Pero así, con cierto gesto de prevención,
y cogiditos de la mano, por lo que pueda venir...
CINE ESPAÑOL VERSUS CINE DE HOLLYWOOD
Toda la vida pensando que poner un pañuelo sobre el teléfono disimulaba la voz por completo, y ahora vemos que con la mascarilla puesta la voz permanece exactamente igual.
Ay, el
Cine...!
El 21 de diciembre de 1937 se
estrenó en USA Blancanieves y los siete enanitos, el primer largometraje de
dibujos animados de la historia, que debe su existencia a Walt Disney en tiempos de genio, figura y Cine genuino.
A pesar de la efervescencia
pionera del Hollywood de los años 30, fueron pocos los que creyeron en el éxito
del proyecto (lo llamaban sin pizca de cariño “la gran locura de Disney”) y hasta
su familia más próxima intentó que abandonara. La idea empezó generando gastos
por 250.000 dólares de entonces y acabó superando el millón (Disney hasta hipotecó su casa).
Sabía lo que tenía entre manos: la película resultó ser un éxito absoluto. Fue la más taquillera de su momento (sólo desbancada por Lo que el viento se llevó), pionera en lo del merchand paralelo al estreno y también la primera que comercializó su banda sonora (aihó, aihó). De hecho, se llevó el Oscar de la música y, al año siguiente, Walt uno honorífico.
Lo demás es historia. Y lo de
ahora, muerto Walt, apisonadora financiera (con material reciclado tirando a
vergonzante). “Gruñón” se cruzaría de brazos mirando hacia otro lado, pero dudo
que le ablandase un beso de la Mulan de
imagen real. ¡Paparruchas!
Se coló con menos de diez años en
dos de las películas más populares de nuestro cine de blanco y negro, haciendo
de hija de Alberto Closas y Amparo Soler Leal en La gran familia y su primera
secuela. Algo más crecidita participó con relevancia en La residencia, esa joya
de terror clásico del inclasificable Chicho Ibáñez Serrador. También en La casa grande, de
Francisco Rodríguez, que fue a Berlín y le valió a Antonio Ferrandis la medalla
del Círculo de Escritores Cinematográficos antes de la barba. En teatro se
permitió hacer Sola en la oscuridad.
Después fue Jacinta, seguramente
su gran papel por la importancia de la producción, televisiva pero con el mejor Mario Camus a
los mandos y la gran novela de Galdós como inspiración directa. Qué reparto tenia Fortunata y
Jacinta: Ana Belén, Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez, Manuel Alexandre, Mari Carrillo,
Mario Pardo, Charo López, Manolo Zarzo, María
Luisa Ponte, Francisco Algora,… aguántales el nivel. Si nos ceñimos a TVE,
hablamos de la serie más emblemática y valorada que ha hecho nunca la casa (y tiene una docena larga de maravillas incuestionables).
Con 30 hace Últimas tardes con
Teresa y Los santos inocentes, otros dos plenos, en especial el segundo, al
que añade su calidad en un reparto coral que tiene a los señoritos casi fuera de plano. Puede que sea la única que se salve, hay que ser grande para salir de
la casucha a la que Rabal la lleva ingenuamente para que conozca a “la niña
chica”, con esa cara de pavor de clase al asomarse al abismo de la miseria pura.
La obra maestra basada en la
novela de Miguel Delibes la han producido ella y su marido Julián Mateos. Lo mismo
pasa con Viaje a ninguna parte de Fernán Gómez y El hijo de la luna de Agustí
Villaronga, última aparición de Maribel en pantalla. Con 35.
Olé, olé. Poco y jugoso, sin
decadencias, trabajos sonrojantes, ni puñetas. Y de nombre artístico Maribel Martín. En mi casa la llamábamos simplemente "La rubia".
Aquello era toparse de frente con el desencanto en su versión inglesa más genuina: el imperio, las ideologías, el amor, los principios, la esperanza... todo en fuga, arrojándose desde el otro lado del muro, bajo ráfagas enemigas dispuestas a pulverizarlo.
Tenía una foto en la trasera de mi edición de La chica del tambor (regalo de una antigua novia que me conocía los vicios), en la que David Cornwell, nombre autentico del escritor, lucía una cara de espía elegante y curtido, muy lejos de Bond, cerca de la clarividencia más pesimista.
Adiós, Le Carré.
Al fin una rareza atinada y subyugante, incómoda e imperfecta pero llena de hallazgos, en el guión, la puesta en escena, los intérpretes: Tosar descarrilado, Alterio exprimido, Quim sorprendente, Pilar perfecta.
En mis predios seguimos sin ir al cine gran cosa, así que vamos tirando de series, algunas más recientes y otras menos. Qué más da. Nuestro criterio de selección no es su fecha de estreno, sino su duración total: pocas temporadas, pocos episodios, preferencia por las que resuelven cada capítulo en menos de treinta minutos. Y no se nos está dando mal.
Un baño delicioso de nostalgia ochentera en la primera temporada y un estirado prescindible -aunque correcto- en la segunda, y ya veremos qué pasa con la tercera. Es lo malo de estas series con vocación de durar hasta que el público se canse o la plataforma note menos clics el primer fin de semana (¿estarán en los mismos vicios del actual cine de estreno, todo al primer fin de semana?). Las series así, por buenas que sean, suelen morir por inanición.
La idea de partida es estupenda: recuperar el karate en un suburbio californiano y la rivalidad de Larusso (el mítico Karate Kid), ya talludito, y el rubio Johnny, también con sus añazos. Es todo un hallazgo que a Larusso le haya ido bien en los negocios y el otro sea un desastre total. No estoy haciendo apenas spoiler, esto se sabe en los primeros cinco minutos de la serie.
Después, un inteligentísimo desarrollo en el cual lo que menos importa es el inevitable campeonato. Las canciones de época, las redes sociales, las mentiras de unos y otros, los fracasos visibles o encubiertos, las perrerías ya adultas, las enseñanzas de los senseis... todo funciona en capítulos de media hora que avanzan a un ritmo perfecto en la primera temporada. Lo malo es que ya no te puedes plantar, quieres ver lo que sucede en adelante, quieres verlos combatir como antaño. Así que seguiremos en el dojo.
Ricky Gervais es para mí el conductor más mordaz de ceremonias de premios, pero le he seguido poco en su faceta de ficciones televisivas. En esta serie lo hace todo, y todo bien: crea, escribe, dirige e interpreta. Una galería de personajes limitada y eficaz (algunos más instrumentales, otros decididamente brillantes), le permiten mover a su protagonista desolado y faltón, pero buena persona en el fondo, por una población soleada con cartero, residencia de la tercera edad, cementerio para las confidencias, playa y perro, tironeros en moto, yonki inofensivo, puta de buen corazón, niño con problemas y un periódico gratuito de noticias delirantes.
Apenas hay más para repasar cuantas cosas imagines de la cotidianeidad absurda en las vidas del primer mundo, antes de la pandemia, que después ya veremos. Sólo el capítulo final, centrado de forma demasiado obvia en atar cabos, puede ensombrecer la primera temporada de esta joyita. Pero sí, hay segundo temporada y no la he visto. Puede que no me decida a hacerlo.
EL MANDALORIANO
Disney está cagándola en la saga cinematográfica central, pero acierta en lo que no está pegado a la familia Skywalker. Rogue One, Han Solo y El mandaloriano son interesantes apéndices al universo galáctico que oscila siempre entre la República y el Imperio.
El mandaloriano es, de largo, lo mejor de Starwars desde los años ochenta. John Favreau estaba embarcado en el mundo marvelita, haciéndolo subir y subir, mientras J.J. Abrams se la pegaba estrepitosamente con Leia, Luke y sucesores. Espero que Favreau se quede mucho tiempo en esta serie, donde demuestra con sencillez aparente lo que hay que hacer en ese cosmos que Lucas abrió como un huevo de "Cuerno de barro", para que todos chapoteáramos felices mientras nos lo comíamos.
En cuanto al nivel técnico, la demostración de poder es tal que no merece la pena comentarla. Sólo la certeza de que rara vez aciertan con los guiones tanto como en este caso, mantiene a la competencia con vida.
LOS FAVORITOS DE MIDAS
He aquí a la competencia, echándole ambición con presupuesto Netflix. Es curioso lo que sucede con ciertas producciones españolas de la plataforma: el nivel de la apuesta económica corre paralelo a la falta de identidad del producto. Esta historia, si se le cambian actores e idioma, puede suceder en cualquier ciudad capitalina de Occidente, Londres, París, Berlín, New York,... Las oficinas, las viviendas, las azoteas, plazas y calles, los locales de ocio, los cochacos, los despachos de abogados, las algaradas callejeras, los antidisturbios y las reuniones gubernativas... Todo podría ser igual british, escandinavo, francés o bostoniano. Apenas una mención a las nécoras mientras se chupa una patita de marisco.
Mateo Gil, el director, es de la misma escuela del primer Amenábar (hasta co-guonista de sus más tempranos éxitos). A la vista está: se inclina por una historia intrigante desprovista de raíces. A mí al menos, eso me genera el efecto que llamaremos "Malasaña con muffins".
En lo formal la serie luce impecable, claro, en eso Netflix siempre es una garantía. Así que los que deberían importarnos son el argumento y su desarrollo. Aquí es mejor el primero que el segundo. Mientras la intriga sube la cuesta, tres episodios, la serie funciona. Luego tiene otros dos que se hacen largos, lentos y en algunos momentos inapropiados. El final, coherente y algo previsible, remata la temporada aunque no la redondea. Vale, pero como valen las cosas de Netflix demasiado a menudo: interesante primero, entretenida después (cada vez menos), y al final una sensación de ni fú ni fá.
GAMBITO DE DAMA
Culturalmente hablando, las sensaciones son opuestas a la de la serie anterior, aunque Netflix esté detrás de ambas. Aquí todo rezuma Estados Unidos en la década de los sesenta: costumbres, casas, coches, vestuarios, canciones, drogas, juegos de mesa o cama... y personajes.
Además, se acierta con el tono para poner a una mujer en primer plano sin darnos la chapa doctrinaria que tan fácilmente se le desparrama a Netflix en sus productos "me-too".
De paso, la historia es magnética, la protagonista también (Anya Taylor Joy fascina), los secundarios resultan ajutadísimos, y el desarrollo al que sirven contiene todo lo que antes se esperaba del gran cine estadounidense hoy casi extinto: el pulso entre genialidad y adicciones, la horfandad y sus parches, la soledad y los vínculos, los campeonatos, las ciudades que los acogen, los aviones en los que se fumaba, la coctelería a gogó, los radicalismos de mesa camilla (aunque allí se llamará mesita de living o similar), la deportividad, la ambición, la disciplina, la paranoia,... todo está ahí, combinado con la precisión de una estupenda partida de ajedrez.
Será difícil que Netflix acierte así otra vez en lo que queda de año y buena parte del que viene.
NASDROVIA
Acabo de empezarla y me parece una maravilla, dadme unos días para terminarme la botella de vodka que promete esta comedia atípica de Movistar.
Al fin una película que retrata a actores del pasado con actores de hoy sin producir sonrojo, o dejar ese amargo sabor de recordar lo que fue espléndido y que ahora se honra sin tino ni cómicos a la altura de los originales.
Quizá haya contribuido al éxito aquí que Laurel y Hardy fueron siempre más la presencia física que el arte interpretativo. Puro vodevil, gag tras gag, del torpe y el ofuscado en acción, con rutinas excelsas (la de las dos puertas, el baile, la visita al médico), trasladadas a un cine ávido de comicidad pura, como el de los años 30.
De hecho, esa fue su gran década, luego vino la decadencia, lenta pero implacable. Cuando están decididamente en ella, arranca este homenaje fílmico de 2019, perfectamente equilibrado (ni se pasa de acidez ni de almíbar), con Coogan como Laurel y C. Reilly como Hardy. Ambos asombrosamente caracterizados y trabajando con una finura al más puro estilo "british"
Hace diez años que nos dejó Luis García Berlanga, un cineasta genial cuyos planos secuencia deberían ser el tema uno en las escuelas de cine de todo el planeta.
Empezó en el oficio co-dirigiendo
con Juan Antonio Bardem, creo que el
reparto de roles les dio juego y anecdotario para el resto de la vida de ambos.
Era el momento de Esa pareja feliz, el título parecía un choteo malévolo sobre
ellos mismos.
Luego vino Bienvenido, Míster Marshall. El parlamento del hidalgo ante el balcón del Ayuntamiento ha quedado sepultado por la comicidad salvaje de la perorata de Pepe Isbert, que supera a “la parte contratante de la primera parte” de los Hermanos Marx. Pero esa intervención de Alberto Romea, mientras se abre paso entre sombreros cordobeses de pega, debería programarse en nuestras televisiones al menos una vez por semana, mejor nos iría.
No obstante, hay un hecho que pone de relieve la brillantez absoluta del director. La película nació como un vehículo para iniciar la carrera cinematográfica de Lolita Sevilla, la tonadillera que acompañaba a Manolo Morán. Ella sabía cantar maravillosamente, pero no actuar. El problema es que debía aparecer un tiempo determinado en escena y no sólo cantando. Entonces inventaron la secuencia del camerino, donde todo lo interpretan Morán e Isbert (dos monstruos de las tablas), mientras ella trastea con la ropa y los complementos. Después de cada parrafada, Morán suelta “y si no, que lo diga la niña” y ella “digo”, “ea”, “ozú” y así. Escena inmortal al canto, entre las muchas que Bienvenido, Míster Marshall tiene.
Novio a la vista le permite a Berlanga hacer una de aventuras adolescentes, de época, aunque hay un "sí de las niñas" clavado en el centro de este hermoso cuento de iniciación a la vida adulta. De paso, Jorge Vico parece un antepasado de Michael J. Fox, en versión mejorada de blanco y negro.
Le sigue Calabuch, una delicia, la más mediterránea de las suyas. Y contra la quinta o sexta flota norteamericana, nada menos, otra vez el puñetero míster Marshall asomando la patita. Pero ahora los locales no se sueñan cowboys, van a la guerra vestidos como romanos de procesión, volviendo a cenar a casa y sin sudar. Grande.
En realidad, Berlanga sólo está
precalentando. Lo que pasa es que su primera obra de plenitud es masacrada por
la censura. Los jueves, milagro cambió tanto respecto a lo que el valenciano
pretendía que éste insistió ante las autoridades en que el censor figurase como
autor del guión. No coló, claro.
En venganza, llegan Plácido y El verdugo, obras maestras absolutas, cuyos finales podrían figurar en cualquiera de esas antologías para youtube que les editamos a los de Hollywood con adoración extrema. Son joyas del cine mundial sin discusión, mecanos perfectos de Berlanga y su mejor guionista, Rafael Azcona, con el que sí formó siempre una feliz pareja.
Después, encadena tres obras menos
valoradas, pero que ganan con cada nuevo visionado: La boutique, Vivan los novios y, sobre todo, la anticipatoria Tamaño natural.
Toma carrerilla y se marca su trilogía a lo Coppola, pero con la nobleza decrépita de una naciente democracia española como protagonista, en vez de la pujante mafia de Nueva York. Construye consecutivamente La escopeta nacional, Patrimonio nacional y Nacional III. El resultado es soberbio, cómico, incisivo, vigente cuarenta años después cambiando apenas cuatro detalles; y ese Leguineche de mis amores,….
Todavía se permite el rescate de
una vieja idea que no pudo materializar en tiempos de Franco por motivos
obvios: La vaquilla, su visión de nuestra guerra civil, ácrata,
divertida, melancólica, alocada, folklórica… lo tiene todo (¡qué reparto!).
Hasta un final descarnado marca de la casa con La hija de Juan Simón de fondo y sobre el cadáver del animal muerto en tierra de nadie. Bestial.
Berlanga tiene cuerda para tres títulos más que rozan la astracanada, pero están repletos de hallazgos, sobre todo el que se centra en una jornada carcelaria de políticos más falsos que Judas: Moros y Cristianos, Todos a la cárcel y París Tombuctú, ésta última su canto del cisne repleto de saludable retranca y no poca melancolía (basta oír el temazo que lo arropa, A ninguna parte, de Manolo Tena).
A continuación, llega el retiro del erotómano y dos años después muere su hijo Carlos. El puto alzheimer quizá le alivió esa pena.
Berlanga es el rey de un cine español que se reconocía en sí
mismo pero desbordaba talento, diversión y mala leche elevados a arte. Sin embargo al
final, ya lo dijo su hidalgo, también a este cine “se lo comieron los indios”
Y en esas estamos, maestro.
Se dice, y es verdad, que los intérpretes hollywoodienses (anglosajones mayormente), son muy completos en su formación: que actúan, cantan, bailan… todo lo hacen bien. Tienen otras bazas con las que manejar estos recursos, claro. A saber: un presupuesto que permite ensayar los pasos del directo hasta la extenuación y cortar y repetir cuanto haga falta en lo filmado. Los mejores maestros, músicos, arreglistas, estudios de grabación y técnicos para que cante bien hasta el más grajo de la lista. Y desde luego, al que no sabe, ni puede aprender a tiempo, no se le mete en estos jardines a hacer el ridículo (léase nuestro mítico momento bochorno del anual "Goying" extremo).
Dicho esto, en la cinematografía del equipo local, extensible si nos ponemos estupendos a todas las que comparten el habla hispana, existen y han existido siempre profesionales con capacidades tan
luciditas como las de los anglosajones.
Con ese desparpajo tan del terruño, nos
parece digno de todo elogio que Meryl Streep cante temas de ABBA, Hugh Jackman sea
un estupendo bailarín-cantante, Anne Hathaway y Emma Stone salgan más que
airosas de musicales puros y duros, Michelle Pffeifer susurre molona un temazo
de jazz sobre un piano. O que Eddie Murphy cante reagee de fliparlo y la bella Scarlett tuviera grupo y disco. Todos son dignos de aplauso, no se me malinterprete.
Pero, en el mismo Hollywood yeyé, Banderas para Evita estuvo magnífico, aunque la película fuera una castaña (cosa que por cierto comparte con Los Miserables de Jackman y Hathaway). Penélope bailaba estupendamente en Nine (tiene formación específica para ello), y hace gorgoritos donde toca, o playback, que Almodóvar las gasta así.
Leonor Watling canta de coña, Nawja Nimri cultiva los dos palos con talento, la Velasco lo hacía todo y bien, Ana Belén es una actriz muy solvente con una voz de oro. Por no irnos a clásicos obvios de las dos orillas, Imperio Argentina, Carmen Sevilla y Sara Montiel, Jorge Negrete, Pedro Infante, Gardel, Yma Súmac,… Más cerca en el tiempo, Sacristán se curró El hombre de La Mancha, y Carlos Hipólito Sonrisas y lágrimas, para esa especie de teatro broadway-cañí que exportamos hace ya años a la Gran Vía con notable éxito…
En fin, cantantes que actuaban e intérpretes que cantaban hemos tenido siempre, incluyendo niños prodigio exprimidos como limones en la más pura tradición del cine mundial. El catálogo completo… para dar y tomar, que donde las dan las toman. Así que disfrutemos del talento, lo tenga quien lo tenga, antes de que los próximos Goya nos peguen su recurrente bofetada en nuestra maltrecha autoestima. Ahí va un botón de talento, Inma Cuesta:
David Garrido Bazán, que interrumpió su delicada labor programando mientras dirigía la Filmoteca de Extremadura, ha vuelto a su puesto en el Festival y preparado una jugosa oferta de películas que difícilmente se verían de otro modo, no ya en Extremadura, sino en la mayor parte del territorio español.
Fuera de cuatro capitales, todo esto que el Festival ofrece, rara vez se estrena. Ese es el panorama: producto comercial estadounidense a saco, de calidad discutible y apabullante presupuesto de producción, distribución y estreno. Y cuando vienen mal dadas, como ahora, aplazan.
Quien asista a las proyecciones del FCIMerida no les echará de menos: cine diverso, bonito, sorprendente, humano, necesario, en el que escoger y reconocerse.
Ángel Briz, David Garrido y su puñado de irreductibles emeritenses cocinan un Festival pequeño, coqueto, exigente y esmerado. La sección oficial y las paralelas, los premios Miradas, la sección Cine y escuela, los pases fuera de competición,... todo en la web:
https://festivalcinemerida.com/2020/
Gracias por resistir.