y para seguir, nadie puede ni
quiere asegurar, en el cine o fuera de él, lo que hubiera pasado si la República gana la guerra española. ¿Progreso
sin revancha? ¿Comunismo del chungo hasta la caída del Muro? ¿Posguerra sucia y
aperturismo en los 60? Vaya usted a saber.
Lo que no admite discusión son
los nombres, apellidos y graduaciones de
quienes se enfrentaron al gobierno elegido en las urnas. También los que
despelleja Unamuno por incapaces de evitar que las organizaciones, partidos y
sindicatos se desbocaran, de noche o a plena luz. Aquel era, desde luego, un
tiempo de extremos enconados. Del que sólo sabemos resolver a tiros y el clásico
“sólo puede quedar uno”.
Por eso, en mi opinión, el
momento en el que la película roza la grandeza y conmueve de verdad, no es
tanto el del discurso unamuniano en el atril, sino aquel en el que dos
españoles discuten en mitad del campo, sin llegar a una acuerdo, pero sin
matarse.
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