Ya dudo de que alguna vez quisiéramos
intentar una oposición cultural a lo anglosajón. Si fue así, el imaginario
hispano ha perdido hace mucho tiempo esa batalla. Pero no por hermanamiento
fraterno, que vendría al pelo hablando de esta película, sino por rendición
incondicional de nuestra parte. Nos encantan -de un modo explícito y
desacomplejado- su modo de contar, sus melodías, sus temas, sus iconos. Los
complejos quedan para lo que se reconozca nuestro, salvo que nos sirva para
zumbarlo con sarcasmo marca de la casa.
Y por eso estamos aquí.
Klaus es una película
maravillosa, animada por españoles, que se toma profundamente en serio y
gracias a eso llega hasta el corazón. Klaus
es lo que España nunca produciría para ensalzar los propios referentes, por
falta de convicción o de autoestima, incluso la previa a preguntarle al público.
Así que se desempolvan otros
modelos, se consigue la complicidad financiera de Netflix y, de este modo, tienes
la oportunidad de hacer una película bellísima sobre el egoísmo, la entrega, el
candor, la responsabilidad y la magia. Una película ”de Navidad” prácticamente
insuperable en los tiempos que corren.
Eso sí, a la anglosajona manera.
Porque la última obra maestra ambientada en Navidad que se cocinó en esta tierra
fue Plácido,
de Berlanga, cuyo genio descomunal no
retrata precisamente una fiesta de los buenos sentimientos, aunque le quedó
española de pura cepa.
Quiero evitar ponerme como un “guardián
de las esencias”, con la cantidad de guardianes que ya andan sueltos. Pero,
entre los que apuestan por lo aquí cocinado a veces se agradecería algo de fe. Y
no hablamos de Santa, ni de San Nicolás. A estas alturas, eso suena a meapilas.
Referencias al margen, cualquiera
que no tenga las vísceras de corcho disfrutará de Klaus como un niño. No os
la perdáis.
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